02 Sep Un hecho crucial en la historia del Holocausto
Por Paolo Mieli
La tarde del 23 de mayo de 1960, en el Parlamento de Israel, conocido como Knéset, se debatía el balance presupuestario. Entonces Ben Gurion pidió la palabra y anunció la captura de Adolf Eichmann. “Uno de los grandes criminales de guerra nazis ya está bajo arresto y en territorio de Israel”, dijo y agregó: “En breve, será llevado a juicio”. Tras esas palabras, el primer ministro abandonó el recinto, que quedó atónito. “Desde el día de la declaración de la independencia que no experimentábamos un sentimiento de unidad nacional tan profundo”, escribe Tom Sege y en su libro II settimo milione. Al día siguiente, la portada del periódico laico Maariv titulaba: “El Potente Dios, a quien compete la venganza, se ha manifestado”. En ese momento de la historia arranca la acción del extraordinario y valiente libro de Deborah E. Lipstadt, The Eichmann Trial (“El juicio a Eichmann”).La autora es una erudita conocida por haber sido objeto de una acción legal iniciada por David Irving contra ella y Penguin, su editorial. Irving a su vez había sido acusado por Lipstadt de haber negado dolosamente la existencia de las cámaras de gas y el exterminio sistemático de los judíos en tiempos de Hitler. El proceso judicial tuvo amplia repercusión y cuando concluyó, con una sentencia de 300 páginas absolviendo a Lipstadt, el Daily Telegraph publicó: “Este proceso ha sido para el nuevo siglo lo que el juicio de Núremberg y el juicio de Eichmann fueron para las generaciones precedentes”. A partir de eso, la autora sintió el deber se volver sobre el caso Eichmann.
El criminal nazi ya había sido capturado por los Aliados al final de la guerra, pero sin saber que se trataba de Eichmann. Luego se fugó a una remota zona maderera de Alemania, donde trabajó bajo un nombre falso. A principios de los años 50 logró expatriarse y desaparecer durante unos diez años. Reapareció en 1960 en la Argentina, donde el Mossad lo raptó y lo llevó a Israel. Allí fue sometido a proceso y condenado a muerte en 1961. En la reconstrucción de esta historia, Lipstadt centra su atención en varios detalles dignos de interés.
La autora sostiene que el cazador de nazis Simón Weisenthal, quien después se había adjudicado una decisiva participación en la captura de Eichmann, tuvo un rol marginal en el hecho. De hecho, su carta al embajador de Israel en Viena del 23 de septiembre de 1959, seis meses antes del arresto del criminal, sugiere que se encontraba todavía en el norte de Alemania. El mérito de haber descubierto que Eichmann vivía en una casilla sin electricidad ni agua corriente de la calle Garibaldi, en el Gran Buenos Aires, es de Lothar Hermann, un alemán casi ciego y mitad judío, que emigró a la Argentina en 1939, tras haber logrado escapar de un campo de concentración donde estaba preso. Su hija adolescente, Sylvia, había empezado a frecuentar a un joven que decía llamarse Klaus Eichmann. Fue así: fugado de Alemania, Eichmann padre había cambiado su nombre y apellido por el de Ricardo Klement, pero su hijo había conservado su nombre verdadero. El indicio llegó a oídos del jefe del servicio secreto israelí, Isser Harel, que desdeñó la información, sobre todo porque otro cazador de nazis, Tuvia Friedman, aseguraba tener pruebas de que Eichmann se encontraba en Kuwait. Para colmo, la “revelación” de Friedman había terminado en los diarios, lo que ponía en riesgo una futura operación en Buenos Aires.
Pero Harel, que contó esa historia en su libro La casa de la calle Garibaldi, luego se convenció de la veracidad del dato de Hermann y envió a Buenos Aires un comando que, con la venia de Ben Gurion, capturó en la calle a Eichmann el 11 de mayo. Según lo describe uno de los hombres que lo interceptaron, Peter Malkin, en su libro En misma nos, al ser apresado Eichmann dejó escapar “el grito primitivo de un animal atrapado”, dijo llamarse Ricardo Klement, pero poco a poco fue reconociendo su verdadera identidad. En el vuelo que lo llevaba a Tel Aviv, un agente del Mossad le ofreció un cigarrillo, pero el jefe mecánico del avión, huérfano de padre y madre asesinados por los nazis, rompió a llorar y protestó: “Vos le das un cigarrillo y él a nosotros nos dio el gas”.
Israel comunicó al mundo que la captura de Eichmann era obra de “voluntarios” y se excusó a través de la ministra de relaciones exteriores, Golda Meir, por la violación de la soberanía argentina. El presidente Arturo Frondizi se enfureció por el secuestro y le encargó al representante de su gobierno ante Naciones Unidas, Mario Amadeo, que solicitara la restitución de Eichmann. Al principio, Estados Unidos apoyó el pedido de Frondizi, pero con vistas a la campaña electoral, el vicepresidente Richard Nixon, que pensaba candidatearse contra John Kennedy y temía perder el apoyo de la comunidad judía, le ordenó al embajador Henry Cabot Lodge que la excusa de Golda Meir fuese considerada “un acto de reparación suficiente”. Los diarios de Estados Unidos dispararon contra Isreal. El New York Times, el Washington Post y el New York Post publicaron que el Estado judío había adoptado la “ley de la jungla”, dando prueba de un “gran desprecio por las leyes internacionales”, que el proceso estaría “viciado de ilegalidad” e imbuido de un “espíritu de venganza”. Los diarios alemanes fueron mucho más prudentes, en parte porque a pesar de estar rodeado de ex nazis -aunque tal vez por eso- el canciller Konrad Adenauer impulsaba una política muy benévola hacia Israel, destinada a mitigar los sentimientos antialemanes de los sobrevivientes de la Shoá. Alemania se negó a pagar los gastos de la defensa de Eichmann, cubiertos por Israel.
Durísimas fueron las reacciones de los judíos antisionistas, como el rabino Elmer Berger. El célebre psicólogo Erich Fromm calificó el hecho como un “acto de ilegalidad exactamente igual a aquellos de los que eran culpables los nazis”. Hasta exponentes de primera línea del Comité Judío Norteamericano criticaron a Ben Gurion, acusándolo de querer erigirse en único representante de todo el pueblo judío. El Comité pidió que Eichmann fuese remitido a Alemania y evitar a toda costa que el proceso se realizara en Israel. También les sugerían a los israelíes “bajarles el tono a los sufrimientos de los judíos durante la solución final, para no dar lugar a nuevas manifestaciones de antisemitismo”. Ben Gurion respondió que el judaísmo norteamericano estaba “perdiendo todo significado”. La postura del Comité, aseguró Gurion, demostraba que los judíos de Estados Unidos estaban a punto de recibir “el beso de la muerte”, subrayado por su “lento descenso al abismo de la asimilación”.
El proceso se inició el 11 de abril de 1961. Elie Wiesel, presente como reportero de The Jewish Daily Forward, describió el shock que le produjo el hecho de que Eichmann no pareciera “diferente de los otros seres humanos”. Cyrus Leo Sulzberger, del New York Times, notó que “parecía más judío, según la idea convencional, que los dos morochos guardias israelíes” encargados de su protección. Una protección fuera de lo común. Eichmann estaba recluido en la prisión de Yagur: un guarda para vigilarlo, un segundo guardia para vigilar al primero y un tercero para ocuparse del segundo. Ninguno de los tres había perdido familiares en el Holocausto ni hablaba alemán. Le designaron como defensor a Robert Servatius, que nunca había sido nazi pero se había desempeñado como abogado de los colaboradores de Hitler durante el proceso de Núremberg. A cargo del ministerio público estuvo Gideon Hausner, sin experiencia en ese campo, ya que su especialidad era el derecho comercial, pero de estrechos vínculos con Ben Gurion. Durante la etapa de instrucción de la causa, el tribunal israelí libró un enorme pedido de documentación a muchos países: la Unión Soviética y Gran Bretaña lo rechazaron. Durante la primera etapa del juicio, el defensor Servatius mostró su habilidad interponiendo objeciones procesales, a las cuales Hausner supo responder con éxito: una ley israelí de 1950 y una disposición de Naciones Unidas avalaban la legalidad del proceso.
Los testigos a favor de Eichmann, que no podían entrar en Israel por riesgo a ser acusados o algo peor, pudieron declarar desde el extranjero. Los corresponsales de los diarios norteamericanos, al principio muy críticos del proceso, elogiaron la pertinencia y la cantidad de antecedentes presentados por Hausner. Eichmann se defendió con gran habilidad, relatando que cuando estaba en Austria, en los primeros años del régimen hitleriano, había mantenido contactos con los líderes sionistas respecto de un plan que habría permitido el exilio de los judíos, siempre que se resignaran a dejar todo sus bienes en su “patria”. A tales fines, Eichmann habría pasado “largas estadías” en Palestina, pero luego se descubrió que después de pasar un día en Haifa, había sido expulsado por los ingleses a Egipto. Hausner logró desmontar ese relato gracias al testimonio de Aharon Lindenstrauss, que había “tratado” con Eichmann en nombre de los judíos y a quien el nazi había apostrofado de “viejo de mierda”. Hannah Arendt hundió el sistema de reconstrucción de Hausner definiéndolo como “mala historiografía y buen discurso de ventas”. Deborah Lipstadt, aunque toma distancia de Arendt, dice que es “innegable” que Hausner había presentado “gran parte de la historia de manera errada” y le imputa a la exposición del ministerio público “superficialidad histórica y autocelebración”.
El momento peliagudo llegó durante el interrogatorio al héroe Moshe Bejski, que contó cómo 15.000 judíos polacos fueron obligados a presenciar el ahorcamiento de un niño. Hausner le preguntó a quemarropa: “¿Por qué, siendo 15.000 contra unos pocos cientos de guardias, no se rebelaron y atacaron?”. Bejski pidió sentarse y respondió evocando el terror de quien espera salvar su vida, pero sobre todo, porque en caso de rebelarse, tampoco habrían sabido luego dónde buscar refugio. Con esa pregunta, el proceso corría el riesgo de írsele de las manos a Hausner para transformarse en un juicio contra las víctimas. Pero Lipstadt sostiene que la fiscalía se proponía demostrar “la injusticia intrínseca de esa pregunta”. Hausner escribe: “Era perfectamente consciente del hecho de que los israelíes oriundos de Israel, que en 1948 había derrotado a cinco ejércitos, no entendían por qué los judíos, tan superiores en número respecto a sus verdugos, no habían hecho lo mismo con los nazis”. Hausner había expuesto esa controversia para que entendiera por qué habían sido tan infrecuentes los episodios de rebelión contra los nazis, como el ocurrido en el gueto de Varsovia en la primavera de 1943. Para demostrar su punto, Hausner llamó al banquillo de los testigos a Abba Kovner, jefe de la resistencia de Vilna. Pero allí confluyeron la parte política y la estrictamente judicial del proceso. Tras el testimonio de Kovner, el magistrado Landau reprendió a Hausner, acusándolo de haberse “alejado mucho del objeto de este juicio” al convocar a ese hombre como testigo. Y cuando Zvi Zimmerman, aliado político de Ben Gurion, subió al estrado para referir lo que le habían dicho de Eichmann ciertas personas de la Gestapo, Landau se enfureció: “Yo diría que el valor de esta prueba es prácticamente nulo… De hecho, es testimonio de terceros”, tronó el magistrado. El presidente del tribunal había perdido hasta tal punto la paciencia que pareció volcarse a favor de Servatius, tanto durante el interrogatorio a León Wells -que habló de los judíos obligados a borrar los rastros de las ejecuciones masivas-, como durante el testimonio de Michael Musmanno, ya que ninguno de los dos podían precisar de qué manera lo que contaban podía ligarse a Eichmann.
Lo logró el deán protestante de Berlín, Heinrich Grueber, quien contó de un alemán que les había dado una mano a los judíos. Pero a la hora de revelar el nombre de ese alemán, Grueber se negó, aduciendo que no quería poner en riesgo la seguridad del hombre. El hecho de que en la Alemania de los años 60 todavía fuese peligroso haber ayudado a los judíos causó desconcierto. El testigo agregó que hablaba por experiencia propia, ya que desde el momento en que la prensa alemana reveló su intención atestiguar contra Eichmann, había recibido un “gordo fajo de amenazas y cartas insultantes”.
En esos días, el proceso entró en su etapa decisiva, durante la cual se examinó el rol cumplido por Eichmann en 1944 en Hungría, donde había organizado la “transferencia” a Auschwitz de 437.000 judíos. Eichmann había sugerido empezar por los de los Cárpatos, así que sus correligionarios de Budapest se “tranquilizaron” ante la idea de que los primeros afectados serían los ortodoxos. Luego, Eichmann había entablado tratativas con el negociador Joel Brand para “venderle” a un millón de judíos. y al mismo tiempo había sugerido al comandante de Auschwitz, Rudolph Hóss, que “tratase” con gas al mayor número posible de judíos. Hacia el final, cuando se presentó a dar testimonio Pinchas Freudiger, miembro del consejo judío de Hungría, y después de que un hombre presente en el recinto lo acusara de ser el responsable de la muerte de su propia familia, el juicio se sumió en el caos. Todo se agravó cuando el juez Benjamín Halevi le preguntó a uno de esos testigos si nunca había pensado en asesinar a Eichmann. No obtuvo respuesta. Con eso, Halevi había logrado su objetivo de de¬mostrar que de algún modo, los dirigentes del Consejo judío-salvo raras excepciones-tenían sus “culpas” de lo ocurrido a su pueblo.
El 20 de junio, diez semanas después de iniciado el juicio, Adolf Eichmann subió al banquillo de los acusados. Fue bastante vago y por momentos, sumamente locuaz. El juez se vio obligado a interrumpirlo varias veces: “Nadie le pidió que diera una lección general… Le hicieron una pregunta específica”. Pero el acusado insistió con su verborragia. Y obtuvo resultados. El New York Times publicó que -no parecía “ni resentido ni insolente” cuando “abundaba en frases burocráticas” y que por lo tanto, “no vale la pena odiarlo”. Según Lipstadt, el interrogatorio de Hausner contuvo muchas fallas. Debemos a Halevi el mérito de haberle inducido a decir la frase que lo habría condenado. Fue cuando Eichmann, para demostrar que no había sido antisemita, contó que había propiciado la fuga de una pareja de judíos vieneses, y en el momento de explicar cómo lo había hecho, se le escapó: “Toda ley tiene su trampa”. A partir de ese momento, ya no pudo decir que había cumplido con las leyes de su tiempo”
En diciembre, Eichmann fue sentenciado a muerte. Algunas autoridades morales del país, como Martin Buber, Yeshayahu Leibowitz y Gershom Sholem, pidieron que la cosa se frenara allí. Ben Gurion, aunque había luchado para que no se incluyera la pena de muerte en el código penal israelí, discutió el tema con Martin Buber, pero no se dejó convencer. Resultó decisiva la postura del poeta Uri Zvi Grinberg: “Buber puede renunciar al castigo por la muerte de sus padres si ellos fueron asesinados por Eichmann, pero ni él ni cualquier otro Buber puede pedirme amnistía para el asesino de mis padres”. El 31 de mayo de 1962, Eichmann subió al patíbulo.
El mérito del libro de Lisptadt es haber recuperado las grabaciones del proceso sin detenerse en el reportaje de Hannah Arendt publicado en el New Yorker y luego recogido en su libro La banalidad del mal. Pero hay un capítulo dedica¬do a Arendt, y no la deja bien parada. “Arendt estuvo ausente del recinto durante buena parte del juicio”, hace notar Lipstadt. “Lo suyo fue un abuso de confianza frente a los lectores.” Y destaca que Arendt escribió que “hablar hebreo era una comedia”, describía a los policías israelíes como “parecidos a los árabes”, “brutales” y “capaces de obedecer cualquier orden”, imputaba sin pruebas alguna a los sionistas de “hablar un lenguaje no demasiado distinto del de Eichmann”, tenía palabras despectivas para el Consejo Judío, al que definió como “siniestro, sórdido y patético”. Aunque al final, Arendt se mostró favorable a la pena de muerte. Y debe su contribución al hecho de que, si en Núremberg el centro de atención habían sido los verdugos, ahora había llegado “la hora de las víctimas”. Los judíos. Y ése, escribe Lipstadt, es el legado más significativo que nos dejó ese juicio que concluyó en 1962, cuando las cenizas de Eichmann fueron esparcidas en el mar.
LA NACION