07 Jul El olvido de reparar a la víctima
Por Diana Cohen Agrest
Una noticia policial perdida entre otras condensa la distorsión de las políticas públicas que desafían la racionalidad del derecho.
“Cara Cortada”, el apodo de uno de los “angelitos” de la Yaqui, la imputada de liderar una banda de narcotraficantes en Mendoza, está alojado en un centro de detención juvenil, acusado de por lo menos cinco homicidios. Pese a semejante prontuario, será sometido a una cirugía facial reparadora, con el fin de que se que le borre la cicatriz que tiene en el rostro. El ministro de Salud mendocino, Matías Roby, justificó su autorización: “Él está estigmatizado por las marcas”. El borramiento fisonómico le facilitaría, según adujo, su reinserción en la sociedad, dando por sentado que un asesino multirreincidente tiene derecho a vivir en libertad.
A su favor, y a modo de letanía, se suele citar el artículo 18 de la Constitución Nacional: “Quedan abolidos para siempre la pena de muerte por causas políticas, toda especie de tormento y los azotes. Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”. De allí que sus redactores -en vista de las torturas comunes en la época de su redacción, y todavía no erradicadas en nuestro país, que tanto se ufana del respeto de los derechos humanos- se orientaron a garantizarle al reo cierta seguridad relativa. ¿Cómo se tradujo el texto de nuestra Carta Magna a los ideales de reinserción a la sociedad?
Tras la firma de los pactos internacionales, durante la tan denostada era menemista, se sancionó la ley 24.660 de ejecución de la pena privativa de la libertad, que dice en su artículo 1: “La ejecución de la pena privativa de la libertad, en todas sus modalidades, tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley procurando su adecuada reinserción social, promoviendo la comprensión y el apoyo de la sociedad”. Y cuando se invoca al Pacto de San José de Costa Rica en defensa del reo, se omite el artículo 4 de ese Pacto, que declara expresamente el derecho a la vida: “Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley […]. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente”. Por añadidura, si el discurso jurídico-penal es una construcción que debería estar al servicio del bien común, la sumisión a los tratados internacionales sin atender a la posibilidad de su revisión -contemplada por los mismos tratados- sólo exhibe la ausencia de voluntad política para proteger el derecho a la vida, sentido fundacional del Estado de Derecho.
En vista al respeto al derecho humanitario, la ley contempla que el reo goce de prerrogativas penitenciarias que le fueron negadas a la víctima: desde la posibilidad de trabajar con un régimen de retribución salarial digno hasta la facultad de iniciar y proseguir los niveles de escolaridad y de desarrollar actividades intelectuales, artísticas, recreativas y familiares. Una vida sin libertad física permite construir un proyecto de vida, en el marco de los límites impuestos en espacios de encierro. Todas esas expresiones de la vida les fueron arrancadas de una vez y para siempre a las víctimas y -como lo prueba el tristísimo fin del papá de María Cash- a quienes las lloran, quienes enferman o mueren prematuramente. Pues nuestra injusta Justicia es la resultante de la aplicación de un derecho penal que, en lugar de volcarse a reparar a la víctima, opera al servicio de la excarcelación de los condenados.
El término “estigma”, desvirtuado, es un llamado de atención sobre los conceptos de un imaginario que aplica categorías de la sociología y la antropología crítica en contextos radicalmente heterogéneos de aquellos para los que fueron acuñados. Cediendo a una petición cobijada en el ideal de la reinserción en la sociedad, cualquiera puede delinquir y luego “yabranizarse”, a sabiendas de que la deuda será condonada con el erario público al que aportan los contribuyentes. Cuando por justicia las políticas públicas no deberían valerse de la salud emocional de los homicidas para modificar las condiciones de la pena o hasta para validar su excarcelación. Se trata de una noción extrajurídica que cae, o debería caer, fuera de la competencia del derecho orientado a hacer justicia.
Dado el altísimo nivel de reincidencia en delitos gravísimos y, en esta historia de vida, el cargar con cinco muertes, la ciudadanía debe imponer un debate soslayado hasta hoy: ¿acaso amparándose en un discurso jurídico-penal desacreditado, un asesino reincidente puede invocar una alternativa que le allanará la vida en libertad? ¿Y qué quedó de la “democratización de la Justicia” cuando la sociedad reclama que las penas del Código todavía vigente sean cumplidas en su totalidad, y hasta exige la pena perpetua? Esa pena perpetua hoy en extinción, no por su falta de consenso social, sino por un artilugio legal: según se alega, la pena perpetua no se aplica, y como no se aplica, debe ser derogada.
En la misma provincia mendocina, mientras se le concedía la cirugía estética a un quíntuple homicida, una madre de dos niños, con apenas 46 años, padecía cáncer de mama con metástasis. Su última esperanza era una droga oncológica importada que, declarada de “uso compasivo”, fue liberada por la Aduana de Buenos Aires. Una jueza ordenó suministrar el medicamento al gobierno mendocino, que no gestionó el envío de la droga. La inversión de la víctima y el victimario produjo, una vez más, este sinsentido: se privilegió “desestigmatizar” a quien jamás debería salir de prisión y se despreció la vida de una inocente.
No por remanidas son menos ciertas las lúcidas palabras de Einstein: “Hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y del Universo no estoy seguro”. Cuando la clase dirigente se divorcia de los valores que se comprometió a proteger, cuando usa los recursos públicos para invertir el orden entre la víctima y el victimario, se perpetra violencia. Hacia las cinco víctimas, cuyos rostros ultrajados ni siquiera pueden portar una “identidad manchada”, según la expresión acuñada por el sociólogo Erving Goffman. Y hacia la sociedad toda, forzosamente cómplice de un ejercicio de poder tan arbitrario como irracional.
LA NACION