29 May Reclamaba su derecho a ir a la escuela y la callaron con balas
Esta nota fue publicada por el diario La Nación el 18 de octubre de 2012, diez días después del ataque que casi termina con la vida de Malala Yousufzai, la adolescente paquistaní que se rebeló contra la imposición talibán de impedir que las niñas reciban educación. Este hecho recordó al mundo los estragos del extremismo religioso y la situación de miles de niños en todo el planeta.
Por Hinde Pomeraniec
A mediados del siglo XVII, en Ciudad de México, la niña que con el tiempo se convertiría en Sor Juana Inés de la Cruz le rogaba a su madre que la enviara a la universidad. Le pedía por favor que la vistiera de hombre y la ayudara a continuar sus estudios: su deseo de saber no podía ser calmado de otro modo. Había aprendido a leer a los 3 años, pero, por ser mujer, no encontraba espacio donde desarrollar su ambición ilimitada de conocimiento. Para dedicarse por completo a la literatura, para seguir leyendo y, sobre todo, para poder escribir, Sor Juana marchó al convento. Pasaron casi cuatro siglos y hoy, atravesando el siglo XXI, en la frontera caliente entre Afganistán y Paquistán, hay hombres que -amparados en la religión-, aún creen que las mujeres no deben leer ni aprender. Que sólo están para obedecer y callar. Muchas aceptan, otras no y luchan para cambiar ese horizonte de esclavitud. Desde muy chiquita, Malala Yousufzai supo que el sometimiento no era su destino y que tampoco debía serlo para el resto de las mujeres del valle de Swat, una región mancillada por el fanatismo religioso en donde los talibanes fueron amos y señores entre 2003 y 2009, y aún hostigan a las poblaciones.
Hace diez días, Malala -una adolescente de 14 años- volvía de la escuela en una camioneta junto con sus compañeros. Estaban cantando, según contó luego una de las nenas, cuando hombres enmascarados detuvieron la combi en medio del camino, en Mingora, y los amedrentaron con armas, exigiéndoles a los gritos que identificaran a Malala. Cuando dieron con ella, uno de ellos le disparó a matar, “por ir en contra de los soldados de Alá”. Una bala le destrozó el cráneo, otra se incrustó en su cuello. Dos nenas resultaron con heridas leves. Malala cayó inconsciente y aún sigue grave. Luego de varios días de internación en su país, el gobierno paquistaní decidió enviarla a Reino Unido para que pueda seguir su recuperación, algo que por ahora es un deseo. Los “valientes” soldados de la causa talibán que fueron capaces de dispararle a una nena indefensa lo hicieron en nombre de la pureza religiosa y reivindicaron el ataque porque, aseguraron más tarde, lo merecía por obscena, traidora y espía de Occidente. Por hablar mal de los mujaidines y por elogiar a Obama. Algo más: ciegos de odio, advirtieron que, si no moría, volverían por ella.
“Es una niña con mentalidad occidental que se la pasa todo el tiempo denunciándonos”, dijo el vocero del Movimiento Talibán de Paquistán (TTP), Ehsanulla Ehsan. “Se lo advertimos muchas veces, le dijimos que tomara el camino del islam”, prosiguió y aclaró que la edad de la nena no era motivo para la clemencia. “Todo aquel que monte una campaña contra el islam será asesinado”.
¿Cuál es la culpa de Malala? Querer saber y que todas las mujeres sepan. Pelear por una educación inclusiva y buscar por todos los medios posibles que Paquistán, con sus 180 millones de habitantes y un sistema político y social complejo, cruzado por historias imperiales y afanes religiosos integristas, pueda acabar con las tinieblas culturales.
El ataque a Malala encendió la indignación y evidenció la impotencia de las autoridades paquistaníes para terminar con el terror talibán en las zonas tribales. El episodio tomó de sorpresa a gran parte de la población, que se mostraba confiada en el control de la zona por parte de los militares. Presionado por EE.UU., que libra hace años su propia guerra contra el terrorismo en ese escenario, el presidente Asif Alí Zardari dijo que el ataque a Malala no va a frenar su determinación para terminar con los rebeldes islámicos. Pero el episodio despertó dudas ya que ocurrió a plena luz del día, a metros de un retén, en las propias narices de los hombres de seguridad.
Hija de un maestro antitalibán líder de una comunidad escolar integrada por 50 instituciones, Malala comenzó a hacerse oír cuando el régimen talibán prohibió a las mujeres de su población ir a la escuela y se ensañó con la educación. No es retórica: entre 2007 y marzo de 2009, más de 170 escuelas fueron bombardeadas, demolidas o saqueadas por soldados de la causa. Cerca de 23.000 niñas y 17.000 niños dejaron entonces de ir a la escuela, según cifras del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU.
Malala se hizo escuchar más allá de las fronteras, algo imperdonable para los dueños de la verdad coránica. Tenía apenas 11 años en 2009 cuando bajo el seudónimo Gul Makai (flor de maíz, en lengua local) comenzó a escribir un blog para la versión urdu de la BBC. Se titulaba “Diario de una estudiante paquistaní” y narraba la vida cotidiana de las niñas de su generación bajo el régimen. Decía cosas como éstas: “Camino a la escuela un hombre me dijo «Voy a matarte»”. “Me duele abrir el armario y ver mi uniforme, mi mochila y mi cartuchera. Las escuelas de los varones abren mañana, pero los talibanes prohibieron la educación para niñas. Mi verdadero nombre significa desesperación?”
“Tengo derecho a jugar, a cantar, a hablar, tengo el derecho de ir al mercado. Tengo derecho a alzar la voz”, dijo en una entrevista. E instó a las chicas de su edad a vencer el miedo: “No se queden en sus habitaciones. En el Día del Juicio, Dios preguntará: «¿dónde estabas cuando tu gente te necesitaba, cuando tus compañeros de escuela te necesitaban, cuando tu escuela te necesitaba?»” “Sueño con un país en donde prevalezca la educación y en donde nadie se vaya a dormir con hambre”, escribió otra vez.
Puede parecer una paradoja que para estos hombres que hacen alarde de valor, una adolescente que lucha por la educación de las mujeres resulte más peligrosa que un ejército occidental de ocupación. O mejor: que le teman más a una niña armada con libros que a las armas de algunos de los países más poderosos del planeta.
Y es que el miedo a las mujeres educadas, que pueden pensar por ellas mismas, aún persiste en muchas partes del mundo y rige las acciones de los gobiernos represivos. Es por esta razón que recientemente varias universidades de Irán prohibieron a las mujeres inscribirse en docenas de carreras universitarias, entre ellas Literatura inglesa (¡!). Es también por esto que las adolescentes afganas se enfrentan a diario con sujetos que les cortan el paso camino a la escuela y les arrojan ácido a sus rostros para castigarlas por tamaña osadía.
“Malala Yousufzai está en estado crítico, como Paquistán. Nos aflige el cáncer del extremismo y si no se hace nada para retirar el tumor, vamos camino a deslizarnos aún más hacia la bestialidad “, se lamentaba en un editorial el diario paquistaní en lengua inglesa The News.
En el mundo hay 32 millones de nenas privadas de la escuela primaria. Problemas económicos y culturales sostienen este déficit. Niñas entregadas en matrimonio antes de los 15 años o que salen al mercado laboral cuando deberían estar en las aulas; o simplemente nenas a las que se les prohíbe estudiar en nombre de la religión y el dogma. “Cuando educás a un hombre, educás a una persona. Cuando educás a una mujer, educás y liberás a toda una nación”, dijo alguna vez el líder estadounidense de los derechos civiles Malcolm X. Los expertos coinciden al asegurar que la educación de las mujeres es lo más parecido a una solución para países acosados por la pobreza, la inequidad y la inestabilidad política, es decir, precisamente aquellas características que generan las condiciones para el surgimiento de movimientos integristas y represivos como el talibán.
Esto asegura un estudio de la Universidad de Harvard realizado entre 1963 y 1995 en más de 100 países, que demostró que las mayores tendencias democráticas se dan allí donde hay mejor PBI per cápita, más escolaridad primaria y un mayor número de mujeres escolarizadas.
Meses atrás, un periodista de la CNN le preguntó qué le gustaría hacer si se convirtiera algún día en presidenta de Paquistán. Malala respondió que le gustaría decirles a los talibanes que las niñas deben ser educadas. “Pero esos tipos tienen armas y bombas”, la interrumpió el periodista. “Te van a decir que sos apenas una nena, que tenés que hacer lo que ellos te digan.” Ella no se dejó intimidar. “Si se negaran a dialogar -dijo-, usaría el mismo libro sagrado que ellos usan para justificar su brutalidad. En ninguna parte del Corán dice que las niñas no deben ir a la escuela”, aseguró.
Para los talibanes, Malala es el peor enemigo ya que el suyo no es el discurso de una ONG extranjera ni de un gobierno occidental. Es la palabra de una ciudadana local, una niña musulmana que pelea por el progreso y los derechos de las mujeres con valor e inteligencia. Y ya se sabe: con una población de mentes abiertas y libres no queda espacio para el terror ni el integrismo. Por eso necesitan callarla.
LA NACION