06 May Violencias en el aire: el síntoma de la inclusión fallida
Por Diana Fernández Irusta
Días atrás, con las imágenes de los linchamientos a posibles ladrones aún reverberando en los medios, los vecinos de Recoleta agradecían que un enfrentamiento entre policías y delincuentes sólo hubiera reportado dos heridos, al tiempo que circulaba la noticia de que, en apenas 48 horas y en diversos puntos del país, cinco niños habían resultado heridos al quedar atrapados en tiroteos de adultos.
Mientras tanto, un jubilado suspiraba al cabo de media hora de espera de un colectivo que seguía sin llegar, un conductor soportaba una andanada de insultos tras haber reducido la velocidad al aproximarse a una bocacalle, una mujer escuchaba, luego de horas de espera en un hospital, que su turno había sido postergado y un adolescente seguía los pormenores de un virulento intercambio en una red social que confirmaba por qué los foristas argentinos están entre los más belicosos del mundo.
Más allá de encuestas o datos cuantitativos, la intuición es abrumadora: la violencia atraviesa, tanto en sus formas más evidentes como en las más soterradas, cada espacio de la vida cotidiana. Al fin y al cabo, ¿puede esperarse que la enorme brecha entre lo que nuestra época promete (consumo, modernidad, derechos) y lo que realmente brinda a enormes capas de la población genere algo distinto a la bronca y la frustración? En una sociedad que aún no se recupera del enorme quiebre puesto de manifiesto en 2001, ¿la diversidad de sucesos violentos podría leerse como síntoma de un Estado incapaz de regular la inevitable conflictividad social?
El matiz lo trae el prisma de la perspectiva histórica: ni la violencia política ni el terrorismo de Estado protagonizan la realidad actual. Lo cual no torna menos preocupante el presente cóctel de muertes violentas, maltrato entre ciudadanos y recurrentes ineficiencias estatales.
“Siempre depende con qué época comparemos -comenta Gabriel Kessler, doctor en Sociología y autor de El sentimiento de inseguridad-. Hay violencias que disminuyen y otras que aumentan. Nuestra época es menos violenta que el pasado dictatorial porque hemos erradicado el terrorismo de Estado. Otras violencias -por ejemplo, el delito urbano- conocieron un incremento muy grande en las dos últimas décadas.”
En relación con los linchamientos que sacudieron a la opinión pública durante los últimos días, Kessler señala que el sector de la ciudadanía que los apoya podría encuadrarse en lo que se denomina el polo punitivo. “Se trata de un 30% de la población, porcentaje que se mantiene desde los años 70 y que en los últimos tiempos se estructuró en torno del delito urbano.” El sociólogo, que propone no olvidar al porcentaje de población que rechaza acciones aberrantes como los llamados “linchamientos”, también acota: “Habría que preguntarse si desde el sector político no se está abonando un terreno fácil para que estos hechos gravísimos ocurran. Un 30% es una minoría significativa y hay que ser responsables con eso”.
Aunque en tiempos como los actuales los cambios de escenario político podrían tender a exacerbar la incertidumbre y la conflictividad social, los investigadores prefieren remontarse un poco más allá. Por eso José Garriga, investigador y doctor en Antropología Social, apunta a una desestructuración de los vínculos sociales que lleva décadas sin resolverse. “Yo diría que esto empieza con el golpe de Estado del 76, con la desintegración del mundo del trabajo asociada al neoliberalismo -comenta-. Por ejemplo, en el fútbol, cuando van cambiando los modos de socialización gana densidad la «cultura del aguante». Ahora bien, el universo del trabajo se desintegró en todo el mundo. La cuestión es por qué hay barras bravas acá y en otros lados, no.”
En este sentido, ¿podría pensarse que las desoladoras postales de saqueos, civiles armados y fuerzas policiales ausentes que marcaron a fuego diciembre de 2013 significaron un quiebre para nuestra sociedad? Si se trata de marcar un punto de inflexión, los investigadores prefieren remontarse a otro diciembre caliente: aquellas jornadas de 2001 que exhibieron como nunca las llagas de un tejido social peligrosamente roto. Una fractura que, diez años después, sigue sin repararse. “Más allá de la disminución del índice de Gini con respecto a la desigualdad, no se ha derrocado una parte sustantiva de las lógicas que imperaban en ese momento -explica Máximo Sozzo, doctor en Derecho, profesor y director del Programa Delito y Sociedad de la Universidad Nacional del Litoral-. Actualmente, persisten enclaves de marginalidad urbana, los jóvenes que viven en ellos ingresan en el mercado de trabajo de modo precario y flexible, y siguen marcados por la estigmatización: pueden insertarse en ciertos circuitos de consumo o laborales, pero chocan con obstáculos no económicos, ligados a cómo se han construido las relaciones sociales y culturales durante las últimas tres décadas.”
Los diagnósticos coinciden: las transformaciones que, desde fines del siglo XX, se tradujeron en mayor informalidad económica afectaron los mecanismos formales de mediación de conflictos. Lo que, evidentemente, redunda en una mayor violencia.
MALTRATOS PÚBLICOS
Pocos gestos pueden ser tan profundamente agresivos como decirle a una persona, de frente y sin vueltas: “No me importás”. Difícil evaluar cómo impacta en una población la continua sensación de que son estas palabras las que emite el Estado en cada servicio de salud degradado, cada escuela deteriorada, cada operativo de seguridad ineficiente.
“Aunque esto es una tendencia de las últimas décadas, lo que parece ser un detonante de la situación presente es la situación del sector público -afirma Daniel Míguez, doctor en Sociología, investigador del Ighecs
Conicet y profesor de la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires-. Hay una percepción social de que los organismos del Estado operan en función de los intereses de los propios funcionarios que ocupan esa estructura y muy subsidiariamente responden a las necesidades ciudadanas. Esto merma la capacidad de esos organismos de regular la vida social, y en eso aparece la violencia como síntoma, como sustituto de una regulación que los organismos públicos no ejercen adecuadamente.”
Justamente, si todo lazo social implica una cuota de conflicto o disputa por el poder, el déficit en la regulación de esas tensiones enciende todas las alarmas. En nuestro país, el punto más álgido de esta problemática le toca a la institución policial, permeada por la corrupción, deslegitimada frente al resto de la sociedad y, como muestran los últimos episodios ligados al narcotráfico, trágicamente implicada en los delitos que debiera combatir. Una de las observaciones más duras sobre este tema la hizo el sociólogo Javier Auyero -gran estudioso del conurbano bonaerense- en una entrevista publicada el año pasado en este suplemento: “No es que el Estado sólo ha estado mirando para otro lado: el Estado ha estado reproduciendo esta violencia, y parte de esa causalidad es lo que están haciendo los distintos niveles del Estado”.
LA HORA DE LA POLÍTICA
La desigualdad es el gran dato que atraviesa cada aspecto del problema. Y no sólo porque, en un país donde todavía persiste cierto imaginario ligado a la movilidad social, la realidad devuelve un revés intolerable: si no se han extinguido, las viejas expectativas de un trabajo estable y de calidad o de un progreso paulatino son hoy una meta difícil de alcanzar. Mientras que la movilidad social vive altibajos, inestabilidades y retrocesos en algunos sectores, se consolidad la heterogeneidad estructural (o sea, la parte del mercado de trabajo que no logra insertarse en puestos de calidad). Algo de la violencia -al menos simbólica- se tiene que jugar en la vida de una persona que constata que ni ella ni sus hijos ni los hijos de sus hijos podrán salir de la miseria. Por no hablar del inequitativo reparto de la violencia pura y dura: un trabajo realizado por el Instituto de Investigaciones de la Corte Suprema demostró que, en la ciudad de Buenos Aires, la tasa de homicidios dolosos (considerados un indicador general de los niveles de violencia) aumenta en las comunas más pobres, que integran la “medialuna sur”. “Algunos barrios tienen tasas de homicidios cercanas a las de París o Berlín -sentencia Sozzo-, mientras que otros poseen tasas similares a las de ciudades colombianas o brasileñas.”
Datos como los recabados por la Corte Suprema son importantes porque, si algo falta en toda esta cuestión, es la información cuantitativa. “Faltan herramientas cruciales que deberían ser producidas por el Estado -sintetiza Sozzo-. Si tuviéramos información cuantitativa válida y confiable, podríamos responder con mayor certeza, por ejemplo, si los delitos comunes tienden a ser más violentos en los últimos tiempos. Pero al no contar con datos relevados de modo continuo, por un tiempo prolongado, a nivel nacional, lo que reina son las intuiciones.” Entre esas herramientas ausentes están las encuestas de victimización, que en países como Gran Bretaña o Estados Unidos se realizan a nivel nacional. Aquí se hicieron algunas, de modo discontinuo y sólo en algunas localidades.
Otro factor para tener en cuenta actualmente es el cambio de sensibilidad frente a lo violento. Si en la década del 80 el delito común apenas ocupaba las páginas de la sección policiales de un diario o módicos espacios en los noticieros televisivos, a partir de los años 90 ganó terreno en todas las áreas periodísticas e, incluso, llegó al discurso político. Asimismo, violencias tradicionalmente invisibilizadas, como la violencia de género, la discriminación, el bullying escolar o el “gatillo fácil” policial, no sólo pasaron a ser consideradas problemas públicos, sino que también se convirtieron en blanco de condena social.
Así y todo, la gran pregunta es si hay algo en la cultura argentina que favorezca cierta inclinación por la violencia. Fenómenos como la creciente pregnancia de las prácticas ultraagresivas que promueve la Ultimate Fighting Championship (las “artes marciales mixtas” en las que vale casi todo y que cuentan con una notable base de fanáticos en nuestro país) sugieren, al menos, la necesidad de una reflexión.
¿Acaso nuestra proverbial tendencia a la transgresión podría ligarse a una historia tan plagada de violencias? Pensando en lo que la transgresión tiene de violatorio del derecho del otro, la socióloga Rosa N. Geldstein, magíster en Estudios Sociales de la Población e investigadora del Centro de Estudios de la Población (asociado al Conicet), considera que sí: “Quienes participan de una cultura que acepta, practica y justifica la transgresión y la violencia cotidiana parecen, de manera inevitable, más proclives a justificar, tolerar y hasta favorecer la transgresión y la violencia institucional, ejercida desde el poder, cuando interpretan que esos medios son eficaces para alcanzar determinados fines (legítimos o no) que, estructural o circunstancialmente, coinciden con los propios intereses e ideologías (personales o «de clase»)”.
En esta trama ingresan tanto la clase política como la sociedad civil. Por eso, Daniel Míguez pone el foco en una ciudadanía que, del uno a uno de los años 90 al retraso cambiario de la última década, siempre priorizó las políticas que prometían favorecer su capacidad de consumo en el corto plazo. “Aun a sabiendas -explica el investigador- de que esas políticas eran de corta duración y que provenían de gobiernos que no se concentraban en mejorar la calidad de la gestión de los organismos públicos.”
Luego vendría lo conocido: las explosiones de violencia cuando los efectos negativos de las políticas de tiempos cortos se hacen sentir. Si éste es el círculo vicioso, ¿existe la chance de quebrarlo? Míguez arriesga: “Lo que uno podría esperar desde una posición optimista es que, así como en algún momento la sociedad civil tomó conciencia de la importancia de la vigencia de las instituciones democráticas, también eventualmente pondrá énfasis en la importancia de tener buena calidad en la gestión de los organismos públicos y orientará al sistema político hacia esas prioridades”.
LA NACION