23 Aug Van Persie: el artista que trabaja en las áreas rivales
Por Ariel Ruya
Estéril con sus manos, habilidoso con los pies y rebelde por naturaleza, el pequeño Robin tenía algo claro: no iba a dedicarse al arte. Su madre pintora y su padre escultor le habían creado un mundo de acuarelas, un universo de belleza que el chico travieso destrozaba con pelotazos. Sus hermanas Lilly y Kiki armonizaban con el mandato familiar, pero el niño rompía pinceles, tanto como redes: su verdadero mundo era el área. El área rival. “Soy un perfecto inútil con mis manos. Creo que puedo ser feliz con mis pies”. La frase resultó una bofetada en la cena familiar, pero si algo tenía el desgarbado personaje era un cerebro de acero. Con el tiempo, Robin Van Persie llegó a decir: “El fútbol puede ser un arte”. Lo ha logrado: sus goles, aunque sin trofeos ni vueltas olímpicas, representan algo así como una obra de arte. Escultura de artillero fino, elegante, de látigos impredecibles y repentinos.
No fue un chico fácil. “Tiene suficiente personalidad”, advertían. “Es muy inteligente, pero disperso”, aseguraban, antes de despedirlo de las clases por su dudoso comportamiento, siempre con un imaginario balón en su cabeza. Se crió en un barrio de Rotterdam matizado de tentaciones. Kralingen, su cuna, era la síntesis exacta de Robin: vieja ciudad independiente, se incorporó a la geografía de Rotterdam apenas en 1985. Tan conflictiva y rebelde como él.
La pelota ofició de maestra: para Robin, el fútbol resultó una descarga emocional en su pequeña cárcel de pinceles y retazos. “Yo veo el campo de juego como un lienzo. Es mi espacio para expresarme”, solía contar el chico de mal genio, peleador callejero y goleador implacable en cada parque holandés. Excelsior descubrió su apetito, y Feyenoord encontró un goleador hecho y derecho. Allí hizo su presentación, sus tantos y sus desplantes con un par de entrenadores, hasta saltar a Arsenal y el seleccionado (70 partidos, 30 goles). El profesor Arsène Wenger le enseñó buenos modales y un par de conceptos de fútbol arte. Sin embargo, Van Persie es, en esencia, un indomable. En el área y en la vida. Durante junio de 2005, fue a prisión durante dos semanas por un presunto caso de violación, rápidamente clausurado por falta de pruebas. Cuentan esta anécdota: “Debes cambiar tu vida”, lo desafió el maestro de Arsenal. “Dígame qué, sé que puedo hacerlo”, contestó. “Sólo tú debes descubrirlo”, fue el mensaje. Escupir demonios, de eso se trataba.
Arsenal fue su quita penas. Goleador, ídolo y capitán cuando las otras estrellas fueron abandonando aquel barco de artistas. Tantos goles, tanta magia, apenas para embellecer decorados. Los trofeos eran para otros. La vieja Copa UEFA con Feyenoord, en 2002, y dos trofeos de cabotaje con el elenco británico, la Community Shield y la FA Cup, en 2004 y 2005, lo encontraron más maduro, pero más vacío. Goleador extraordinario sólo para tablas imaginarias de artilleros, golpeado con diversas y serias lesiones de tobillo, víctima de sus piernas de papel, ni en el seleccionado descubrió felicidad, fastidioso con el entrenador y con otras figuras de nombre estelar. Ni siquiera saboreó la final del Mundial de 2010, suerte de pescador en un océano sin vida.
Goles y más goles en Manchester United no sólo reflejan su renovada felicidad: lo que más desea es una vuelta olímpica, ceremonia virgen para un delantero de sus quilates. Con Bouchra, su mujer, una bella descendiente de marroquíes y dos hijos, Shaqueel y Dina Layla, cada paso en la nueva escalera de su vida puede llegar al mismo cielo. “Ahora tengo todo lo que quiero”, declara el hombre que durante ocho temporadas en la formación londinense había lanzado 96 pases a la red en 194 encuentros. Bestia del área.
El fútbol argentino es su debilidad. El buen pie, su declaración. Sebastián Verón, primero; Román Riquelme, después. “Disfruté mucho mirándolo. Estoy seguro de que no fui el único que vio su clase”, escribió en Twitter luego de un 2-2 entre Arsenal y Boca, cambio de camisetas mediante, en julio de 2011. Sin embargo, es Diego Maradona su verdadera inspiración.
Será aquel talento. Será aquella rebeldía. Será aquella personalidad. Van Persie, incapaz con las manos e ingenioso con los pies, se hizo futbolista, entre otros asuntos, cuando lloraba frente al televisor con la imagen de Diego, en andas, en México, con el trofeo más maravilloso. Vio esa imagen cien veces. “Me obsesiona ese video, no sé cuántas veces lo he visto. Lo miro y lloro, por que tal vez nunca pueda tener esa copa entre mis manos”, advirtió apenas tiempo atrás. A los 29 años, Van Persie escala montañas. Con goles de todos los colores, su vida se parece a una acuarela.
LA NACION