03 May Hacia una teoría del origen de la amistad
Por Hernán Iglesias Illa
Un escritor que me gusta lamentó hace poco que a su edad, entre los 50 y los 60, la gente ya no tuviera amigos: tienen comidas. Cuando uno es joven, viaja con ellos, forma lealtades, aprende a vivir y a conocer el mundo de la mano de sus amigos, lamentaba este escritor. Ahora, de grandes, se juntan los mismos de siempre para conversar y comer y, de vez en cuando, emborracharse. Cuando estamos con nuestros amigos nos sentimos en confianza, relajados y protegidos. Pero ya no estamos creando amistad: somos, decía, más recordadores de anécdotas que creadores de anécdotas nuevas.
Mientras escuchaba a este escritor susurrar estas cosas en una librería de Manhattan, me sentí identificado, aunque soy más joven que él, pero también me pregunté algo más abstracto: por qué tenemos amigos. Por qué elegimos los humanos a unos pocos otros humanos con quienes declarar una tregua, dejar de competir, bajar la guardia. Por qué elegimos confiar en ellos más de los que confiamos en otros socios, aliados o colegas, relaciones de las que casi siempre esperamos un beneficio. De los amigos sólo esperamos que sean buenos amigos. ¿Por qué?
Ni las ciencias sociales ni el darwinismo tradicional han tenido explicaciones buenas sobre la amistad. Para los sociólogos, hombres y mujeres pueden pertenecer al mismo grupo social, del que aprenden sus reglas de convivencia e intercambio de favores. El discurso evolutivo típico ponía énfasis en la competencia: si el principal objetivo de mi vida es pasar mis genes a la siguiente generación, ¿por qué voy a invertir energía emocional en un tipo que puede traicionarme y dejar preñada a mi mujer? En los dos casos, la explicación pasaba más por la competencia que por la colaboración desinteresada. Ni los intelectuales ni los biólogos creían demasiado en la amistad.
Ahora, sin embargo, un grupo de psicólogos evolutivos está empezando a mostrar que el altruismo recíproco y la amistad pueden tener raíces evolutivas. Estudiando a las mismas comunidades de babuinos en Kenya y en Botswana, algunos de estos científicos han visto que las hembras, alrededor de las cuales se estructuran sus grupos, muestran afecto entre otras hembras de su mismo nivel social. Y que aquellas con más amigas tienen niveles menores de un tipo de cortisona asociado al estrés. “La selección natural está favoreciendo a aquellos capaces de formar amistades”, dice el psicólogo Robert Seyfarth. Para el hombre primitivo, tener amigos podía darle a su vida una dosis de previsibilidad, saber que podía confiar en alguien. “Y uno puede imaginar cómo eso puede ayudar a bajar el estrés”, dice.
Más allá de su origen evolutivo, también me parece que la amistad ha crecido como un valor en las últimas décadas. Hasta hace no mucho, los hombres y las mujeres pasaban sus vidas rodeados de las personas que el destino había puesto ahí: sus familias extendidas y sus vecinos rurales o de pueblos pequeños. A medida que se fueron mudando a las ciudades y a elegir porciones más importantes de sus vidas (qué profesión elegir, con quién casarse), también empezaron a elegir a las personas por las cuales sentir afecto y confianza. El auge de la amistad es contemporáneo al auge de las vidas armadas alrededor de nuestros intereses y elecciones. Con los amigos descubrimos el mundo. Años más tarde, como se quejaba el escritor inglés, recordamos mil veces, en asados idénticos, aquel descubrimiento.
LA NACION