Virginia Luque: la gran morocha argentina de la canción porteña

Virginia Luque: la gran morocha argentina de la canción porteña

Por Gabriel Plaza
Violeta Mabel Domínguez murió anteayer, a los 86 años, en su casa, producto de una enfermedad infecciosa. Sin embargo, serán la imagen y la voz de Virginia Luque las que quedarán en el recuerdo de los aficionados al tango. La cantora fue una de las últimas estrellas femeninas del género; con ella se clausura una época de otra estirpe porteña, con figuras que nacían en los sainetes, se formaban en las radios y se hacían populares en el cine. Emergente así del final de la época de oro de las cancionistas y abriéndose paso en la plenitud de los grandes cantores de las décadas del cuarenta y cincuenta, Virginia Luque fue la gran memoria evocativa de otra Buenos Aires.
Como toda muchacha provinciana llegada a la gran ciudad todavía adolescente, Virginia Luque se fue forjando artística y silenciosamente en compañías de teatro español, el radioteatro y en los estudios cinematográficos; filmó alrededor de treinta películas, en las que fue encontrando su propia voz rutilante, buscando ocupar el espacio que había dejado vacante Libertad Lamarque. El patio de la morocha, película dirigida por Manuel Romero en 1951, le permitió encarnar el personaje de esa morocha argentina inspirada en el tango de Mariano Mores y Cátulo Castillo, que modeló su personalidad artística y se convirtió con los años en uno de los tangos más populares de su repertorio.
Con ese personaje misterioso y devocional que venía de su pasado de actriz y esa voz grave y sentimental, que la diferenciaba de sus compañeras de época -Elba Berón y Alba Solís-, la cantante se impuso con peso propio. A Virginia, sin embargo, al principio le costó imponer su estilo en el cine y que se la tomara en serio, a pesar de haber trabajado con directores como César Amadori, Carlos Hugo Christensen, Lucas Demare y Manuel Romero.
Azucena Maizani le dio un gran espaldarazo cuando la nombró su heredera, por esa vena dramática que Luque impuso a tangos como “Tormenta”, de Discépolo, o el criollismo evocativo de piezas de Piana y Manzi como “Milonga sentimental”. La rosarina aprovechó bien los consejos de su madrina para dedicarse íntegramente al tango más allá de su gusto por los cuplés y los boleros. Hasta retomó uno de los grandes himnos de Maizani, “La canción de Buenos Aires”: se lo apropió y lo convirtió en uno de sus caballitos de batalla hasta el final de sus días; su última versión de esa canción la grabó para el disco Café de los Maestros (2005).
De a poco comenzó la transformación que la llevó de ser una muchacha sencilla y provinciana a convertirse en esa gran diva del tango que hacía gala de vestidos con brillantina que remataba con una gran boa de plumas al cuello. Luque hizo de ese personaje y de la interpretación con carácter un estilo, que impresionó en su entrada a la televisión en programas como El show de Antonio Prieto y sus apariciones en Grandes valores del tango. Luque fue una sobreviviente de la época de retroceso del género, entre los 70 y los 80, que alimentó las noches de los últimos refugios tangueros de la generación de oro, como Caño 14. Esas noches míticas en las que Virginia pedía silencio al público y, como una plegaria, cantaba: “Buenos Aires, donde el tango nació, tierra mía querida/Yo quisiera poderte ofrendar/todo el alma en mi cantar/y le pido a mi destino el favor/de que al fin de mi vida/oiga el llorar del bandoneón/entonando tu nostálgica canción”.
LA NACION