29 Mar El amor después del dolor
Por Ariel Ruya
Es una historia tejida de amor y dolor. La leyenda comienza con dos palabras: un nombre, un apellido. Se traduce en italiano: Césare Prandelli. De profesión, técnico del seleccionado de Italia, días después del ocaso en Sudáfrica. Si su cuerpo cobijara un termómetro, mostraría la fiebre del calor de todo un país, que lo respeta, que lo admira. “Hasta que pierda un par de partidos”, suele razonar. Es entrenador, sí. Pero podría haber sido un artista o bien un arquitecto, cuando aún no dominaba balones en su juventud. El tiempo lo llevó a la mitad de la cancha: corazón, patadas y pases cortos en sus años mozos, prototipo ideal del ser volante italiano, pero las rodillas maltrechas lo detuvieron a los 30 jóvenes años. Aunque la reseña es otra. No se trata de su trayectoria como entrenador. Va por otro ángulo. No es una historia futbolera, se trata de la vida misma. Maravillosa? también desgarradora. Iba a almorzar la familia Prandelli (papá, mamá, un varón, una niña) el 26 de noviembre de 2007, cuando la más devastadora de las enfermedades, esa que devora el cuerpo sin miramientos, terminó de cortarle la vida a Manuela Caffi, su mujer. Su otro yo, desde la adolescencia. Sus lágrimas, su viudez, lo transportaron a la cúspide del pasional sentimiento italiano: Italia lloró con él. El minuto de silencio días después, en un partido en el que Florentina (su amada Florencia, su casa adoptiva) chocó contra Inter, es un canto al respeto, a la tolerancia. Más de 50.000 hinchas de pie. Cientos de claveles blancos para el entrenador que, como enseña el vulgar diccionario futbolero, no se permitió una sola lágrima. Aunque, en realidad, ya las había expulsado todas.
“Entre todos me ayudaron para continuar. Sentí que me moría con ella”, reflexiona, de tanto en tanto. Nacido en Orzinuovi hace 53 años, ya había llorado el temprano adiós de su padre, a los 16. Un par de años más tarde, se conocieron. Algo así como amor a primera vista, si es que verdaderamente existe. Ya había dejado Cremonese y Atalanta; ahora verdaderamente era una figura: marcaba el ritmo de Juventus. Tres ligas, una Copa Italia, una Champions, una Recopa, una Supercopa y hasta la añorada Intercontinental. Ganaba en el césped y ganaba en la vida: el amor de Manuela lo volvía loco. Reía más de lo que solía reír. Leía más de lo que solía leer: Jean Paul Sartre, siempre a mano. Aunque cuentan que su debilidad son las buenas traducciones de Jorge Luis Borges. “Ella me enseñó todo. Me enseñó a comprender el significado de cada palabra”, cuenta Césare, el hombre sentimental de izquierda en la política, el romántico del juego en el fútbol, que ensaya transformaciones atrevidas dentro del cerrojo existencial en el que Italia suele encerrarse. Tiene tiempo para todo, aunque el seleccionado devore neuronas: sobre todo, en las desventuras de dos jóvenes. De Nicolás y de Carolina, sus hijos, a los que cuida, protege y enseña en la doble función. La de padre presente, la de madre ausente.
Hace ocho años, en Venecia, a la hora de dormir, el dormitorio daba vueltas como si hubiese sido una noche de borrachera. Un bulto en el pecho, un ganglio maldito, la primera operación. Césare ya era entrenador: estudioso, medido, querido. Sensible. Tanto que, tiempo después, luego de asumir como DT de Roma (lo que habría sido su primera gran ocasión profesional), se marchó: no pudo dejarla sola. “Ella era mi prioridad. Muchos, en el ambiente del fútbol, no lo entendieron. El fútbol estaba en un segundo plano. Su vida era mi vida”, recuerda, cada vez que la emoción no lo atraganta. Más tarde, en Florentina, toma nota de cinco años mágicos: temporadas vestidas de triunfos sin títulos, aunque maravillosos. Se podría escribir: cómo un hombre enamoró a una ciudad. Otra vez el amor?
“No me imagino al lado de otra mujer”, dice, ahora, cuando el seleccionado le roba tiempo hasta para la lectura, su reposo en las tormentas. Sabía que iba a vestirse de azul; sin embargo, durante Sudáfrica, se lo vio por Zanzíbar, una isla de ensueño, con sus hijos, apartado de pizarrones. Semanas más tarde, ya había asumido y sentido la presión de ser una de las personas más influyentes de la apasionada Italia. Vendrán los cuestionamientos. La malicia. “Espero críticas, no insultos”, advirtió al asumir. Aunque sabe que ya nada será igual: éste es su segundo tiempo. Tanto, que hasta dicen que ojos intrusos lo habrían visto con otra mujer en las playas de Forte del Marmi, un paraíso en Toscana. Algo así como el amor después del dolor?
LA NACION