“La historia personal se transforma en la escritura”

“La historia personal se transforma en la escritura”

Por Martín Lojo
“Mi destino es Bergen, Noruega, y un bautismo en el mar: voy ATA a ser madrina de un barco.” La extraordinaria experiencia que vive la protagonista de Encuentro con Munch (Alfaguara), álter ego de Sylvia Iparraguirre, tiene un origen y un fin literarios. El azar quiso que un empresario noruego leyese con deleite La Tierra del Fuego, novela en la que la autora narró la historia de Jemmy Button, el yámana que fue llevado a Londres por la expedición de Fitz Roy, a mediados del siglo XIX. El resultado de esa lectura accidental fue una invitación para ser madrina del Bóreas Austral, una embarcación que cruzaría el Atlántico en sentido inverso, de norte a sur, de Noruega a la costa fueguina. Encuentro con Munch narra cada detalle, real e imaginario, de ese viaje realizado en 2000: el desarreglo temporal del cruce al extremo norte, el impacto de confrontar otra cultura y, sobre todo, el encuentro con la obra de Eduard Munch. Obsesionada por cuadros como Noche en Saint-Cloud y La danza de la vida, la viajera se pierde en la experiencia estética de esa obra que pone en crisis la dimensión temporal de la vida y no le permite retornar de ese otro viaje al interior de la mente que desarregla su conciencia.
-Siempre llevo libretas conmigo, así que cuando volví tenía una cantidad de apuntes que supe que iban a terminar en un libro. Aunque tengo pendiente una novela, el año pasado decidí que quería publicar este relato, para que no se perdiese la experiencia de conocer Noruega y la obra de Munch en su ciudad. De las anotaciones que tenía quedó una tercera parte y todo lo demás comenzó a funcionar como ficción.
-A pesar de que es el relato de un viaje real, prevalece la idea de que se trata de una obra de ficción ¿Por qué?
-La historia personal se transforma en la escritura, crece en direcciones insospechadas. Al dejar que la experiencia inicial se expanda, empieza a operar como ficción: aparecen personajes que no existieron y sólo pertenecen al texto; cuando se necesita una escena de anticlímax se la inventa, o se recurre al humor cuando hace falta el humor, un aspecto esencial en mi escritura. No es una auto¬biografía, ni memorias ni un diario de viajes, es una experiencia personal transformada en novela, con sus propias leyes narrativas.
Aunque en La Tierra del Fuego utilicé la primera persona, el narrador era un hombre. Es la primera vez que uso una narradora tan cercana a mí. Al principio me creó cierta prevención. Soy poco afecta a contar mis experiencias, fracasaría escribiendo un blog. Me interesa la subjetividad ajena, pero tengo pudor para exponer la propia. Tuve que vencer mis temores porque me interesaba narrar este encuentro con una obra de arte
-Mientras recorre el paisaje noruego, la narradora reflexiona sobre el mundo natural y dice que la naturaleza está fuera del azar. ¿Cómo llegó a esa conclusión?
-Es una idea imaginaria, literaria. Sin duda puede ser fácil refutarla desde la ciencia. Me gusta la naturaleza, la necesito, quizá porque nací en un pueblo. Cuando uno está a solas ante un río o un glaciar, es un extranjero, el lugar se impone por reglas propias. Esas reglas no responden al azar. El único azar que el personaje reconoce es el que los hombres tejen en sus actividades y relaciones. Hay momentos en que el azar se manifiesta de una manera muy fuerte, se siente la debilidad de las causas y parece que se puede percibir el revés de la trama. Por eso, en ese estado de incertidumbre que está viviendo, ella encuentra significativo el encuentro de Munch con Gauguin en la Exposición Universal de París en 1889. El azar hizo que no llegaran los espejos que iban a cubrir unas paredes del Café Volpini y que el dueño aceptase colgar en cambio cuadros de Gauguin. Así conoció Munch su obra.
-Los paisajes y la arquitectura noruega son centrales en la formación del estado de sensibilidad que adquiere la narradora en el viaje. ¿Cómo influyeron en la escritura esos espacios?
-La luz del otoño en las ciudades de Oslo y de Bergen crea una textura muy particular. En un viaje breve uno recorre muy poco de esa superposición de tiempos que es una ciudad. Pero hay marcas muy notables. El silencio de Oslo me impactó mucho, es muy distinto de nuestro enloquecimiento urbano. Son cuatro millones de habitantes en todo el país. Al principio me sobresaltó no escuchar nada por las noches. Como mucho el paso de los trolleys, de dos o tres vagones iluminados. Todo vigilado por la presencia del fiordo, como una mano de agua apoyada sobre la ciudad. La cultura protestante luterana se nota en la falta de ostentación. Son económicamente ricos pero con una austeridad natural que contrasta con la cultura latina. Es una ciudad tranquila y elegante. Con los tonos azulados y grises del asfalto y la piedra, una arquitectura antigua y sofisticada.
-En contraste con esta impresión de la ciudad aparecen los “bobmarlianos”, dos viajeros adolescentes ensimismados en su mundo de diversión ruidosa.
-Son un nepalés y un paquistaní, con auriculares y mochila al hombro, siempre escuchando a Bob Marley. Ella siente el desparpajo de esos chicos frente a la monumentalidad cultural. Mientras ella se fascina con los gigantescos barcos vikingos de un museo, ellos ni se mosquean. Es una mujer madura, así que le producen cierta nostalgia. Representan algo perdido naturalmente. La perturba esa indiferencia, ese estar en otra dimensión. Le hace pensar que quizás es ella la que está desorientada en el presente. Uno ve televisión un par de minutos y enseguida nota cómo la hiperviolencia o el sexo son una mercancía más. Un chico de dieciséis años se mata de risa cuando ve eso.
-La primera mirada a la obra de Munch aparece con cierta distancia en la novela. La protagonista dice que sus cuadros no le producen una experiencia sensible inmediata como los de Van GoghoBacon.
-He visto mucha pintura en mis viajes, pero Munch no era un pintor que fuera a buscar, como sí Bacon o Pollock. Fue un descubrimiento. La obra tiene más efecto cuando uno puede sumergirse en ella por completo. Hay varias salas dedicadas a Munch en la Galería Nacional de Oslo; tuvieron directores muy visionarios que compraron su obra desde que empezó a pintar, así que la conservaron. En Bergen está su época temprana, romántica. Tuve esa experiencia única de sumergirme en la obra de un autor casi sin previo aviso, distraída. ¿Por qué persisten ciertos cuadros en la memoria? Noche en Saint-Cloud tiene una profundidad que te absorbe. Entré en una especie de vértigo. En una semana lo vi casi completo, lo que me permitió armar su universo, reconocer su manejo del tiempo y comprender intuitivamente el propósito artístico que tenía, el salto que dio entre el siglo XTX y el XX. A los dieciséis años Munch escribe: “He decidido transformarme en pintor”, y lo mantiene a ultranza. Me admira cuando advierto en el arte esa decisión tan gratuita. Que alguien ponga su cuerpo, su salud, su vida al servicio de pintar telas o escribir libros es la única decisión que todavía no tiene precio. La vida de Munch estuvo signada por la enfermedad. Su madre y su hermana murieron cuando él era muy joven. Su padre, de un protestantismo muy duro, le dijo a su hermana, aterrorizada en el lecho de muerte, que no tuviera miedo porque ella se iría a un lugar mejor. De ese hogar pietista y cuidado, Munch pasa a vivir una bohemia muy extrema. Se hace amigo de Jaeguer, un anarquista muy radical, y comienza a consumir drogas y alcohol, un tipo de vida común entre los artistas de la generación de 1890, pero que implicó una gran determinación para un joven enfermo de tuberculosis que rompía tempranamente con la atmósfera pietista de su hogar.
-Uno de los desafíos de la novela es darle sentido a la experiencia estética que ofrece la obra de Munch. La reflexión final a la que llega la narradora es que sus cuadros representan la fugacidad de la vida humana, a la vez que intentan “escapar de la cárcel del tiempo”.
-Creo que toda su pintura se refiere a la condena que es el tiempo, la transformación que lleva a la vejez y a la muerte. La vida de Munch potenciaba ese punto de vista porque conoció la enfermedad y la muerte muy temprano y sin mediaciones, en su casa. Su serie de cuadros mortuorios es estremecedora. A su vez tensionó esa experiencia con una vida intensa: la bohemia y las mujeres, el alcohol y el ajenjo, vivir al límite y pintar sin comer ni dormir. Siempre hay en sus cuadros un intento de salirse del tiempo para mostrarlo. Los cuadros generan el impacto de la fragilidad de lo humano expresado en las etapas de la vida, y la pintura logra que ese deterioro se transfigure en belleza para sobrevivir a la muerte. El cuadro Primavera retrata a una chica agonizante, probablemente su hermana; sin embargo esa escena que debiera ser tétrica está rodeada de cortinas infladas por el viento y macetas con flores iluminadas: la pasión por la vida, el sol y la naturaleza contrastan con la muerte. Desde esa fragilidad se puede dar testimonio de que el paso del tiempo es lo que permite también descubrir la belleza. El personaje de la novela se siente involucrado en esos cuadros que retratan la adolescencia, la madurez y la vejez de la mujer. Siente que la pintura le habla de una manera particular. No es como la literatura, la música o el cine: frente a un cuadro hay algo que no se puede expresar. Entre la vista y la intuición hay una revelación intransferible. Lo que le sucedió sigue con ella, no puede volver a su vida cotidiana.
-Cuando llega al bautismo del barco en Bergen, no puede relacionarse con sus anfitriones. Intenta abrirse y responder al ingeniero, los empresarios y los marinos que conducirán el barco, pero no puede evitar sentir sus gestos como una actuación. ¿Cómo apareció esa contradicción en la que vive el personaje?
-El cóctel existió, la comida, el hotel y el bautismo en el barco fueron así. Pero lo que cuento es una búsqueda novelística. Ella dice: “Mi mente aletea presa de un marco”. No puede salir de la experiencia de Munch. Sabe que tiene que hacer aquello para lo que vino. Así surge el humor, es llevada y traída por las situaciones y tiene conciencia de que está sobreactuando. Está, pero se ve como una otra. Todos están brindando y encantados de la vida, pero el paso del tiempo está allí, en la amenaza de El grito que los implica.
-Al final del relato hay un intento de describir esa experiencia indecible de la pintura. La narradora busca una forma que se ajuste a la expresión, pero fracasa porque las palabras que encuentra están desgastadas por los lugares comunes.
-Ese texto final es la prueba de la novela. La narradora no habla de Munch con sus anfitriones, para quienes es un artista nacional, un icono de sus vidas cotidianas. Hay una experiencia que tiene que ser sugerida porque no puede encontrar sus propias palabras. Lo que aparece son los clichés. Esto lo sabe bien la poesía, que trabaja con los límites del lenguaje y busca las palabras como si fueran dichas por primera vez. La prosa sólo puede expresar la imposibilidad de contar. Es la desembocadura del libro. La literatura sólo puede rodear esa experiencia estética sin alcanzarla del todo. En algún sentido, ésa es la reserva del arte. En la escultura y la pintura nos sentimos respaldados frente a la banalidad brutal en la que vivimos. El mandato de lo banal está en la política, el cine, la televisión… No soy nostálgica, me gusta vivir ahora y acá, pero la banalidad es el signo de los tiempos que nos toca vivir, la superficie. Pocas veces uno tiene la fortuna de tener una experiencia extraordinaria y trascendente. Puede ser en el amor, o en la lectura, o teniendo un niño en los brazos. Es poco frecuente alcanzar una experiencia transformadora y ver que hay otros a los que les importa. Pero el arte conserva esas otras dimensiones que nos permiten descubrir lo que no podríamos ver de nosotros sin detener la vida y salir por un momento de ella.
LA NACION