26 Jun Jacques Lacan, Freud y los filósofos griegos
Por Barbara Cassin
Freud habituó al “psicoanálisis”, palabra griega como la que más, a cierta Grecia: la del mythos, mito y relato, ficción-fixión, la Grecia de los Trágicos –Edipo, Electra, Antígona– y de su interpretación, con la Poética de Aristóteles y su katharsis. A través de sus propias lecturas, de sus referencias de la auténtica cultura alemana de fines del siglo XIX y comienzos del XX, Freud encuentra lo que le hace falta en el momento preciso, Eros y Tánatos, el Amor y el Odio de Empédocles. Conoce y se apropia. Sin embargo, una vez más su mundo es, más que el logos, el mythos, donde filogénesis y Cábala pueden andar: elude con no poca autonomía el corpus platónico-aristotélico, así como en general el de los filósofos. Si conoce el cinismo, la sofística, el estoicismo, el epicureísmo, el escepticismo, es en cuanto títulos para el saber, como erudito. Posee, en suma, a sus clásicos, sutilmente y de larga data, pero no se mide directamente con la filosofía. En los Escritos, [Jacques] Lacan hace al respecto un diagnóstico de doble filo: “El análisis, por progresar esencialmente en el no-saber, se liga, en la historia de la ciencia, con su estado de antes de su definición aristotélica y que se llama la dialéctica. Por eso la obra de Freud, por sus referencias platónicas, y aun presocráticas, da testimonio de ello”: Platón y los presocráticos, pero del lado mythos, dialéctica prearistotélica, y no Aristóteles, del lado logos.
Es ésta una diferencia capital con Lacan, quien no sólo se interesa, sino que participa en la filosofía como logos y en su historia, tan extensa como inmediata. Lacan es de su época filosófica y contribuye a hacerla, estructural, lógica, lenguajera, discursiva y lingüístico-alambicada. No es que no incite a la más vasta cultura ni que comente Antígona o El Banquete mucho más que como analista para el análisis. Pero, sea como fuere, es el logos, en la amplitud del término revisitado por el análisis, el que pasa al primer plano.
Aristóteles, “el largo rodeo aristotélico”, constituye un punto de inflexión: Freud vuelve, dice también Lacan, “a los de antes de Sócrates, a sus ojos los únicos capaces de dar testimonio de lo que él encontraba”. Lacan no “vuelve” a nadie, él hace acopio de Aristóteles y apela a filósofos de todo tipo, incluidos los de antes de Sócrates. Pero no son exactamente los mismos presocráticos que los de Freud. […] Me interesaré aquí, pues, en el logos. El logos de los griegos, del que el mythos pasa a ser filosóficamente un subconjunto, “lo puede todo”: “La pretensión más ilimitada de poderlo todo, como rétores o como estilistas, atraviesa toda la Antigüedad de una manera para nosotros inconcebible”, escribe Nietzsche en su “Curso sobre la historia de la elocuencia griega”. “Sofística” es el nombre de esta pretensión. Afirmo por mi parte que los sofistas, de quienes Lacan se sirve muy poco en forma directa, prisionero como está de la etiqueta platónica pese a tomarla a contrapelo, son los presocráticos-maestros en cuanto a la inteligibilidad de los presocráticos no heideggerianos. La discursividad que practican permite esclarecer (no digamos comprender) la de Lacan, o ciertos rasgos decisivos de la de Lacan. Ella esclarece simultáneamente el sentido del largo rodeo aristotélico y la manera en que Lacan lo tramita.
Al final de “Análisis terminable e interminable”, Freud habla del “amor por la verdad”, definición clásica de la filosofía, como el propio fundamento de la relación analítica y que “excluye todo engaño y toda ilusión”; tras un punto y aparte, recomienda detenerse un momento, él y nosotros, los lectores, para “asegurarle al analista nuestra simpatía sincera”. Analizar es el tercer “oficio imposible”, junto con educar y gobernar: en definitiva, tres oficios de filósofos-reyes. Un comentario de “Moisés y la religión monoteísta” confirma la dificultad o la desconfianza: “No se ha demostrado en otros campos que el intelecto humano posea una pituitaria particularmente fina para la verdad, ni que la vida anímica de los hombres muestre una inclinación particular a reconocer la verdad”.
“El psicoanalista –señala Lacan por su lado– es la presencia del sofista en nuestra época, pero con otro estatuto.” Jacques el sofista es una glosa de esta frase. Habrá que ver lo que Lacan entiende por el nombre de “sofista”, por el de “psicoanalista” (y lo que entiende sobre qué “el psicoanalista” es él mismo), cómo entiende lo que singulariza nuestra época, lo que diferencia los estatutos entre ellos. Por el momento, digamos que el campo compartido por la sofística y el psicoanálisis lacaniano es el discurso en su relación rebelde con el sentido, relación que pasa por el significante y la performance, y por su distancia respecto de la verdad de la filosofía.
[…] Digo Jacques el sofista para evocar, claro a Jacques el Fatalista: “Si olvidamos esta relación que hay entre el análisis y lo que llaman el destino, esa especie de ocaso que es del orden de la figura –en el sentido en que se emplea este término para decir figura del destino como se dice también figura de la retórica–, ello significa simplemente que olvidamos los orígenes del análisis, porque sin esta relación el análisis no hubiera podido dar ni un paso siquiera”. Jacques el psicoanalista es, por lo tanto, fatalista, con la retórica en juego, que constituye también apuesta entre sofística y filosofía.
Sea como fuere, a quien conocí en la rue d’Ulm, en una sala Dussane desbordante, de bullente murmullo, de pronto más que silenciosa, fue primero a Jacques el sofista presente en directo y arrastrando tras él una multitud, una corte, un ballet de jóvenes y menos jóvenes deleitados con las epideixis, los seminarios performance, improvisados o no. Efectos de moda, amores locos, odioenamoraciones [hainamorations]. El bullente murmullo de la voz que se estira y se refrena, audible inaudible a la manera de Delphine Seyrig, tuvo que ser escrito por Sócrates al comienzo del Protágoras y mejor aún por Filóstrato en Vidas de los sofistas.
Lacan filosofistiza cuando enseña el psicoanálisis: es un Gorgias que se ve a sí mismo en Sócrates, en la dialéctica prearistotélica del dos a dos, porque ve a Sócrates como analista: Sócrates, “perfecto histérico […] una suerte de prefiguración del analista. Si hubiese pedido dinero por eso […] habría sido analista, antes de la letra [avant la lettre] freudiana. ¡Un genio, vaya!” Analista, salvo el pago, que no es poca cosa, como veremos con el logos-pharmakon. Con la didáctica que asegura el vínculo entre la epideixis y la cacería de jóvenes ricos. Agreguemos, ya que estamos en los signos exteriores, las dos diferencias específicas que se han indicado regularmente desde Platón hasta Hegel: Sócrates un ateniense/Gorgias un extranjero, Sócrates un muerto por lo que dice/Gorgias un vivo por lo que dice. Lacan entonces, una vez del lado Sócrates, otra del lado Gorgias: anverso y reverso de la misma hoja de papel. […].
LA NACION