Curvas del misterioso camino del whisky en Escocia

Curvas del misterioso camino del whisky en Escocia

Por Franco Varise
Encarar el camino del whisky por tierra escocesa exige ciertas condiciones: tolerancia, autocontrol y estar libre del pecado de la abstinencia. Cualidades, las dos primeras, que uno creía haber cultivado y, la tercera, por fortuna, no era un problema personal por atender.
Todo empieza en el castillo de Edimburgo, hacia donde nos dirigimos para la primera cata de whisky como invitados de Diageo, la empresa propietaria de la marca Johnnie Walker. El castillo corona la ciudad desde un promontorio de piedra. Abajo las casas y los edificios bajos echan humo desde sus chimeneas que parecen haber sido concebidas antes que las construcciones -o más bien, las casas, son como la excusa para la chimenea-. Observo al pasar que no hay perros por la ciudad.
El escocés Dave Broom, periodista y uno de los mayores especialistas en el mundo del whisky, aguarda en un salón frente a una mesa jalonada por copas cortas de vidrio. Son filas de seis para cada uno de los miembros del contingente de periodistas de América latina. En cada una hay una medida de whisky. “Tengo mucha suerte: ¡Soy escocés y me pagan para beber!”, brama Broom.
Las notas sobre producción de whisky, una bebida que posee un origen misterioso (nadie sabe cuándo ni dónde empezó), surgen precisamente en este castillo hacia 1494 a través de un memo de impuestos de Jacobo IV de Escocia. Luego, durante unos 200 años, no hubo noticias del destilado o aqua vitae (agua de vida, en latín). Sólo a partir del siglo XVIII comienza la verdadera historia comercial y masiva del whisky escocés. Como sea, esta histórica puede leerse en Wikipedia y, ahora, seis copas me esperan.
En la primera, Broom sirvió un whisky de granos (Cameron Brig), que, según el especialista, es el que amalgama todos los otros whiskies cuando se trata de crear un blend (combinación de distintas maltas simples). En la segunda, hay un single malt Linkwood; en la tercera, Cardhu; le sigue el Mortlach, Talisker y, al final, como resultado del blend, un etiqueta negra de Johnnie Walker. Las palabras “oler” y “aroma” sintetizan casi todo lo que uno debería saber sobre esta “agua de vida”. Desde la lengua al cerebro comienzan a activarse las terminales nerviosas que confluyen en la memoria olfativa más íntima de cada persona. Ahí, en el fondo del cerebro, es donde se produce el efecto “whisky”. Por eso existen tantas discusiones sobre cuál es el mejor whisky; es que el efecto en esa “nostalgia aromática” resulta diferente de acuerdo con lo que uno asocia en ese momento. Caoba, frutas secas, humo del hogar a leña o el perfume de una ex novia pueden revelarse en el paladar a partir de sencillos ingredientes como la cebada malteada, levadura y agua.
Cuando la cata concluye, las copas quedan relucientes -por lo menos en mi caso-. Ahora hay que descender del castillo para continuar el camino. La sensación es de liviandad. Nadie tropieza. Y ése es un buen comienzo. Con el grupo viaja como compañía especializada Ian Williams, un hombre que durante los últimos treinta años dedicó su vida a probar whisky como gerente de varias destilerías. Williams me cuenta que Escocia tiene cinco millones de habitantes y unas ocho millones de barricas estacionadas (no menos de tres años para lograr la denominación de origen) producidas en 100 destilerías dispersas por todo el país. Insiste en la palabra smell (oler) para que no perdamos nuestra senda a la hora de entender de qué va esto del whisky. Le hago caso hasta donde puedo…
Pocas horas después en The Scotch Whisky Experience terminamos enfrentándonos con la colección de botellas de whisky más grande del mundo. Son 3384 botellas nunca abiertas ni duplicadas, que atesoró el brasileño Claive Vidiz hasta que Diageo se las compró. La visión es muy bella: la más antigua data de 1897. Sobre una mesa aparecen unos cócteles realizados a base de whisky. La idea de las grandes empresas es que esta bebida podría complementar su tradicional imagen de “hombre-pipa-fuego” para ingresar en las barras como el vodka o el gin. Suena a herejía hasta que al probar el primer trago noto que la cosa funcionaría bien. “El whisky es diversión”, arenga Williams. Nadie lo contradice. Es que algo de la niebla externa se había colado por detrás de los ojos de todos.
Dave Broom -sólo Dave en adelante- todavía nos acompaña después de la cena hasta el pub (tavern para los escoceses). Le hago una propuesta: que pruebe el whisky argentino (“nacional” como lo conocemos nosotros). Entre el equipaje antes del viaje guardé una pequeña botellita que, justo en ese momento, llevo en el bolsillo. Dave acepta sorprendido, pues no tenía ni la menor idea de que existiera tal cosa en la Argentina. Sugiero que a su monumental enciclopedia sobre el whisky en el mundo le falta este capítulo por más trágico que pudiera ser. El whisky nacional tiene historia en nuestro país. Incluso algunos tangueros como Aníbal “Pichuco” Troilo manifestaron que preferían el whisky nacional al “importado”. Esto motivó mi insolencia que a esa hora, con la niebla detrás de la persiana mental, sonaba a travesura.
Dave mira la extraña “petaca”. Primero anota todos los datos de la etiqueta como un fanático (“pruebo mucho porque siempre encuentro algo nuevo”, dice). Luego abre la botellita, derrama unas gotas en su mano y sigue anotando (“es una rareza”, agrega); entonces sirve un poco en una copa, lo corta con agua (mientras anota) mueve el recipiente, huele y hace algunas muecas que no llego a descifrar. Finalmente lo prueba:
-Es bueno. No es malo. Es joven, un poco agresivo y tiene un carácter muy metálico. Lo que me gusta es que conserva la dulzura. Ustedes tienen muchas condiciones para hacer buenos whiskies…
Al otro día, luego de un par de Uvasal, el tour de force continúa por la ruta A9 (impecable y sin peajes) hacia las highlands (tierras altas). El paisaje de postal, con ovejas y campos verdes, trastoca a medida que ganamos altura hacia un color ocre neblinoso entre colinas rojizas. No veo perros en el campo; una ausencia que empieza a obsesionarme. La variedad cromática externa resulta tan similar a la del whisky que uno puede comprender algo del amor de los escoceses por esta bebida: es como una porción de su tierra en un vaso. En las destilerías Dalwhinnie, Glen Ord y Clynelish, que forman parte de la recorrida institucional, emerge entre los aromas del mosto la concepción que rige a esta industria global. Edificios de diseño tradicional en el medio del campo con alambiques aún de cobre, barricas de madera sobre el piso de tierra y algo de maquinaria moderna: sólo la indispensable. Uno se siente bien al pensar que la botella que abre en su casa a miles de kilómetros proviene de un lugar como éste. De la partida allí fueron unas cuantas medidas de The Singleton, un whisky tostado con un sabor frutado, un Glen Ord muy profundo en el paladar y un Clynelish directamente de la barrica.
Al final aterrizamos en el castillo Aldourie, una construcción de 1600 sobre el Lago Ness. Algo me hace acordar a Edgar Alan Poe o a Lovecraft. Antes de la cena, Ewan Gunn, embajador global de la marca, invita a una excepcional cata de Johnnie Walker en sus múltiples etiquetas. En la cena todos compartimos whisky en el quaich , un recipiente común que va pasando de mano en mano, como símbolo de la fraternidad del bebedor y, después de la cena (haggis, un plato típicamente escocés hecho con el estómago del cordero), Ewan plantea un desafío de snooker -una especie de pool- en uns sala donde no falta una bandeja con todos los whiskies imaginables. Tras ganar la partida de tres horas, y sin que el hecho de que el vaso de whisky siempre a mano socavara su cordialidad, Ewan decide retirarse. Ahí comienza a titilarme el cartel interno de “consumo responsable” y también decido buscar mi habitación con nombre de mujer: “Loraine”. Tras una media hora perdido en el castillo, logro dar con ella gracias a la ayuda de una especie de mayordomo dispuesto a asistir a los parroquianos.
-¿Murió alguien en esta habitación? -atino a preguntarle…
-Dos personas -responde y se pierde silencioso por el pasillo.
Tras dos noches con pesadillas en el castillo -un hecho compartido por otros colegas- la revelación sobre la ausencia de perros y el whisky llega como un rayo. Vinicius de Moraes dijo alguna vez que el whisky era el mejor amigo del hombre: “Es un perro embotellado”.
Así, antes de despedirme frente a la niebla que cubre el oscuro Lago Ness, descubro, pues, dónde podrían estar escondidos todos los perros escoceses.
LA NACION