Arturo Pérez-Reverte: “el peor enemigo de un escritor es la vanidad”

Arturo Pérez-Reverte: “el peor enemigo de un escritor es la vanidad”

Por Martín Rodríguez Yebra
La casa de las palabras podría ser el escenario de una de sus novelas. Arturo Pérez-Reverte se mueve por los salones decimonónicos del palacio de la Real Academia Española con la naturalidad de un hombre en su refugio. O quizás haya que suponer, viniendo de este escritor curtido en guerras lejanas, con el vértigo contenido de un soldado en su trinchera. Porque apenas rompe el silencio que retumba en esas paredes de viaje en el tiempo, Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) deja en claro que vive en un mundo que lo enoja. Un mundo de incultura, de hipocresía, de “sinvergüenzas analfabetos” en el poder y de gente que ya no lee.
Como no puede arreglarlo, escribe sin descanso . “Para mí escribir novelas es una forma magnífica de soportar un presente que no me gusta. No es que me haga olvidar, pero me permite soportarlo. Dentro de la novela, tú puedes adjudicar premios y castigos, administrar justicia, puedes ser noble si lo quieres, ser malvado. Puedes hacer cosas que dan sentido a la vida.” Clava la mirada y explica que todas sus novelas hablan de ese presente, del fin de época que transita Occidente. “Yo recurro a un truco cultural. Puedo hablar de un húsar, de un maestro de esgrima, de un bailarín de tango en los años 20 o de un soldado de los tercios de Flandes pero siempre estoy hablando de ahora.”
Elocuente en la introspección, el autor de La tabla de Flandes admite que lucha contra la amenaza de acomodarse en la indiferencia. También contra la autocomplacencia del éxito. Se reconoce como un “escritor profesional” obligado a desarrollar una lucidez especial para no repetirse ni “envejecer sin evolucionar”. El paso del tiempo lo urge: “Tengo más historias que años; la clave es saber elegir cuáles se convertirán en novelas y cuáles sacrificaré”.
Admite que si fuera un joven que se lanzara a la aventura de la literatura, se dedicaría a escribir argumentos de series de televisión. “El futuro de la narrativa está ahí”, dice, sentado en el borde de uno de los sillones de la Sala de Pastas, un ambiente de alfombras mullidas y luz tenue donde los académicos de la lengua se juntan a tertuliar antes de las reuniones solemnes en las que construyen el diccionario. Allí recibe a adncultura pocos días antes de su regreso a Buenos Aires para presentar en la Feria del LibroEl francotirador paciente, su última novela, un thriller en el que se sumerge en el mundo marginal de los grafiteros.

-Con El francotirador? decías que habías vuelto al “territorio comanche”, a vivir la adrenalina de tus años de reportero en situaciones de riesgo?
-Espera, no sólo eso, no ha sido un regreso temporal. Hice amigos que conservo. Anoche estuve cenando con cuatro grafiteros amigos en casa de uno de ellos, donde estuvimos viendo videos de sus incursiones nocturnas.

-A lo que iba es, ¿cuánto añora el escritor de éxito que hoy sos del periodista que vivía peligrosamente?
-Vamos a ver, de mi época de reportero añoro la juventud y la libertad. En aquel tiempo no existía Internet ni el teléfono móvil; un reportero era libre. Tú estabas en el campo de operaciones y tomabas tus decisiones. Y tenías mil excusas para no contactar con tus jefes. Tomabas tus iniciativas. Añoro esa libertad del territorio comanche. Y la juventud, evidentemente. Hacía cosas que ya no puedo hacer: días sin dormir, esfuerzos físicos, soportar presiones como las que soporta todo el tiempo un reportero de guerra.

-Llevas casi 30 años dedicado a la literatura, ¿qué te mejoró el tiempo como escritor?
-Como escritor he empeorado. Creo que todo escritor empeora con el tiempo.

-¿Por qué?
-Tengo una teoría intuitiva, como lector que soy. Todo escritor tiene una etapa inicial de fuerza, de vigor, de creatividad intensa, de novedad. Cuando irrumpe, uno tiene una frescura, un impulso inicial que con el tiempo se profesionaliza.

-¿Y eso es malo?
-Sí, es malo [piensa]. A ver? Es complejo de explicar. Hay una parte buena: es que cuando ese escritor crea su territorio propio, su mundo literario, el lector lee todos sus libros porque son suyos. Tú lees a Conrad, a Vargas Llosa, a Dumas, a Javier Marías, a Vila-Matas y estás leyendo su obra, un conjunto. Eso es bueno. Pero en cuanto al acto narrativo, a la frescura, a la forma de plantear la novela, la profesionalización de un escritor le quita mordiente, le quita encanto, la espontaneidad del autor que se lanza a una obra con el vigor de los primeros pasos. Yo creo que todos los escritores, los grandes también, todos, aunque ganen en otras cosas, a medida que se profesionalizan pierden el estado de gracia inicial que tiene toda figura de la literatura cuando desembarca en el mundo de la narración.

-¿Se puede luchar contra eso?
-Sí, con sentido común. Siendo consciente de eso. El peor enemigo de un escritor es la vanidad. ¿Sabes qué pasa? Cuando un escritor triunfa -gana dinero, tiene lectores o prestigio- corre el riesgo de decir: “Ya lo he conseguido”. O convertirse en una especie de prolongación de sí mismo.

-De ser un personaje.
-Exactamente. Y convertir su obra en parte de ese personaje, adaptar su obra a ese personaje. Eso es muy peligroso, porque el escritor interesante es el que mantiene esa lucidez, esa especie de mirada crítica sobre sí mismo y sobre su obra, que es capaz de decir “me estoy anquilosando”, “me estoy esclerotizando”, “me estoy repitiendo a mí mismo, envejeciendo sin evolucionar”. Cuando ganas dinero y la gente te aplaude, es muy difícil escapar. La crítica no te sirve, porque el que te quiere te elogia y el que no te ataca. No tienes ningún elemento exterior que te ayude a vigilarte; el único elemento es la propia lucidez.

-¿Te ha pasado de arrepentirte de alguna obra? ¿O de romperla al terminarla?
-No. Me ha pasado abandonar novelas. O aplazarlas, como El tango de la Guardia Vieja, que la empecé y la seguí muchos años después, cuando me sentí maduro para terminarla. He empezado novelas que no he continuado, de las que digo: “Esto no va a ir adelante”. Normalmente un escritor lúcido, a los 40 o 50 folios, sabe lo que va a ser la novela en la que está trabajando. ¡Lo sabe! Cuando me di cuenta de que una novela no iba por el buen camino, la he dejado sin ningún problema.

-Sos un autor que publica una novela al año. ¿Cómo elegís qué escribir y cuándo?
-Yo no elijo. Las novelas te eligen ellas. No hubo una sola vez en mi vida -y tengo publicadas una veintena de novelas- que haya dicho: “Voy a escribir esta novela”. De repente hay un elemento que se introduce en tu vida. Hablo en mi caso, claro. A lo mejor no le vale a otro. Nunca he dicho: “Voy a hacer una novela sobre ese tío o sobre ese tema”. Yo soy un escritor que lleva un mundo con él, un mundo hecho de lecturas, de vida, de imaginación. Un escritor se construye sobre esos tres ejes: lecturas, vida, imaginación. Para mí, un escritor al que le falta algo de eso nunca será un escritor interesante. Yo voy con ese mundo por la vida y eso me permite digerir las cosas. Es como un estómago narrativo donde el escritor digiere lo que ocurre a su alrededor. Todo pasa por ahí: palabras, músicas, frases, sensaciones, amistades, amores, odios, decepciones, fracasos… Y un día hay un clic, hay una historia que dice: “Hola, estoy aquí”.

-¿Es primero la historia, el personaje, el escenario?
-Eso ya depende. Puede ser un personaje, como el caso de El maestro de esgrima, puede ser una historia, como el caso de El asedio o El tango de la Guardia Vieja. Y entonces ese mundo es el que desplaza a otros. A lo mejor estás con una novela y aparece otra. Y pesa más. Te das cuenta de que no puedes seguir con la que estabas. Empiezas a perder interés, es la nueva la que se apodera de ti. Es como una mujer que dejas de amar; es absurdo engañarla y seguir engañándote. Amas a otra. Lo mejor es decir “se terminó”.

-¿Y te ha pasado no tener “ninguna mujer”?
-Nunca, nunca. Ahí soy afortunado. Hay escritores que tienen problemas creativos, pero no es mi caso.

-¿El mito de la página en blanco no se te aplica?
Te voy a decir una cosa, yo creo que quien dice “tengo el síndrome de la página en blanco” no es un escritor. No conozco ni un solo escritor, ni uno solo, digo de los escritores de verdad, al que le preocupe la página en blanco. Porque no tiene páginas en blanco. Si algo hace un escritor, es escribir. No conozco ni uno al que le pase. Y hablo de los grandes, de Vargas Llosa, de Marías, de mis amigos en general. Todos tienen siempre un mundo que va con ellos, como moscas que van a su alrededor. Cuando terminan una novela a lo mejor se quedan un tiempo descansando, que es otra cosa. Porque el esfuerzo de escribir una novela es agotador. Descansan porque necesitan reponerse antes de abordar la siguiente, pero eso de decir: “Voy a ver qué escribo”. ¡Pero vete al carajo! ¿De qué me estás hablando? Dedícate a otra cosa, le diría. ¿Para qué escribes?, ¿para ligar, porque es elegante, porque socialmente es bonito, para ganar pasta? ¡Eres un advenedizo, eres un cantamañanas, vete por ahí!

-Hablabas del esfuerzo, ¿qué te cuesta más: imaginar o escribir?
-Escribir, sin duda. El día que inventen una máquina que me permita enchufármela en la cabeza por la oreja y que salga la novela te aseguro que dejo de escribir, porque el acto de escribir es algo tan agotador? Me decía antes de morir Oriana Fallaci, con quien estuvimos juntos en la guerra del Golfo: “Arturo, escribir mata más que las bombas”. Y es cierto, siempre lo recuerdo. El esfuerzo para un escritor de verdad es intenso, te deja exhausto. Javier Marías acaba de terminar una novela, me llamó el otro día, cenamos juntos. Y me dice: “Arturo, estoy agotado, voy a descansar un tiempo”. Yo soy diferente. Termino una novela y al día siguiente empiezo con la próxima. Es como si se atropellaran. Me canso como todos, pero descanso mientras escribo novelas. Voy a navegar y por eso el mar es tan importante para mí. Pero raro es que pasen más de 15 días desde que termino una novela hasta que empiezo otra.

-¿Te da vértigo el paso del tiempo?
-Cuando uno es joven, no piensa que tiene fecha de caducidad. Cuando se es mayor, como yo ahora, uno se da cuenta de que el tiempo es limitado y que nunca va a poder escribir todas las historias que quiere contar. Ésa es la parte dolorosa. Te das cuenta de que tienes por delante unos años concretos y que tienes más historias que años. Y entonces viene lo terrible: ¿a quién sacrifico? ¿A quién de mis hijos sacrifico, a quién salvo y a quién no? Siempre me acuerdo de algo que me pasó cuando era pequeño: una vez estábamos en la costa, había un oleaje muy fuerte y el mar se llevó a mis dos hermanos. Y entonces -yo tendría 13 años; ellos, 8 y 10- me metí en el agua y me di cuenta de que no podía salvar a los dos. Me dije: “¿A cuál de los dos salvo?”. Al que tenía más posibilidades. Mi hermano estaba más cerca y fui a por él. Por suerte otro hombre que estaba por ahí salvó a mi hermana y evitamos la tragedia. Entonces, ese tener que decidir a quién salvar y a quién dejar morir lo viví desde muy joven. Es un ejemplo de lo que es la necesidad de decidir cuando eres un novelista. Ahora es cuando estoy dolorosamente apartando cosas que he decidido que no escribiré. Novelas que me acompañan desde hace años, toda mi vida, que están esperando su momento y resulta que no lo van a tener. Y eso es muy triste porque sabes que van a morir contigo. Sería absurdo tratar de escribirlo todo. Ese elegir es doloroso. Por eso es tan importante no equivocarte, acertar bien.

-Decías que hay un mundo que te acompaña. ¿Cómo es?
-Confortable. Te explico por qué: yo vivo en un mundo que no me gusta. Fui educado por abuelos nacidos en el siglo XIX, en una casa con biblioteca y con cierta manera de entender la vida, la cultura, Europa, Occidente, que va desde la Biblia y el Talmud, el Corán y Aristóteles hasta ahora mismo. Después salí a la vida y viví en un mundo de guerras durante 21 años, justamente lo opuesto a aquello para lo que había sido educado. Más tarde, como novelista y como individuo adulto europeo, he visto desmoronarse la cultura occidental. Yo sé que los bárbaros están ahí. El Occidente que conocimos se está muriendo; estamos en el final de un mundo. Vivir con historias en la cabeza es como tener una biblioteca propia, interactiva. Tener el recurso de sumergirte en ese mundo cada día es un alivio. Te levantas por la mañana, prendes la radio y te enteras de lo que han dicho Cristina Kirchner o Rajoy, o que Putin invadió Crimea, y dices: “Pueden irse todos al mismísimo carajo”; pero a los diez minutos te sientas en tu cuarto de trabajo y te pones a escribir una novela, a trabajar en el mundo que tienes en la cabeza, un mundo que tú puedes controlar, y eso te da un profundo consuelo.

-Escribir como terapia?
-No es que te haga olvidar el mundo de afuera, pero te permite soportarlo. Dentro de la novela, tú puedes adjudicar premios y castigos, administrar justicia, puedes ser noble si lo quieres, ser malvado. Puedes hacer cosas que dan sentido a la vida. Para mí escribir novelas es una forma magnífica de soportar un presente que no me gusta.

-Tus novelas suelen transcurrir en finales de época, con personajes que luchan contra su propia decadencia. ¿Cómo te inspira este presente crítico de Europa, en general, y de España, en particular?
Soy consciente de que estamos en un fin de época. Pero pasa una cosa. Yo creo que escribir una novela sobre el final de esta época con los elementos únicos de esta época es demasiado vulgar. Somos vulgares, lo sé. Digamos que lo políticamente correcto, la presión de los medios informativos, Internet, el teléfono móvil han hecho chabacana la materia con la que un escritor puede trabajar. Yo recurro a un truco cultural: hablo del presente pero utilizo la historia. Puedo hablar de un húsar, de un maestro de esgrima, de un bailarín de tango en los años 20 o de un soldado de los tercios de Flandes pero siempre estoy hablando de ahora. Uso la historia como mecanismo para, primero, darle dignidad al presente y, segundo, para entender el presente. Decía uno de los filósofos de la Revolución Francesa que sin historia no se puede hacer política. El problema de los políticos de ahora es que son analfabetos. Allá y acá y donde sea. No han leído historia, no conocen los mecanismos aplicables a resolver los problemas. Mis novelas son muy variadas, pero siempre tienen de alguna forma la historia como materia narrativa, como clave, siempre hablan del presente.

-Sniper, el grafitero de El francotirador paciente, es un personaje que expresa una rebelión sin contenido político, sin ideología?
-En Sniper hay un discurso. El francotirador? es una novela urbana y actual, pero no es del todo verdad. Cuando habla, Sniper está hablando de Occidente, del final de una cultura. Estamos hablando de cómo el grafiti es un síntoma de final de una larga tradición artística y cultural. Es también una novela crepuscular, aunque sea aparentemente moderna, con ritmo juvenil. Trata de cómo han perdido la partida Aristóteles, Dante, Cervantes y Virgilio. Y no nos damos cuenta. Somos tan gilipollas, tan gozosamente estúpidos, que no nos damos cuenta de que han perdido la guerra. ¡Hemos perdido la guerra! La hemos perdido con nuestra propia tropa.

-¿Quién la ganó?
-Ganan los malos, como siempre. Gana la barbarie, la incultura, la estupidez, el miedo, la cobardía política y ética. Mis novelas, todas ellas, hablan de soldados derrotados de esa guerra, da igual que sea un grafitero o un tirador de esgrima, que un policía en el Cádiz de la guerra de la independencia. Mi patria no es España: mi patria es un Occidente que nace en el Mediterráneo, que se educa en las disciplinas clásicas griegas, latinas, en el Renacimiento, que viaja a América en barcos españoles y se mestiza. Ésa es mi patria, mi mundo. Soy consciente. Sé que se está derrumbando. Es la historia la que un día dice: “China, fuera; Roma, fuera; Grecia, fuera; Cartago, fuera”. Pues nos ha tocado. Intento que el lector lúcido, al leer mis novelas, se sienta partícipe de la melancolía de quien asiste a la derrota de un mundo. Ese mundo merece un epitafio. En mi modesta parcela mis novelas son el epitafio de ese mundo que se está extinguiendo.

-¿Hay algo de resignación en eso?
-No. Si fuera resignación, no escribiría.

-¿Resistencia?
-Tampoco. Mi intento es analgésico. Es muy bonito saber por qué mueres. Todo ser humano tendría que tener derecho a saber que va a morir. Hay una frase de una de mis novelas de la que estoy muy orgulloso: “Pensar como griegos, luchar como troyanos y morir como romanos”. ¡Morir como romanos!: esa dignidad consciente de que estás en un mundo que se extingue. Yo, con mis novelas, miro a la cara al ángel de la muerte. Y me gustaría pensar que mi lector se siente partícipe en esa actitud de digna melancolía. La única actitud moral digna que un occidental puede tener hoy es la digna melancolía.

-Pero hay otro Pérez-Reverte, más explícito, el que descarga su bronca en los artículos dominicales, el que incendia Twitter con sus comentarios ácidos…
-Sí, pero eso tiene otra función. Es higiénico. Es como apartar una mosca que te incordia. Tengo la teoría de que también hay malvados en esta película que te acabo de contar. Malos por vileza y por estupidez. En general, por cada malo vil hay 99 malos estúpidos. Hay un sentido de la justicia que el ser humano necesita. La venganza tiene mala prensa. No sé por qué, es un sentimiento muy natural. El hombre necesita serenarse en la venganza cuando ha sido agraviado. Hemos ido delegando en el Estado la aplicación de la venganza. Pero en un mundo tan corrupto como éste, el Estado es incluso muchas veces el agraviador. Entonces queda ese sentimiento de venganza insatisfecho. Frente a eso, la única forma es tomarse uno la justicia por su mano. Yo no puedo ir por ahí a matar a Rajoy ni a Cristina Kirchner ni a Obama. Pero sí puedo con mi arma, que es la palabra, intentar hacer mi justicia. Mis columnas son mi forma de vengarme, de aplicar la venganza por medios civilizados. Yo a Rajoy lo zarandearía por las solapas, pero no lo puedo hacer?

-Estás muy enojado con la España de hoy, ¿por qué?
-Por todo lo que he dicho antes. Estoy más enojado con los 99 malos estúpidos que con el vil. El malvado tiene en su naturaleza el mal. Pero los otros son cobardes, estúpidos, acomodaticios, borregos que se dejan arrastrar. Despreciando como desprecio a los nazis, desprecio más al ciudadano común que quiere congraciarse con el nazi y marca el saludo más fuerte a ver si se salva. La mayor parte del daño lo hacen las ratas, no el verdugo. La complicidad de la rata es la que hace que el verdugo pueda durar más tiempo. “Algo habrá hecho…”, de eso la Argentina sabe un huevo, qué te voy a contar.

-¿Qué es lo que más te preocupa de la Europa actual?
-Muchas cosas, pero lo que más me molesta es la incultura. Cuando escuchas un discurso político… Yo he leído las memorias de Churchill, de De Gaulle, la biografía de Stalin, de Metternich, del duque de Chateaubriand. Todo lo que un lector culto debe leer. Sé lo que es un político y lo que es la cultura. Cuando escuchas a estos políticos que son unos analfabetos, que no han leído un libro en su vida, que no tienen la menor referencia histórica y cultural, dices: “¡De qué está hablando!” No tienen argumentos, repiten cuatro conceptos tontos para cuatro tontos. No tienen preparación intelectual ni moral. La historia te permite dar a todo eso una luz. Esta gente está desprovista de mecanismos: son autómatas de un sistema que se nutre a sí mismo. Los de aquí y los de Bruselas. Me desmoraliza enormemente ver que no hay un solo discurso con altura. ¿Dónde está el Churchill de ahora en Europa, dónde el Adenauer, el De Gaulle, el Metternich? No están porque además se les asfixia. No están porque se iguala en la mediocridad. Y eso es igual acá, en Europa o en la Argentina. Cuando un niño se destaca en la escuela, el sistema lo machaca. “Es que lee”, dicen. Eso lo he oído yo. Se quejan de que un chico de cuatro años aprende a leer y no se integra jugando al fútbol. Futuros líderes son obligados a ocultar su inteligencia y a aceptar las reglas mediocres que les impone el sistema. Los que el día de mañana tendrían que tirar de la sociedad, las elites -porque no me vengan con historias, el mundo se gobierna a través de elites cultas y preparadas que tiran del resto-. Entonces, a la gente que tiraría en el futuro la estamos asesinando en el colegio. Estamos creando generaciones de niños mediocres con ese igualitarismo mal entendido.

Dado que eres un asiduo visitante, ¿cómo ves la Argentina de estos últimos años?
-¡Es que no hay diferencias! Es como España. [Piensa] Yo no voy a criticar a la Argentina. Un argentino sabe muy bien lo que pasa ahí. Si España o Europa están como están, ¿cómo va a estar la Argentina? Es global: todo el día estoy en contacto con argentinos que se quejan, me cuentan historias terribles? No hay diferencias. El cobarde es cobarde, el que es culto es culto. [Hace una pausa]. Ahora? estáis apañados. Pero os salva vuestra parte italiana. La parte italiana, aunque caótica, permite un entendimiento, llevarse bien. Si predominara sólo la parte española, la Argentina estaría en guerra civil. Los españoles tenemos una dosis de cainismo muy intensa.

-¿Cómo viviste lo que pasó en España con la muerte de Adolfo Suárez y ese fenómeno de nostalgia por la época de la transición y el consenso?
-He escrito un tuit que tuvo 16.000 retuiteos. Decía algo así como: “Terminado el luto y la demagogia oportunista podemos volver a nuestra habitual vileza diaria”. Lo de Suárez es un pequeño paréntesis. Nada más.

-En tu última novela se filtra una evidente crítica al mercado del arte moderno y cómo influye en degradar su calidad. ¿Pasa algo parecido con la literatura y la industria del libro?
-No. Son dos mundos muy distintos. El arte moderno es un fenómeno artificial que está en manos de galeristas y críticos. Un sistema con sus reglas y sus normas, pero artificiales. La vaca partida de Damien Hirst se puede poner en millones de euros, mientras que un artista muy bueno de fuera del circuito se queda en la ruina. Son operaciones comerciales. En la literatura es distinto. Existen también fabricaciones artificiales, pero la literatura de verdad está viva. Un escritor asociado con un crítico puede sacar algún libro, pero no es lo habitual. El mundo del libro es mucho más auténtico.

-¿Te preocupan los avances tecnológicos que ponen en crisis el mercado literario?
-Si fuera un escritor que tuviera 30 años, estaría asustado. El público está dejando de leer. Es muy sencillo: antes la gente iba en el metro leyendo un libro. Ahora van haciendo así (toma el celular que graba la entrevista y hace como que teclea). El tiempo libre se llena con mail, Internet, WhatsApp. Hay menor necesidad del libro como compañía. No es que el Kindle esté matando al libro; es que el libro está muriendo en todas sus versiones.

-¿Y qué le dirías a ese escritor que tiene 30 años?
-Si yo fuera un hombre joven con inquietudes literarias, me dedicaría a escribir argumentos para series de televisión. El futuro de la narrativa está ahí.

-¿Ves muchas series?
-Sí. Me encantan House of Cards, The Wire, Band of Brothers, Homeland?

-¿Breaking Bad?
-Me ha gustado menos, la he visto varias veces pero nunca conseguí seguir adelante. En general soy devorador de series. Javier Marías y yo nos cambiamos recomendaciones todo el tiempo. La nueva de Sherlock Holmes es fabulosa. Mad Men? bueno, se lo están cargando un poco a Don Draper. Si yo fuera mujer, me habría acostado con él hace mucho tiempo, me lo están convirtiendo en un desgraciado. Pero de verdad es un mundo fascinante. He tenido más buenas sorpresas en los últimos 10 años con series de televisión que con literatura. El futuro de la novela está muy limitado, lamentablemente.

-¿Y qué futuro le ves a tu otro oficio, el periodismo, también bajo amenaza?
-No sé, mi periodismo murió hace mucho tiempo. No puedo hablar de eso. Lo que te puedo decir es que yo pensaba que uno de los peligros de la vejez era la fatiga física, el cáncer? Pero no, es hacerte indiferente. La principal amenaza es la indiferencia. El haber vivido mucho te arriesga a que el mundo te resulte indiferente, a replegarte en ti mismo, en tus achaques, en tu biblioteca. Eso es peligroso, te hace egoísta y te hace envejecer más. La tentación la siento: tienes un velero, una biblioteca grande y la vida resuelta. ¿Qué más me da a mí que sea analfabeto el presidente del gobierno, qué más me da que los niños no lean en el colegio? Contra eso es contra lo que lucho, contra esa indiferencia. Escribir novelas y escribir artículos es justamente lo que me mantiene a salvo de la indiferencia todavía.
LA NACION