Salinger, el misterio continúa

Salinger, el misterio continúa

Por Pedro B. Rey
Cuando un escritor muere, su figura y su obra suelen ingresar por una temporada en el purgatorio de la literatura, a la espera de que el tiempo incline el peso de su valor hacia un lado o hacia el otro. El caso de Jerome David Salinger, que se fue del mundo en 2010, ya nonagenario, parece romper con ese apotegma por más de una razón. Sus libros se habían publicado tanto tiempo antes de su segundo adiós (el primero fue su silencio editorial de casi medio siglo) que figuraban ya en el paraíso de los clásicos. La obra que estaba desperdigada en revistas y no se reunió en volumen murió, se diría, sofocada por el rechazo del autor a que se la divulgara. El purgatorio de Salinger debería residir, al menos, en la atenuación temporaria de su mito, si no fuera porque, justamente, su ausencia liberó las esclusas que él cerró en vida, al perseguir legalmente a todos los que indagaran sobre él con curiosidad.
Salinger es uno de los libros que intentan usufructuar esa especie de antipurgatorio en que quedó colocado el autor de The Catcher in the Rye (El cazador oculto o El guardián entre el centeno, según la versión que se prefiera) y que podría volverse más notorio todavía de ser cierto, como sostiene sin demasiadas precisiones esta biografía, que en los próximos cinco años irá saliendo a la luz una catarata de inéditos que Salinger habría dejado prolijamente encarpetados.
Shane Salerno es cineasta y David Shields, un narrador experimental conocido por cierto manifiesto construido en gran medida con frases ajenas, siguiendo la estela de Walter Benjamin y de Guy Debord. Esa doble filiación seguramente está detrás del atolondrado montaje del libro. Salinger no es uno de esos minuciosos relatos más o menos lineales a la que nos tiene acostumbrados la tradición anglosajona, sino una multitudinaria biografía coral. Hay testimonios obtenidos por los autores en entrevistas (aunque menos de los que era de imaginar), a los que se añade toda clase de textos: críticas de diversas épocas, fragmentos extraídos de todo tipo de libros, párrafos de biografías previas de Salinger y obras aledañas (incluidas la diatriba que le dedicó su hija Margaret). Por aquí y allá surgen declaraciones de algún conocido actor de cine y también, con frecuencia, de los propios Salerno y Shields, que parecen entrevistarse a sí mismos para llenar algún hueco o promover alguna interpretación.
Una biografía polifónica puede ser tan buena como cualquiera, pero es un mecanismo de relojería delicado. El patchwork que compone Salinger se destaca, sin embargo, por un exceso de material que, se diría, apunta a justificar el decálogo de conclusiones que, en el cierre del libro, explicarían el “misterio Salinger”: desde un testículo ectópico, pasando por el efecto postraumático que le dejó la Segunda Guerra Mundial, la desilusión de un amor juvenil (con Oona O’Neill, hija del dramaturgo Eugene O’Neill y futura esposa de Charles Chaplin) hasta, ítem fundamental, haber alcanzado el más puro desapego vedanta.
Así, el dúo Salerno/Shields somete la evolución cronológica de su biografiado a continuos remezones. El primero es la monumental cantidad de información sobre la Segunda Guerra Mundial con que comienza, in media res, el volumen. Es cierto que Salinger desembarcó en Normandía durante el Día D y que sufrió algunas de las batallas más crueles de la contienda, que fue testigo de la liberación de un campo de concentración y que la experiencia debe de haber sido una divisoria de aguas en su vida. Pero ese pasaje, que aspira a funcionar, es de creer, como una especie de cámara subjetiva del propio lector, termina fagocitado por innumerables informes de especialistas militares, memoriales de soldados, datos sin sentido. Algo idéntico, si no peor, ocurre con otros excursos posteriores, como el dedicado al asesino de John Lennon, colocado ahí para preguntarse si la violencia verbal de Holden Cauldfield, el protagonista de The Catcher…, no escondía en realidad una furia más criminal.
Lo llamativo de esta frondosa hojarasca es que contamina los reales núcleos de interés del libro. Un ejemplo. Salerno (o Shields) logran dar con la mujer que, al final de su adolescencia, a comienzos de los años cincuenta, mantuvo un amorío platónico con un Salinger treintañero. Ese hallazgo, sin embargo, que hace pensar en una fascinación por la inmadurez no tan distante de la versión que de ella proponía Gombrowicz, termina tristemente disminuido por la cantidad de páginas dedicadas más tarde a la reproducción de la autobiografía de Joyce Maynard, escala inevitable pero desmesurada en extensión, por ya conocida y por el tedioso tono de su autora, una pareja tardía y circunstancial del escritor.
Uno de los problemas de Salinger es que cree estar proponiendo una imagen revolucionaria de su personaje, cuando no hace más que reafirmar, con algunos aportes (datos más confiables sobre la primera mujer alemana del escritor, pruebas de su vínculo duradero con los camaradas del ejército), lo que las biografías previas, por las que muestra bastante desdén, ya habían contemplado y entrevisto.
Juan José Saer sostenía (lo decía, nada más ni nada menos, que para criticar el James Joyce de Richard Ellmann) que el problema del arte biográfico es que toda vida siempre resulta irreductible, por mucho que se quiera interpretarla. El libro de Salerno y Shields se empecina, de una manera algo neurótica, en querer obtener, sí o sí, un ADN que explique un carácter de extrema complejidad. De las más de 700 páginas del libro apenas resulta un escritor menos ermitaño de lo que se pensaba y bastante más consciente de la construcción de su propia imagen de lo que se especulaba. El volumen se divide en cuatro secciones, que aluden a las diversas etapas del budismo, dando a entender que Salinger cumplió con todos los requisitos de su enseñanza. ¿Pero no debería haber sido un motor biográfico más potente la más obvia de las contradicciones?: ¿por qué ese hombre totalmente desapegado del mundo seguía tan adherido a la imagen de su ego, que defendió hasta el último día, sin concesiones, cuando en realidad debería haberle sido indiferente?
LA NACION