09 Aug Entre el gringo y el platero, La Pampa esperanzada
Por Gladys Sago
Andaba por los campos con toda la carga del nomadismo de su pueblo. Ramón Cabral compraba, vendía, hacía trueque para llevar enseres y productos al puñado de mujeres, hombres y niños que le legara su padre, el Ramón Cabral original, “el Platero”.
Tantas veces el hombre debe haber desandado los pasos del que según Lucio V. Mansilla fuera uno de los tres grandes caciques de la población ranquelina o rankülche (gente del carrizal), gran conocedor de la agricultura y ganadería que se dedicaba a la cría de ganado y al oficio de orfebre, por eso el apodo de “Platero”, que aprendió a descifrar los mensajes de las piedras, el len¬guaje escrito en la tierra cuarteada, el prodigio nuboso que avisaba de la lluvia y el destino incierto de una estrella erran¬te, para sostener el linaje Nawel (tigre, felino del monte) del que provenía su familia.
Después de la Campaña del Desierto, en 1879, el cacique Ramón Cabral se rindió al gobierno y se estableció en el sur de Córdoba con su tribu; el territorio que ocupaban era la (actual) Estancia El Tala, que se encuentra a 5 kilómetros al norte de Villa Sarmiento, al sur de la provincia de Córdoba, en el Departamento General Roca y a 50 kilómetros del límite con la provincia de San Luis.
Por esas paradojas que no dejan dudas sobre la existencia de un hilo conductor de la historia en la región, en ese sitio donde la sangre derramada en los enfrentamientos con las tropas se metió de prepo en el médano, para marcar territorio en tachonados campos de lila o amarillo a fuerza de florcitas que contrarrestaran la pampa agreste; perdura un nombre de estancia -Ralicó- que fuera el de una laguna que definió al paraje que mucho antes de los límites provinciales y del alambrado prestó la nomenclatura primero a la estación ferroviaria y después con el agregado de una vocal, a un pueblo: Realicó. Las tierras aledañas a la Laguna del Cuero se habían convertido en el límite efectivo entre el Estado y el dominio indígena; cerca, hacia el Norte, se hallan dos monolitos que hacen referencia a que en el lugar habitó Ramón “El Platero” con su tribu. La familia Cabral regresó a La Pampa en 1886 y fueron asentados en General Acha (la primera capital del territorio); el cacique Ramón residió desde entonces allí, donde falleció el 1° de mayo de 1890.
Tierra de labranza
Casi diminutos, los eslabones de las tres cadenitas de plata que tienen dos pequeños pasadores con sendas cabezas de caballo talladas en relieve y forman una unidad que se engarza en un gancho remiten a una época más cercana, a una tierra de labranza allá por 1917, donde un joven inmigrante piamontés, José Ballari, mientras empuñaba un arado mansera había empezado a vislumbrar una familia, a la que
se abocó a conformar casi de inmediato. En el “campo Lavalle” -como el “gringo” lo llamaba, porque eran predios que pertenecían a Ricardo Lavalle (donde había una estación de tren, boliche y escuela, como tantos mojones del poblamiento) y estaba ubicado a escasos kilómetros al sur de Realicó- los mercachifles y vendedores ambulantes eran visitas cotidianas. Y hasta esos pagos se llegó el hijo de “el “Platero” para cambiar esa cadenita por un lazo campero.
Entre insomnes recuerdos de los cuentos del abuelo, aparecen el modo amable de negociar del ranquel y la referencia al trato con sus paisanos mapuches de Chile, con quienes comerciaban a principios del siglo XX, con la misma intención de intercambio que se busca ahora cuando se termine de concretar el Paso Pehuenche.
Se adivina sigiloso en el andar al Cabral que recibió el legado; con la mirada cansada de tanto deslizaría entre pasto puna y el jarillal para atesorar una prolija imagen de esa llanura que recorría sin culpa por sentirla propia. Evoca tristeza y soledad la época; desarraigo y desasosiego por igual entre aquellos dos hombres obstinados en dar de comer a su gente, en construir su hogar y afincarse para siempre. Rodeados de un par de perros flacos, el viento debe haberlos despeinado un poco mientras entremezclaban tres lenguas en un inimaginado diálogo para acordar un trato; sin papeles, sin firmas de por medio, tal vez -como entonces- sólo el apretón de manos. Es seguro que tenían total falta de certeza -porque para ellos se trataba de la vida- de que ese gesto humano de compartir con el otro lo que necesitaba dejaba en aquel desierto el perdurable precedente que marcó la idiosincrasia pampeana, que como un eco implícito repite la consigna.
Enganchada en el cierre de la cadena está la medalla de Víctor Manuel II, que llegara en los baúles desde Italia; y nada más rural que las cabezas de los caballos para imponer la mística que trae como resultado inexorable de la ecuación entre el “gringo” y el “platero”, a La Pampa esperanzada, nutrida por sus huesos.
LA NACION