13 Apr La puerta condenada
Por Laura Ramos
Fueron las misteriosas coincidencias que rodean a dos breves cuentos de Julio Cortázar y Adolfo Bioy Casares las que me llevaron a viajar a Montevideo un par de semanas atrás. Me dirigí a la calle Soriano con el propósito de encontrar la puerta-trampa oculta tras el armario de la habitación del segundo piso del hotel Cervantes. Sabía que en los últimos tiempos el Cervantes había celebrado una asamblea de francmasonería y hasta alojaba swingers , pero no imaginé que una tenebrosa tela negra con la leyenda “Obra en construcción” me impediría la entrada. La antigua fachada sigue en pie, pero el segundo piso está tapado por la tela; sólo en un extremo del edificio un lúgubre cartel de vidrio sin luz reza “Hotel Cervantes”. Lo rodean casas decrépitas, un viejo teatro en ruinas, ventanas clausuradas, establecimientos comerciales que parecen haber cerrado sus persianas hace años.
“La puerta condenada”, de Cortázar (1956), y “Un viaje o El mago Inmortal”, de Bioy Casares (1962) son, a primera vista, casi idénticos en argumento. En los días en que escribió su cuento, Bioy estaba solo en un hotel de Portofino, leyendo a Dante; Cortázar escribió el suyo mientras leía un libro sobre vampiros en una casa rodeada de bosques, en Francia. En su ensayo “Historia de dos cuentos”, Vlady Kociancich consigna que los dos escritores se encontraron en Buenos Aires en 1973 “para reírse juntos de un plagio sin plagiarios cuya impecable confección desmorona la suspicacia del más vigilante de los críticos”. Bioy achacó los parecidos a la casualidad, porque Bioy creía en el azar. Paul Auster escribió sobre el azar dos libros ( El cuaderno rojo y La música del azar ), si no toda su obra. (En matemáticas, el azar puede ilustrarse con un juego de dados: cuando se arroja un dado, excepto que una cara esté cargada, existe la misma probabilidad de que salga cualquier número. Cada cara tiene 1/6 de probabilidades de salir.)
Pero Cortázar sostuvo que en este azar había un mensaje indescifrable, una tercera voluntad. Su relato, tanto más fantasmagórico ya que su ánima errante es el alma condenada de un niño, empieza así: “A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto”.
Las habitaciones vacías y los ocupantes fantasma no son extraños a la tradición de la literatura fantástica, pero la coincidencia argumental entre los dos cuentos es rara y la hacen más rara aún las coincidencias en los detalles: un comerciante que viaja a Montevideo y una trama en la que inexplicables voces procedentes de una habitación del hotel turban el sueño del protagonista. Ambos personajes viajan desde Buenos Aires en el barco de la Carrera (curioso nombre para un navío que tardaba toda una noche en cruzar el Río de la Plata).
Borges, que también frecuentaba el Cervantes, debía de tener los gustos de Petrone y de Cortázar: “Yo quería que en el cuento quedara la atmósfera del hotel Cervantes porque tipificaba un poco muchas cosas de Montevideo para mí. Había el personaje del Gerente, la estatua esa que hay (o había) en el hall, una réplica de Venus, y el clima general del hotel. Entre la cama, una mesa y un gran armario que tapaba una puerta condenada, el espacio que quedaba para moverme era el mínimo” (Cortázar, 1973). La cadena Fën Hotels invirtió ocho millones de dólares para convertir al Cervantes en un hotel-boutique con ochenta y cinco habitaciones, un salón de eventos, restaurante, salas de lectura y spa: el Esplendor Cervantes. Según la información que me proporcionó un albañil, el segundo piso seguirá albergando habitaciones para huéspedes.
Es evidente para mí que los intrépidos empresarios no adscriben a la teoría del mensaje indescifrable o de la tercera voluntad, porque si creyeran en fantasmas y apariciones, como Cortázar, ¿acaso se atreverían a alojar a un huésped cinco estrellas en la habitación de la puerta-trampa? De acuerdo con mi fuente testimonial, de la Venus no quedan rastros.
La Nacion