“Pareciera que esta civilización no nos deja morir en paz”

“Pareciera que esta civilización no nos deja morir en paz”

Por Nora Bär
El 6 de julio del año último, cuando estaba por cumplir 80, el gran neurólogo y escritor Oliver Sacks publicó en The New York Times una deliciosa columna en la que afirmaba que sentía “no un encogimiento, sino una expansión” de su vida mental, con la posesión de múltiples posibilidades de las que no había gozado en su juventud. “No pienso en la vejez como una época cada vez más sombría, sino como un momento en el que de alguna manera tenemos que hacer lo mejor”, escribió. El título de esa invitación al banquete de la vida fue “La dicha de la vejez”. Pero con una aclaración: “No es chiste”. La definición no sorprende si se tiene en cuenta la imagen diametralmente opuesta que en estos días existe de esa etapa que transita un grupo creciente de la población mundial, gracias a la prolongación de la expectativa de vida que los avances médicos y sanitarios hicieron posible en las últimas décadas: salvo excepciones, los “viejos” son vistos como “infantes que no entienden” o como trastos inútiles que nadie sabe dónde ubicar.
La bióloga y bioeticista Susana Sommer percibió ese doloroso “no lugar” social que hoy se asigna a la tercera y cuarta edades, y decidió abocarse a explorarlo. En su último libro, Según pasan los años (Capital Intelectual, 2013), que recorre varias de las preguntas con que nos interpela la vejez, escribe:
A veces adoptamos la actitud de ignorar el envejecimiento como una suerte de cábala, para pensar que no va a ocurrir. Pero fundamentalmente porque nos resistimos a pensar en la pérdida de integridad corporal, en la disminución de nuestra lucidez mental, en el menoscabo de la propia independencia.
Sommer no se concentra tanto en ofrecer respuestas, que confiesa no tener, como en subrayar la necesidad de traer a primer plano dilemas que se están haciendo cada vez más complejos a fuerza de negarlos.
Nacida en Buenos Aires y egresada del Colegio Nacional de San Isidro, Susana Sommer siempre tuvo en claro que lo suyo era la ciencia. Optó por la biología, investigó en genética, pasó de las bacterias a los seres humanos, y se encontró con la fertilización asistida y los movimientos feministas, una combinación que iba a catalizar su interés por la bioética. “En los movimientos feministas la mayoría de las investigaciones venía de la psicología y la sociología, pero había temas dentro de la ciencia que eran dignos de ser estudiados -cuenta-. Yo pensaba que una cuestión que debía ser analizada era cómo aceptaban las mujeres la fertilización asistida, qué cosas las beneficiaban y cuáles no. También me parecía importante discutir cuál era el papel que tenían las mujeres en la investigación. En ese tiempo, los autores, tanto hombres como mujeres, tendían a firmar con una inicial y el apellido. Siempre me acuerdo de que una amiga fue a un congreso y se encontró con un colega que le dijo: ‘El que es muy bueno es el trabajo de este tipo’. Entonces, ella le contestó: ‘Ese tipo soy yo’. A él ni se le había ocurrido que el autor de esa investigación podía ser una mujer.” De esa problemática surgió su primer título, De la cigüeña a la probeta (Planeta), al que le siguieron, Genética, clonación y bioética y Por qué las vacas se volvieron locas (ambos publicados por Biblos).
Hoy, Sommer, integrante de la Comisión Mundial de Ética en la Ciencia y la Tecnología, de la Unesco, y docente de posgrado en la maestría de biología molecular médica en un proyecto de Exactas, Farmacia y Medicina de la UBA, donde dicta un curso de ética, está también a cargo de un curso de percepción pública de la ciencia en la Carrera de Especialización en Biotecnología Industrial e integra la Comisión Nacional de Células Madre del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva.

-¿Qué la atrajo a pensar sobre la vejez?
-Probablemente tenga que ver con mi propia situación cronológica, pero me pareció interesante tratar de comprender, indagar qué es lo que pasa en la vejez normal, no patológica. Además, intuí que es un tema de esta época. Antes había muchos jóvenes que trabajaban y pocos ancianos; ahora se invirtió la pirámide, no solamente en la Argentina, sino en el mundo. Hay mucha gente mayor, y eso plantea no sólo problemas de salud, sino también sociales y económicos sobre los que es necesario reflexionar. ¿Cómo deseamos pasar nuestros últimos años? Tenemos el desafío de indagar cómo viviremos esa etapa, no sólo como individuos, sino como sociedad.

-Cuando dice que es un signo “de época”, ¿en qué lo nota?
-Hay varias cosas que empezaron a llamarme la atención. Por ejemplo, durante muchos años, cuando ibas al cine o al teatro y había un personaje mayor, era un joven maquillado de viejo, con talco en el pelo y arrugas fabricadas con cosméticos. Ahora, de repente están apareciendo cada vez más películas donde hay gente mayor que hace. de gente mayor, lo que les brinda la posibilidad de seguir activos. Actores como Marcello Mastroianni y Giuletta Masina, en Ginger y Fred, o Judi Dench, que hace de M en las películas de James Bond, o Maggie Smith, una de las jubiladas de El exótico hotel Marigold y que además actúa en Downtown Abbey. Creo que el cine muchas veces da una medida, lo que uno ve ahí son chispazos, relámpagos de lo que pasa en la realidad. El tema surge porque está circulando. Empiezan a aparecer montones de films que reflejan lo que pasa con la vida de las personas que han dejado de trabajar. Hay roles para los mayores, porque además hay un público que consume roles de mayores. Si el público fuera excesivamente juvenil, no le interesaría esto. Lo mismo pasa con los libros. En ese sentido, es una llamada de atención sobre lo que está pasando con la edad.

-¿Se sabe por qué envejecemos?
-En el caso de la reproducción asexual, como ocurre con las bacterias, que se dividen en dos, no es posible definir los estadios de envejecimiento y muerte. Se sabe que la mayoría de los organismos multicelulares, pasada la época reproductiva, muestran una disminución progresiva en la eficiencia de los procesos fisiológicos. Pero el origen evolutivo de la senescencia sigue siendo un problema no resuelto de la biología. En 1990, un genetista ruso, Zhores Medvedev, hizo una lista y ordenó unas 300 teorías sobre el envejecimiento. Frecuentemente, las hipótesis se vinculan con el área de investigación de quienes las formulan. Los neurólogos la atribuyen al daño acumulado en las neuronas; los cardiólogos, a deterioros en el corazón y las arterias; los biólogos celulares, a la acumulación de radicales libres, y también se adjudica a razones genéticas. En el gusano Caenorhabditis elegans, que vive dos a tres semanas, se encontró un gen que controla la longevidad y cuya mutación duplica su tiempo de vida. Y en seres humanos se encontraron 18 genes que llevan a la pérdida prematura de pelo, 30 responsables de un acelerado envejecimiento cardiovascular y más de 50 alteraciones asociadas con la senilidad. Pero hay que ser muy cautos al hablar de genes relacionados con determinadas características o cualquier otro fenómeno, porque éstos no actúan en el vacío: si uno coloca dos gajos de una misma planta en lugares con altura, clima y humedad diferentes, se obtienen arbustos distintos. Siempre hay una interacción entre los genes y el medio ambiente.

-Usted plantea que es posible un envejecimiento en plenitud; sin embargo, lo que predomina es una imagen infantilista o de inutilidad del anciano.
-La discriminación por edad es un prejuicio tanto o más arraigado que el machismo o el racismo. Pareciera que por ser viejos, inmediatamente nos convertimos en discapacitados mentales o en niños. De hecho, es frecuente que para dirigirse hacia los mayores se los llame “abuelos”, aunque no hayan tenido hijos, o que se los tutee sin que exista familiaridad alguna. Me interesaba analizar qué cosas se van modificando con la edad. ¿Uno qué pretende? Envejecer con elegancia y donaire. O sea, aceptar los cambios lo mejor posible. De hecho, a muchos de nosotros hay cosas que ya ni se nos ocurre hacer, pero tampoco nos largamos a llorar porque no podemos hacerlas. Hacemos otras. Un mensaje que quería dar es que hay alternativas. En lugar de llorar amargamente por lo que se pierde, aparecen nuevas posibilidades, diferentes opciones.

-¿Qué papel juega el problema económico?
-Si uno no tiene acceso a la salud, ni a los remedios que necesita, ni a una comida digna, todo lo demás no le interesa en lo más mínimo. La falta de dinero es un tema grave. La situación más temida es terminar la vida sin tener para comer. Pasar de ser activo a ser jubilado es un cambio de estatus económico tremendo, pero que no se resume sólo en dejar de trabajar, sino también en muchos casos en una pérdida de identidad y en carecer de un grupo de pertenencia. Por eso, una agenda para la vejez no puede ser reducida a temas de salud y jubilaciones, está en juego la creación de nuevas instituciones sociales. De la misma manera en que todos consideramos que la educación debe ser obligatoria y universal, uno debería pensar que el acceso a ciertos derechos, no importa la edad, debería ser imperativo.

-Evidentemente, la sociedad está diseñada para personas que trabajan hasta los 65 y no sobreviven mucho tiempo, pero ahora cada vez son más los que tienen 20 o 30 años por delante. ¿Habría que concebir la vejez como una segunda oportunidad?
-Claro, la posibilidad de recuperar lo dejado, lo perdido. De la misma manera en que mucha gente retoma una vida diferente con una pareja distinta. Me acuerdo de mi mamá, que trabajaba como voluntaria enseñando dibujo en un hogar de ancianos. Cada vez que llegaba a casa contaba que algunas de sus alumnas tenían 92 años y decían: “Pensar que toda mi vida quise dibujar y ahora lo estoy haciendo”.

-¿Qué tipo de instituciones podrían ajustarse a esta masa enorme de personas que no encuentran su lugar?
-Un buen ejemplo es el Centro Cultural Rojas, que tiene muchas actividades y exceso de aspirantes a los cursos. Sin embargo, el problema de los prejuicios puede llevar a una paradoja. En muchos casos, al exponer que hay cursos y talleres para personas mayores, el interesado dice: “¿Qué voy a hacer en un lugar lleno de viejos?”. Y como este tipo de centros no abunda, sólo tiene acceso a esas actividades un grupo sesgado de la población, con buen nivel educativo y cultural, que toda la vida tuvo intereses y está buscando dónde depositarlos.

-¿Impera una miopía de la vejez?
-Hay una visión distorsionada. Entre los fenómenos novedosos está la larga vida posmenopáusica de las mujeres. Durante mucho tiempo era tan poco común que había que lograr que las mujeres siguieran menstruando por medios químicos, con la terapia de reemplazo hormonal. Ahora, con las nuevas técnicas reproductivas, se da la paradoja de que es posible seguir teniendo hijos ad infinitum: las hormonas pueden acompañar, pero no sé si las rodillas van a soportar la maternidad tardía. Es decir, que otra cara de la negación es pretender una juventud “a la fuerza”. Otro aspecto por tener en cuenta es el urbanístico. Por ejemplo, debería ser innecesario tener que pedir el agregado de barandas en los baños, que deberían estar por definición, porque la ducha puede ser un lugar peligroso, tanto para los viejos como para los jóvenes. Muchas veces los cines carecen de baranda para llegar a los asientos. Hay pocos lugares donde se puede ir con un familiar en silla de ruedas. Los bares tienen los baños en el subsuelo por escalera. Ésos son obstáculos muy sencillos de resolver, pero las soluciones no se ven. Y hacen que uno llegue a situaciones mucho más graves de dependencia porque el entorno urbanístico lo impone.

-¿Qué consecuencias tiene la falta de un marco institucional para la vejez?
-Ellos ven cercenadas sus posibilidades educativas, de integración, de esparcimiento. Uno de los grandes problemas que tienen los adultos mayores es la soledad, el aislamiento, ya que los miembros de su grupo de pertenencia se van muriendo. Antes, por ejemplo, en todas las plazas había canchas de bochas, que funcionaban como un punto de encuentro. Si hubiera mesas de ajedrez, los más viejos podrían enseñarles a jugar a los más chicos y transferirles lo que saben. Ésas son medidas para las que no se necesitan grandes inversiones. Igualmente sencillo y poco costoso es armar grupos de caminatas.

-¿Falta legislación sobre opciones para el final de la vida?
-Por ahora existe el testamento vital, un documento en el que se puede dejar asentado si uno quiere que se empleen ciertas medidas terapéuticas o no. Esto tiene sentido porque, aunque desde el punto de vista moral es lo mismo quitar un respirador que no poner un respirador, desde el punto de vista de la praxis es mucho más difícil pedirle a alguien que retire un respirador que no ponerlo. Hay situaciones que moralmente son equivalentes, pero las resoluciones de un modo o de otro no lo son. Si uno va tomando decisiones sobre sí mismo, les ahorra a los demás el peso de tomarlas por uno. Por otro lado, uno puede ir cambiando a lo largo del tiempo sus ideas, de modo que también debería ser posible modificar sus testamentos vitales. Que sean flexibles.
Cuando llegamos a un punto de no retorno, pareciera que esta civilización no nos deja morir en paz. Está la presión de la medicina, de la familia. Como uno no quiere que las personas que aprecia se mueran, o por lo menos no lo va a decir. Antes la gente se moría por ataques al corazón. Ahora tiene que haber muerte cerebral y se llega a contradicciones insólitas. Recuerdo haber estado en España y ver un titular que decía: “Debido a las mejorías en el manejo en las rutas ha disminuido el número de accidentes de tránsito, por lo cual ha bajado notoriamente el número de órganos para trasplantes”. Todo el mundo maneja mejor, pero, claro, hay menos órganos. A lo que estoy apuntando es a que tenemos que pensar qué hacer. Hoy los viejos pasan a ser tan inservibles que ni siquiera pueden enseñar nada de lo que sí saben. Son un objeto descartable. No tengo la respuesta, pero lo mínimo es abrir un espacio para pensarlo entre todos, evitar el maltrato a las personas mayores y, por lo menos, que no se los tome por tontos.
LA NACION

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