28 Apr Auster-Coetzee: un duelo epistolar de dos amigos imaginarios
Por María Elena Polack
nque son grandes, se los ve humildes hasta la timidez. Y no se dieron cuenta de lo desnudos que quedaron ayer al leer parte de su intercambio epistolar entre 2008 y 2011. Los escritores Paul Auster y J. M. Coetzee no sólo son “amigos imaginarios”, sino que se lo contaron a los casi 3000 asistentes a la sala Jorge Luis Borges de la 40» Feria del Libro.
Coetzee, premio Nobel de Literatura 2003, y Auster, premio Príncipe de Asturias 2006, leyeron en dos tonos de inglés bien distintos, pero igualmente claros, párrafos de 12 cartas que formaron parte de su intenso intercambio recogido en el libro Aquí y ahora. Deporte, paternidad, crisis económica, arte, incesto, malas críticas, infancia, matrimonio y amor son algunos de los temas de ese diálogo.
El encuentro de ayer fue organizado por la Universidad Nacional de San Martín (Unsam), con el apoyo de LA NACION. Durante casi una hora y media, ambos autores desgranaron sus preocupaciones y sus obsesiones; dieron definiciones conceptuales sobre el mundo y sobre sus creaciones para un público integrado por estudiantes universitarios y personas de distintas edades, que hicieron cola durante más de tres horas.
La primera carta leída por Auster se centró en cómo conoció a una de las personas que menos le gustaron en el mundo y que hubiera preferido no conocer. El objeto de su encono ideológico, más que humano, era el actor Charlton Heston, con quien se cruzó tres veces en pocas semanas en Cannes, Chicago y Nueva York. “¿Te pasan a ti estas cosas, John, o sólo me pasan a mí?”, le preguntó Auster a Coetzee en su carta del 14 de diciembre de 2008.
Pero Coetzee no leyó su respuesta, sino que optó por otra carta, de 2009, en la que confesaba su aversión a los deportes y las competencias.
Sin embargo, el autor de La infancia de Jesús admitió que hasta los 20 años estuvo “muy comprometido” con el ajedrez.
Abandonó esa disciplina luego de un viaje en barco a Nueva York, durante el cual se pasó dos días jugando con otro pasajero y quedaron en tablas. “Todo el trayecto a Texas lo viví enfrascado en que no tendría que haber aceptado las tablas. Estaba febril, en silencio, enloquecido de furia en el fondo del ómnibus Greyhound. Y a partir de allí lo que asocio a la competencia es aquel recuerdo. No me importan las formas de los deportes, al igual que no me gustan las formas de la guerra. No tienen gracia. En Japón la derrota es vergonzosa e imponer la derrota también es vergonzoso”, explicó en una extensa carta a su amigo norteamericano.
El encuentro tuvo un inicio accidentado, pero hilarante. “Parece una película de ciencia ficción de la década del 50. El ruido parece el de los platos voladores. ¿Vos percibís lo mismo que yo “, preguntó Auster un instante antes de pararse e irse del escenario en busca de una solución para el audio. Coetzee no tuvo tiempo de responder la duda y se quedó petrificado durante los tres minutos que se quedó solo. Desorientado pero divertido, el público le tomaba fotos al autor de Esperando a los bárbaros porque no podía creer la inmutabilidad del escritor sudafricano.
Auster regresó al escenario confiado vanamente en que el inconveniente se había superado. Volvió la interferencia. Ambos dialogaron muy suave y Auster anunció: “Vamos a volver cuando lo resuelvan”, y se marcharon como dos colegiales.
Varios minutos después de que Gabriela Adamo, directora de la Fundación El Libro, organizadora de la Feria, y el rector de la Unsam, Carlos Ruta, pidieron disculpas y se resolvió el desperfecto, Auster y Coetzee regresaron al escenario y siguieron su presentación. Entre el público, el presidente de la Fundación El Libro, Gustavo Canevaro, respiraba aliviado.
Cómo elegir los nombres de los personajes que salen de sus plumas o el significado de sus nombres también fue motivo de intercambio epistolar. “El único problema es que tu nombre dice tu destino cuando estás en el borde de la muerte”, escribió Coetzee el 24 de agosto de 2009. Pocos días después, Auster se refirió al significado que podían tener, por ejemplo, los nombres de las calles. “La calle 55 puede tener una connotación anónima, pero para mí es una calle que está en Nueva York, más precisamente en Manhattan. Yo pienso en el hotel Saint Regis y recuerdo un encuentro erótico que allí tuve. Los números (en referencia a las calles de Nueva York) cuentan historias y son provocadoras de otros recuerdos.”
Y para sorpresa del auditorio, el autor de Leviatán contó que se ha pasado la vida explorando su propio nombre y resumió que Paul significa “pequeño, insignificante” y su apellido “viento del Sur, es decir, gas rectal”, por lo que concluyó impávido: “Soy una pequeña ventosidad”.
La geografía y los ambientes de sus novelas y de sus lugares de trabajo los han desvelado. El 29 de noviembre de 2010, Coetzee admite que, en comparación con su amigo, él tiene “una imaginación muy pobre”. Pero acierta seis meses después en describir cómo cree que es el lugar de trabajo de Auster: “Tengo algunas visiones del lugar donde trabajas. Las paredes son blancas. Usas una Remington voluminosa y tienes una mancha de tinta en tu pulgar. Cuando te veo así siento un cariño fraternal a tu valentía. Mi visión de ti es como un prisionero de la musa”.
“El lugar donde trabajo tiene muchas ventanas y luz. La máquina es Olimpus y no una Remington. La parte más valiosa de mi vida transcurre en este lugar”, le explica Auster el 12 de junio de 2011.
La confesión más profunda de Auster sobre su vínculo epistolar con Coetzee es del 23 de diciembre de 2010: “Eres como el otro ausente, una especie de primo adulto o amigo imaginario. Voy contigo en la cabeza. Nunca había tenido con nadie una correspondencia tan seguida”.
Quizás hayan ahondado mucho en sus ideologías. Pero a la aversión de Auster sobre Charlton Heston, gran defensor del armamentismo ciudadano norteamericano, Coetzee le suma su expectativa por la caída del régimen de Khadafy en Libia: “Si uno espera lo suficiente, la rueda de la fortuna los guiará y los poderosos serán derrocados. El mundo sigue dándonos sorpresas”.
LA NACION