25 Sep El rugby va a la guerra
Por Ezequiel Fernández Moores
A Dave Gallagher, capitán de “Los Originales”, primeros All Blacks que, con ese nombre, ganaron 31 de los 32 partidos de la gira de 1905 por Inglaterra, con 830 puntos a favor y 39 en contra, las balas de metralla alemana le perforaron el casco en Gravenstafel Spur, el 4 de octubre de 1917 en la Batalla de Passchendaele, territorio belga. Salón de la Fama del rugby y estatua de bronce en Eden Park, uno de los primeros jugadores míticos en la historia de los All Blacks que juegan este sábado en La Plata, Dave Gallagher había sufrido meses antes las muertes de sus hermanos Douglas y Henry, también en combate. Nueva Zelanda vive su peor día el 12 de octubre de 1917, con la muerte de casi tres mil soldados en Passchendaele. Otros All Blacks, Albert Downing y Henry Dejar, mueren en la tremenda batalla previa de Gallipoli. Y Frank Wilson y Robert Black caen en la de Somme. Trece All Blacks mueren en total en el frente. En el mismo 1917, una selección de Nueva Zelanda integrada por soldados en combate planea una gira por Inglaterra. The Times afirma que ya hay cientos de boletos vendidos. Es demasiado. Los rugbiers soldados, dispone la autoridad, no tienen que distraerse de su deber patriótico: la Primera Guerra Mundial.
La guerra que la prensa recordó en estos meses, porque estalló exactamente cien años atrás, es tomada en 1914 por el rugby inglés como un imperativo moral. Los caballeros amateurs que buscan imponer al proletariado los valores de las clases medias de la Inglaterra victoriana asumen su compromiso. “La guerra -dice el texto de un rugbier citado por Tony Collins en su Historia social del rugby inglés- es el juego para el cual nos hemos estado preparando durante muchísimos años.” En marzo de 1914, cuatro meses antes del estallido, Inglaterra y Escocia juegan la Copa Calcuta en Edimburgo. Seis meses después, el centro “Bungy” Watson, figura inglesa del partido, muere cuando un torpedo alemán hunde al buque de guerra HMS Hawke. A su legendario capitán, Ronald Poulton-Palmer, lo mata en 1915 la bala de un francotirador. El winger Arthur Dingle muere en Gallipoli. Su cuerpo jamás fue encontrado. El medio scrum Frank Oakeley se hunde con un submarino. El pilar Arthur Maynard muere en Somme. Veintisiete internacionales ingleses mueren en la guerra. Por el lado escocés, Arthur Will, autor de dos tries en el clásico de 1914, también cae en el frente. Igual que sus compañeros James Huggan, el full back William Wallace, el debutante Eric Young y el medio scrum Eric Milroy. Otros veinticinco internacionales escoceses no vuelven a casa. La cancha de Inverleith, escenario del partido, se convierte en campo militar.
“Eran los más importantes de toda una generación de jóvenes -escribió Collins- dispuestos a sacrificarse por los principios imperiales por los cuales se habían levantado y en cuyo espíritu jugaban al rugby.” La Rugby Football Union (RFU) cree que el rugby tiene un objetivo más elevado que el mero entretenimiento: entrenar jóvenes para ser líderes del Imperio. A fines del siglo XIX, el rugby, efectivamente, era una forma de entrenamiento militar. “Quince compañeros combatiendo hasta morir por la gloria”, decía la canción del Dulwitch College. “¡Quién no moriría por Inglaterra!”, recitaba el poeta Alfred Austin. Ya en pleno conflicto, Billie Nevill, rugbier de Dover Collage, llega a escribir desde el frente que “la guerra es lo más divertido que uno pueda imaginar”. El rugby se siente líder. “Es el deporte que mejor desarrolla las cualidades de un buen combatiente -dice el almirante Lord Jellicoe-, enseña el desinterés, espíritu de cuerpo, a decidir rápido y a estar siempre alerta.” Los clubes con vínculos más estrechos con las fuerzas armadas se quedan sin jugadores. El 4 de septiembre de 1914, la RFU suspende todos los campeonatos y urge a que vayan a la guerra todos los jugadores de entre 19 y 35 años. El impacto llega en 1916 al rugby argentino. Los equipos locales también se quedan sin jugadores. Son británicos que van a la guerra. El rugby inglés se enoja con el fútbol “poco patriota”, porque sigue su campeonato en medio de la guerra. “Están gobernados por el comercialismo”, acusa Rowland Hill, secretario general de la RFU. En el frente, los rugbiers oficiales aceptan que los soldados jueguen fútbol en los tiempos de recreo. Hay menor chance de lesiones. Y es más integrador y popular.
Los rugbiers-soldados también juegan partidos de rugby en plena guerra. Los equipos no tienen nombres de clubes, sino de batallones. Militares de Inglaterra, por ejemplo, enfrentan a sus pares de Gales a fines de 1914 en Sussex. Y repiten contra militares de Escocia en 1915 en Northampton ante 15.000 personas. Se juega con menos violencia. Los árbitros se niegan a dirigir partidos con soldados de Gales, porque golpean demasiado. También se juega rugby en pleno frente de combate. La RFU relaja sus rígidos reglamentos de amateurismo y permite a sus jugadores compartir equipo con soldados que ya son rugbiers profesionales en la unión rival. Hay registros de partidos apenas antes de la batalla de Loos, en septiembre de 1915. Un oficial se rompe la clavícula jugando el día previo a la batalla de Somme. El legendario Poulton-Palmer juega rugby en el frente belga hasta poco antes de su muerte. Y el poeta Robert Graves se alista como full back con su batallón en Francia. La RFU quiere formar un batallón de rugbiers. La oficina de guerra responde que no es posible, pero que muchos oficiales recibirán con alegría regimientos de hasta 120 rugbiers. Edgar Roberts “Mobbsy” Mobbs, tres cuartos capitán de Northampton e Inglaterra, se enrola como voluntario pese a que está en la edad límite. Forma una compañía (Mobbs Own) de 250 deportistas. Una leyenda dice incluso que Mobbs, así como otros oficiales lo hacían con pelotas de fútbol, patea una pelota de rugby hacia campo rival apenas antes de ordenar a su tropa que inicie el ataque. Oficiales alemanes agradecen tanta ofensiva frontal. Mobbs muere en julio de 1917 en Zillebeke, en pleno ataque en Bélgica contra un puesto de metrallas.
A los 27 internacionales de Inglaterra (sobre 160 que fueron al frente) se suman, entre otros, 300 rugbiers muertos de la ciudad de Bristol, 44 jugadores de London Scottish, 73 de Richmond, 72 de Rosslyn Park, 57 de Liverpool, 45 de Clifton, 33 de Hartlepool y 13 de Old Merchant Taylor. Mueren también 103 de los 760 rugbiers profesionales que van a la guerra. “Del seleccionado inglés que jugó ante el rey en Twickenham en 1914 -escribe The Times- apenas un jugador queda vivo.” El club Blackheath anuncia orgulloso que uno de sus jugadores muere en combate. Mueren muchísimos jóvenes oficiales. Muchos de ellos son rugbiers. “Gentlemen.” Amateurs. Miembros de las escuelas de elite que atacan liderando la tropa, sin refugiarse detrás de sus soldados. “Estamos orgullosos de la raza de nuestros jugadores. Su sacrificio supremo -dice Arthur Hartley, presidente de la RFU- no será en vano si vivimos noblemente y llevamos el juego bajo ese espíritu.” E.H.D. Sewell escribe en The Rugby Football International’s Roll of Honour: “No hay nadie entre nosotros que no sienta envidia por sus muertes gloriosas por el rey, por el imperio, por la justicia”. Y añade: “Si Inglaterra nos llama nuevamente, seremos los primeros en el line out, empujando con ganas hasta que la batalla comience, listos para golpear, pase lo que pase”. “Guerrero feliz”, saluda el rugby, recordando un viejo poema, la muerte del capitán Poulton-Palmer. La Primera Guerra Mundial provoca unas diez millones de muertes. Veinte millones de personas sufren heridas o mutilaciones. Otro capitán de rugby, el escocés John McCallum, oficial médico de Argyllshire, se niega a combatir. Rechaza una convocatoria forzada, es sometido a una corte marcial y enviado a la prisión de Perth. “¿Eran simplemente cobardes los hombres que rechazaron ir a la guerra? ¿Deberíamos tratarlos de traidores o conmemorarlos como a quienes murieron sirviendo al rey y a su país? Se lo pregunta el periodista Ron Ferguson, que incluye en esa lista al rugbier McCallum. Ferguson admite que plantea “una cuestión complicada y controvertida. Pero las cuestiones complicadas y controvertidas -añade- a menudo llegan al corazón de las cosas”.
LA NACION