El eterno legado de Ayrton Senna

El eterno legado de Ayrton Senna

Por Daniel Meissner
La imagen quiebra la historia. Los sentidos se estremecen, aun sin conocer que habrá un antes y un después de ese momento. Ya no existirá antídoto certero contra esa nostalgia que todavía castiga sin piedad. Con el poderoso Williams FW16-B, el brasileño Ayrton Senna encabeza el Gran Premio de San Marino de 1994. Es el 1° de mayo y la Fórmula 1 corre con la tensión propia que genera la pérdida de una vida: en las pruebas de clasificación, apenas 24 horas antes, se había matado Roland Ratzenberger, al desintegrarse su frágil Simtek contra las protecciones del trazado. Senna, tal vez el último eslabón de la cadena que protegía hasta las vísceras el valor del factor humano, se había enfrentado con la organización. Le había dolido ese golpe lacerante y no toleraba la indiferencia del resto, que sólo parecía preocupado en la continuidad del show. Por eso manejaba con bronca y algo de fastidio, lo que se sumaba a la incertidumbre de saber que él podía ser el próximo mártir.
Un choque entre los coches de J. J. Lehto y Pedro Lamy genera el ingreso del auto de seguridad. Cuando éste se va, el Benetton de Michael Schumacher está pegado al auto del paulista. Entonces, sabedor de que debe ganar para descontarle puntos al alemán, Ayrton emprende otra fuga. Primero, una vuelta no muy rápida, casi de estudio. La segunda, a fondo. Al llegar a la curva de Tamburello, que entonces remataba en un paredón capaz de destrozar tanto los sueños como la integridad física de un piloto, se rompe la columna de dirección en el coche líder. En menos de un parpadeo, Senna se despista y pega contra el muro de concreto. La rueda delantera derecha se desprende y vuela hacia el habitáculo. El brazo de suspensión perfora el visor del casco como si se tratase de una lanza. Las heridas en su cabeza generan la tragedia irreversible. El mundo se estremece. La muerte desciende sobre Imola, vestida con sus ropas más lúgubres. El silencio le da paso al llanto. Se habla de un error de conducción, de fatiga de material, de una goma desinflada, de suciedad en el asfalto y hasta del destino marcado. En una comunión indivisible de dolor e incredulidad, muere el hombre de 34 años y nace el mito eterno.
Hoy, a dos décadas del luctuoso hecho, Senna no es solamente un ícono mundial por el hecho de una desaparición inesperada en su momento de máxima plenitud deportiva. Su leyenda se forjó mucho antes, cuando enriqueció su talento natural sobre los kartings, a los que les entregó todo sin medir consecuencias ni pedirles tregua a sus rivales. Siguió cuando el clásico casco Bell con los colores de su nación empezó a divisarse adelante en los pelotones de los monopostos del Viejo Mundo, a comienzos de los años ochenta. Fue campeón inglés y europeo de la Fórmula Ford 2000 y, además, se llevó la corona de la F.3 británica. Pero su destino de grandeza lo esperaba en la Fórmula 1. Allí generó hazañas que guardan visos de incredulidad para muchos de quienes leen sus desempeños.
Tuvo carreras memorables (ver aparte) desde que un Toleman lo abrigó en sus comienzos. Con Lotus demostró que tenía linaje de campeón y fue McLaren la marca que lo catapultó a los títulos obtenidos en 1988, 1990 y 1991, antes de que hacia fines de 1993 decidiera dejar la escuadra para recalar en Williams. El estadígrafo quizá no entienda el frenesí pasional de la gente por el gran Ayrton, simplemente porque éste no está a la cabeza de ninguna estadística en la F.1. Pero fue uno de esos hombres imprescindibles. Alguien que devolvía el valor de entrada con un par de aceleradas, con la magia que emanaba a borbotones de sus manos, con la pericia para llevar a un auto no muy potente a superar el límite de sus posibilidades.
En la lluvia fue un maestro que se burlaba de las leyes de la física. Tuvo peleas dialécticas con Nelson Piquet y encarnizadas en la pista con Nigel Mansell. Fue referente de Rubens Barrichello y amigo de Gerhard Berger. Pero si hubo un nombre que quedará ligado para siempre al suyo fue el de Alain Prost, el hombre con el que batalló incansablemente, dándole forma al duelo personal por antonomasia de la máxima categoría. Con el francés se batieron rueda a rueda, pelearon por los favores de su equipo cuando compartieron escudería, se dijeron frases impublicables, se prepotearon mutuamente y hasta definieron un par de campeonatos a los autazos sin considerar siquiera el valor de las vidas -la propia y la ajena-, como si se tratase de auténticos pandilleros en la calle más brava. Contrariamente a lo que pueda suponerse, ello engrandeció sus leyendas.
Senna sabía que un triunfo sin Prost en la pista le bajaba la cotización al éxito. El galo se retiró en 1993. Algunas horas antes del accidente fatal, Ayrton se lo cruzó de civil en el paddock. “Te extraño y te necesito aquí, luchando conmigo”, le dijo al francés. Y Alain sonrió, sin saber que, dos días después, San Pablo sería su próxima escala para trasladar el ataúd de su más enconado y poderoso rival, con el que tantas veces hizo las paces y con el que otras tantas veces volvió a pelearse?
Pragmático, ansioso en exceso muchas veces y con una profunda debilidad por los niños (una fundación que lleva su nombre aún colabora en todo Brasil con los más necesitados), Ayrton Senna era por momentos un hombre atormentado. Fuera de su familia, sólo dos seres aplacaban su vertiginoso corazón. Uno terrenal, el otro espiritual. Juan Manuel Fangio y Dios eran sus guías y referentes. Ante ambos se sentía protegido. En los ojos claros del balcarceño hallaba las respuestas de una existencia marcada por la velocidad, definiendo cada encuentro con él como un regalo de la vida. Con Dios dialogaba en sitios tan disímiles como su mansión de Angra dos Reis, plena de paz, o la impiadosa variante Eau Rouge del trazado belga de Spa Francorchamps, donde viajaba con el pie derecho hundido en el acelerador, desafiando sin medias tintas a esa vida que había consagrado al riesgo por obra y gracia de su propia pasión. Fangio y Dios, siempre. A menudo, los escuchaba sin pronunciar palabra. Juraba que en el podio de Brasil 93, cuando el Chueco, en su última aparición pública, le entregó el trofeo al ganador, los tres estuvieron juntos. Algo inentendible para las miradas de los hombres sin fe y que sólo podía interpretar su profunda vocación religiosa. Juan Manuel, ya muy enfermo en 1994, nunca se enteró de la muerte de Senna. Hoy, el firmamento deportivo automovilístico les corresponde por derecho propio.
Con Ayrton se desvaneció una parte hasta entonces inseparable del inventario de la Fórmula 1. Veinte años después, es un ícono que extrañan los que lo vieron correr y veneran aquellos que lo conocieron por relatos ajenos. Es que hay materias que al diluirse rompen la fórmula mágica, la marchitan, la vuelven nula. Porque los Rolling Stones no hubieran sido lo mismo sin Mick Jagger ni el cine sin Charles Chaplin. Para muchos entendidos y fanáticos alrededor del mundo, la Fórmula1 también dejó de ser lo que era desde la ausencia de Senna. Ateniéndonos a la grandeza de la figura desaparecida, no suena muy ilógico entregarles una noble y respetada porción de razón.
LA NACION

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