El largo adiós de Philip Roth

El largo adiós de Philip Roth

Por Hinde Pomeraniec
Cuando supo que iba a morir, cuando intuyó que a su vida le quedaba poco tiempo y que cada hora contaba más que nunca, todavía en plena lucidez mi madre decidió desprenderse de aquello que había acumulado durante toda la vida.
Por esos días, cada visita a su casa terminaba con bolsas llenas de juegos de sábanas, manteles, copas. Fotos, libros, recetarios. Ella no decía “me voy a morir pronto”. No hacía falta. El alivio con el que iba entregando sus objetos era conmovedor. No era una mujer rica. Sus únicos bienes eran esos hilos, esos papeles, esos cristales. Supo que ya no iba a seguir acumulando objetos en sus placares y que era tiempo de dar en herencia esas colecciones, tal vez su única construcción resistente al paso del tiempo. Mi madre aún vive en esos objetos, como vive en los aromas de algunas comidas, en el idish que cada vez se escucha menos y en los relatos y canciones de la infancia.
Fitzgerald escribió que “toda vida es un proceso de demolición”. Sin su dramatismo -ni su talento, claro-, uno podría asegurar que toda vida es un proceso de continuas renuncias. El escritor estadounidense Philip Roth escribió 31 libros entre 1959 y 2010. Durante cincuenta años produjo una obra admirable, revulsiva y conmovedora. Hasta 2004, decía que no podía y no sabía vivir sin escribir. Todavía trabajaba disciplinadamente en su casa de Connecticut, un retiro productivo en el que concibió algunas de sus obras mayores, en el período esplendoroso que arrancó a los 60 años, cuando concibió novelas como Pastoral americana o La mancha humana, títulos clave de la literatura contemporánea. Hoy, a los 81, toda la intensidad, la rabia, la pasión y la furia que volcó en sus ficciones (“Mi trabajo es encender la luz en medio de un drama, y si explota todo, que explote, no lo voy a detener”), parecen haberse transformado en una plácida observación del mundo.
Hacia fines de 2012, Roth anunció que no volvería a publicar libros: “Estaba equivocado. La lucha con la escritura terminó. Realmente es un gran alivio, algo cercano a una experiencia sublime, sólo tener la muerte como preocupación”. Ahora, semanas atrás, protagonizó en Nueva York la que llamó su última lectura pública. Por estos días, la BBC transmite en dos capítulos la que -decidió Roth- será la última entrevista: “Me he dado a la tarea de no hacer nada”.
Cada uno de estos anuncios es seguido por sus lectores con una mezcla de tristeza y resignación. También están quienes se burlan, como ocurre con el artículo de The New Yorker titulado “Philip Roth dice que hoy comió su último sándwich”, donde parodian las explicaciones del autor. Estos burladores seriales suelen ser los mismos que critican la última etapa de su proceso creativo; los que hablan de “esas novelitas” al referirse al ciclo de sus últimos cinco títulos, una etapa que comenzó en 2006 con Elegía y terminó en 2010 con Némesis, para muchos una verdadera obra maestra.
Hijo de la inmigración judía europea a los Estados Unidos y miembro de una generación de narradores notables, Roth conoció enseguida la fama y también el prestigio. Su obra ha recibido los comentarios más elogiosos que puede recibir un escritor y hace tiempo que soporta sobre sus hombros la distinción de cierta prensa perezosa que lo señala como “el más importante autor norteamericano vivo”.
Amado, admirado, odiado, Roth protagonizó, también, todos los escándalos posibles, desde los más o menos frívolos hasta los más o menos políticos por su supuesta misoginia (su ex mujer Claire Bloom lo acusó escandalosamente en su libro de memorias) y también por sus críticas al fundamentalismo judío, que a través de algunos de sus miembros lo acusó de ser un judío que se odia a sí mismo y le hace mala prensa a la comunidad. Aquí Roth podría citar a su maestro Bashevis Singer, quien en 1976 le contó su propia experiencia. “A pesar de que escribía en idish, me preguntaban: «¿Por qué tienes que escribir sobre ladrones judíos y prostitutas judías?», y yo les contestaba: «¿Qué quieren, que escriba sobre ladrones españoles y prostitutas españolas? Hablo de los ladrones y las prostitutas que conozco».”
Sus novelas se han traducido a todas las lenguas posibles y los premios ya no caben en sus estantes. Seamos rigurosos: los recibió todos, menos uno. Su narcisismo sangra: “A veces me pregunto si habría podido ganarme los favores de la Academia Sueca si en vez de El lamento de Portnoy mi novela se hubiera llamado «El orgasmo bajo el capitalismo rapaz»”, ironizó en una entrevista.
Si la vida entonces es un proceso de renuncias y despedidas, podría decirse que lo primero que abandonó Roth en su relación con su carrera fue la enseñanza, en 1991, cuando dejó la universidad luego de décadas. También ese año publicó Patrimonio, un extraordinario libro de memorias en donde se despidió de su padre, un hombre encantador y tenaz, aferrado a la vida hasta el final. A los 70 años, dejó de leer novedades y comenzó a releer. En 2006 abandonó los proyectos de grandes novelas, y se decidió a seguir el camino de Saul Bellow, otro de sus maestros. “¿Puedo recortar todo y escribir a pequeña escala? ¿Cómo destilo y comprimo?”, se preguntó. Así fueron llegando sus últimos trabajos, en donde la furia del deseo y el tradicional vigor sexual de sus novelas dieron paso a las reflexiones sobre la impotencia y la enfermedad que llegan con la vejez; el humor irónico se transformó en humor corrosivo sobre las propias limitaciones y las preguntas primeras devinieron las preguntas últimas de todo ser humano. En 2007, con Sale el espectro, le dijo adiós a su álter ego Nathan Zuckerman, quien lo acompañó durante nueve novelas. En 2010 publicó Némesis, y dos años después confirmó que ése había sido su último libro. Ya no habrá más héroes de barrio enfrentados a su destino y Newark ya no tiene quien le escriba. “Hice lo mejor que pude, con lo que tuve”, dijo con falsa modestia.
Posiblemente en estos años de entre todos sus recuerdos se aparezca seguido la imagen de Bernard Malamud, el gran escritor norteamericano y su amigo por cuarenta años. Sobre todo la imagen del último Bern, un anciano tembloroso y desanimado que Roth describe en un texto llamado “Retratos de Malamud”. En esa oportunidad, el autor -ya muy enfermo- quiso leerle a Roth un nuevo manuscrito. El texto le pareció penoso y ni siquiera el afecto por su amigo lo disuadió de decirle, aun con cuidado, que el material no era bueno. Un silencio sin esperanzas siguió a su comentario. Nunca más se vieron. Apenas unos meses después de ese encuentro murió Malamud.
Roth eligió otro camino: se hace difícil imaginarlo dando pena, su altivez lo sigue hasta el final. Eligió ir saliendo de escena a su manera, controlando todo. Sus juegos de sábanas, sus fotos, sus cristales y sus hilos están en sus libros. El idish de sus padres y los relatos de infancia también están ahí. En las últimas fotos se lo ve sonriente, aliviado. Ya entregó todo lo que tenía.
LA NACION

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