Pensar con Lenin

Pensar con Lenin

Por Alejandro Horowicz
Hace 90 años, el 21 de enero de 1924, moría Vladimir Ilich Ulianov mucho más conocido como Lenin. Esta vez la magia de los números redondos funcionó menos, mucho menos que durante el 40 aniversario, cuando la UNESCO le dedicara un homenaje internacional al jefe indiscutido de la Revolución de Octubre.
Por entonces, El Correo, mensuario de la institución, publicó un número especial –un repertorio hagiográfico olvidable–, pero mas allá de la cortedad de sus ocasionales comentaristas, su nombre equivalía a una amenaza: la revolución proletaria, la posibilidad de confiscar a los confiscadores, un orden socialista mundial. Por esos años circuló una suerte de mito urbano. Se decía: basta pedir un tomo de sus obras completas, en alguna biblioteca pública, la del Congreso por ejemplo, para que los servicios de informaciones, automáticamente, ficharan al solicitante como miembro de una conspiración internacional destinada a implantar el comunismo.
Esa amenaza ya no existe, la revolución que Lenin encabezara fue derrotada. Primero en la arena internacional, y luego en la propia URSS. Por tanto, su nombre remite a una revolución que no sucedió, a una posibilidad histórica abortada. Sólo unos pocos fieles, defensores incondicionales de sus textos, repiten acríticamente fórmulas pensadas para un mundo otro. Ni el capitalismo es el que Lenin estudiara en sus célebres escritos sobre el imperialismo, en las postrimerías de la I Guerra Mundial; ni los trabajadores están organizados en partidos de clase, ni la burguesía dirige el mercado mundial. En estas condiciones, los que hemos escarbado con atención algunos de sus trabajos, no podemos dejar de hacernos la siguiente pregunta: ¿Tiene sentido leer hoy a Lenin? ¿O solamente se trata de una suerte de culto nostálgico a la pasada juventud?

LA APROXIMACIÓN DE LUKACS, O EL REALISMO IMFAME DE LOS BIÓGRAFOS ACTUALES.
La sovietología ha dejado de ser una actividad académica intelectualmente respetable. Hace demasiado tiempo que un trabajo como El marxismo soviético de Herbert Marcuse, confeccionado en su condición de experto universitario, podría alcanzar los honores del imprimatum. No se trata de mis acuerdos o diferencias con Marcuse, sino de la escrupulosa seriedad de su labor. Marcuse no falsifica, ni cree que se trata de denostar a Lenin, tratándolo como si fuera una suerte de asesino serial. No es obligatorio coincidir con el fundador del bolchevismo; lo que no se puede es desconsiderar los problemas teóricos que enfrentó, ni la distancia entre su abordaje conceptual y la realidad histórica sobre la que insidiera decisivamente.
Ese comportamiento ya no goza de prestigio. Robert Service, historiador británico especializado en el siglo XX (University College, London) publicó un trabajo, Lenin: A biography; y no sólo no hace los honores a la monumental historia de E.H. Carr (Trinity College, Oxford), sino que recoge como buenas las más vulgares difamaciones sobre el arribo de Lenin a Rusia, tras la revolución de febrero del año ’17. Discutir seriamente si Lenin era un agente alemán, cuyo propósito era permitir al Estado Mayor del kaiser batirse en un solo frente, por retirar sus ejercitos de Rusia, carece de toda objetividad histórica. Basta recordar el comportamiento de las fuerzas del kaiser, que siguieron avanzando en territorio soviético, y las condiciones de paz impuestas a los bolcheviques, para comprender que el reagrupamiento de sus propias fuerzas no era una prioridad estratégica.
Muy lejos estaban los generales de Erich von Ludendorff de financiar a los bolcheviques. Por tanto, el intento de enmierdar a Lenin, no forma parte de “pensar” nada, sino de evitar toda reflexión sobre su labor. Es la última forma que asume el miedo a la revolución, una suerte de tributo póstumo, puesto que sólo degradados morales o imbéciles sin valía conceptual pueden defenderla.
La derecha intelectual, en este terreno como en tantos otros, no se propone absolutamente nada. Con sacar a Lenin del medio sobra; por tanto, desde que fuera concebido por su madre, sólo puede ser una suerte de crápula sin destino.
El otro enfoque tampoco aporta. En su célebre ensayo sobre la significación del leninismo, el pensador húngaro Georg Lukacs sostuvo en la década del 20 que Lenin pensaba la inmediatez de la revolución.
Mientras los soviets, los consejos obreros, fueron la forma de organización espontánea de los trabajadores, mientras Berlín formara parte de los objetivos inmediatos de la III Internacional, mientras la insurrección era posible, mientras existía la Internacional y mientras el fascismo no era aún el instrumento de la victoria conservadora, esa síntesis apresurada y reduccionista funcionó a medias.
Muy rápidamente quedó claro que el conocimiento sobre la Revolución Rusa, en tiempos de Lenin vivo, no era particularmente adecuado. Basta señalar que el trabajo que Vladimir Ilich recomendaba para conocerla, Diez días que conmovieron el mundo, fue realizado por un periodista norteamericano que no sabía ruso. John Reed publicó en 1919 la única crónica solvente sobre la toma del poder, y un pensador como Antonio Gramsci –en uno de sus artículos de L’Ordine Nuovo, “La revolución contra El Capital” –no solamente lo desconoce, sino que razona en la dirección socialdemócrata clásica.
Para la II Internacional la revolución en Rusia sólo podía ser democrático-burguesa; El Capital había sido leído en Rusia como manual de instrucciones, desconociendo así los comentarios del propio Marx –carta a Vera Zasulich–. Esa lectura transformaba las tareas democráticas en necesidad de dominio burgués directo; por tanto, los socialistas debían ser el ala izquierda de la revolución; encabezarla y llevarla en dirección al socialismo no formaba parte de sus objetivos lícitos.
Ese es el punto: Lenin no pensaba así, consideraba que ambas revoluciones “no estaban separadas por una muralla china” y la defensa de la revolución agraria –reparto directo de la tierra– solo podía ser garantizado por un ejército de obreros y campesinos victoriosos.
Sólo él y León Trotsky –con muy distintos argumentos– pensaban de ese modo. En lugar de acercarse al problema de la revolución como un doctrinarista adocenado, en lugar de repetir las fórmulas consagradas, Lenin optó por un camino intelectual y político propio.
Ahora bien, la derrota de la Rusia Soviética impone el problema de explicarla. No se trata de mostrar la falta de fidelidad de los ejecutores testamentarios de Lenin a su legado, la traición al programa no deja de ser una explicación muy pobre, imprescindible reconsiderar todo el problema. Y para reconsiderarlo volver a pensar cómo Lenin resolvió y no resolvió la madeja de la historia, es la tarea pendiente. Ayudar a resolverla, leninismo vivo, sirve, y todo lo demás no pasa de la voluntariosa teología política.
TIEMPO ARGENTINO

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