22 Apr La desaparición en Londres de la hija del hombre que dirigió el diario de Massera
Por Ricardo Ragendorfer
El 12 de noviembre de 1998 no fue un buen día para el ex almirante Emilio Eduardo Massera. A ocho años de ser indultado por Carlos Menem, acababa de volver a la sombra, esta vez por el robo de un bebé nacido en la ESMA. Su flamante lugar de residencia era una austera piecita en la sede de Gendarmería situada en Campo de Mayo (ver recuadro). El calor era pegajoso. Y el viejo dictador, ya obeso y marchito, lucía un rictus torvo, mientras sus ojos atendían un título del diario La Nación: “Encerrado, Massera espera que se apruebe su prisión domiciliaria”. En aquella hoja también había una nota sobre el proceso de extradición de Pinochet en Londres. En ese preciso instante, la casualidad hizo que una conocida suya protagonizara allí una truculenta circunstancia.
Gracia Lezama de Morton era una violinista argentina de 40 años, radicada desde 1987 en Londres. A las 8:40 de la mañana de ese jueves, salió de su departamento, situado en un edificio del barrio Kensington, según una cámara de seguridad instalada en el hall. Sus imágenes muestran a aquella mujer de baja estatura y melena rubia junto a su hija, María Celeste, de cuatro años. Otra cámara las registró al subir a un Rover 416 de color verde. Y a los pocos minutos, luego de dejar a la niña en un jardín de infantes de Oxford Gardens, ella enfiló hacia el barrio de Holland Park, en donde –alrededor de las 930– se detuvo frente a una lujosa residencia de ladrillos rojos ubicada en St. Anns Road. Allí vivía su ex marido, Jonathan Morton, un acaudalado arquitecto de 60 años, de quien se había separado en febrero. De acuerdo a la declaración de Morton, hablaron del divorcio que tenían en trámite y sobre la educación de la pequeña María Celeste. Gracia se habría retirado a las 10:30. Ello, claro, sólo es una suposición, puesto que nunca más se la volvió a ver con vida, aunque tampoco sería hallado su cadáver. Era como si se la hubiera tragado la tierra. Es decir, se había convertido en una desaparecida. Y en su caso, por ser nada menos que hija de Hugo Ezequiel Lezama –un conspicuo colaborador civil de la última dictadura militar argentina que supo poner su intelecto al servicio de Massera– semejante condición no deja de ser una extraña paradoja del destino.
ENTRE PLATERO Y EL ALMIRANTE CERO
En agosto de 1948, la revista Anales invitó a Buenos Aires al poeta español Juan Ramón Jiménez. Su llegada al puerto de Buenos Aires fue un verdadero suceso, matizado por el cariñoso flamear de pañuelos y gritos de alegría por parte de sus admiradores y algunos poetas locales. Entre ellos, había un joven rubicundo, extremadamente alto y algo obeso; no era otro que Lezama. Es que el campo de la poética fue para su alma veinteañera un eficaz atajo como para sobrellevar la aversión que le causaba el gobierno de Perón. Ya por entonces él tenía una cosmovisión ultraliberal, anglófila y profundamente antiperonista.
Un cuarto de siglo después, su fervor por los versos alejandrinos sólo sería un recuerdo; en cambio, conservaba intacta su ideología, para la cual, por cierto, trabajaba con ahínco. Al respecto, en esos días se había topado con una suerte de espíritu gemelo, con el que mantenía un respetuoso intercambio intelectual. Se trataba del entonces contralmirante Massera.
Su carácter entrador había fascinado al mismísimo Perón, quien en 1973 dio el visto bueno para su nombramiento como jefe máximo de la Armada. En ese momento, el marino aún no había cumplido 50 años, por lo que su designación les costó la cabeza a siete jefes navales de mayor jerarquía. Ya se sabe que el “Negro” –tal como le decían sus compañeros de promoción– sería a partir del 24 de marzo de 1976 el dueño y señor de la ESMA, el campo de exterminio más importante del régimen y, en paralelo, el laboratorio en el cual el “Almirante Cero” –tal como le llamaban sus subordinados– incubó su ensoñación política con mano de obra esclava.
Para Lezama, aquel hombre era, simplemente, Emilio.
Y durante ese lapso fue su confidente, el redactor de sus discursos y también uno de los arquitectos del Partido para la Democracia Social (PDS), el espacio a través del cual el marino pretendía perpetuarse en el poder una vez concluida la dictadura. En ese contexto, el 1º de agosto de 1978 salió a la calle el primer número del diario Convicción. Su director no fue otro que Lezama.
Este –quien como periodista ya había dirigido los semanarios Atlántida y El Hogar– le impuso al diario un estilo no exento de cierta extravagancia. No era extraño que algunas de sus notas denostaran la política económica del ministro José Alfredo Martínez de Hoz, mientras que los artículos de cultura sonaban hasta progresistas. De hecho, Lezama había convocado a redactores con ese perfil. No obstante, algunos de los textos allí publicados fueron escritos por cautivos en las mazmorras de la ESMA. Otros secuestrados por el terrorismo de Estado eran conducidos cada madrugada por sus verdugos a un enorme galpón de la calle Hornos al 200, en donde funcionaba la redacción y los talleres del diario, para cumplir tareas de diseño e impresión. De tal circunstancia, Lezama tenía pleno conocimiento.
En esa época, Gracia tenía 20 años y vivía junto con sus cuatro hermanos –Constanza, María Pía, María Luz y Ezequiel– en el departamento que alquilaban sus progenitores sobre la Avenida del Libertador. Tal hábitat resultaba surrealista; en el living, entre reproducciones del Renacimiento y telas originales de pintores argentinos –tal vez rapiñadas por un grupo de tareas en algún operativo– resaltaba un enorme cuadro de la Fragata Sarmiento. En los rincones o sobre la mesita ratona solían estar las armas de la custodia. En medio de semejante escenografía, la esposa de Hugo Ezequiel, doña Gloria, servía café a los ocasionales invitados: gente de la cultura y criminales de lesa humanidad. El dueño de casa acostumbraba a departir con ellos hasta altas horas de la noche. Grandilocuente como su masa corporal –medía casi dos metros y pesaba unos 140 kilos– y afecto a celebrar con risotadas sus propios chascarrillos, Lezama resultó ser un padre peculiar y, por cierto, su debilidad era justamente Gracia, quien ya por entonces había empezado a estudiar violín.
Tras la Guerra de Malvinas, vendría la debacle familiar. El proyecto político del Almirante y, por añadidura, el diario Convicción, se fueron a pique como el crucero General Belgrano, al igual que la situación económica de los Lezama. A ello se le sumó el retorno a la democracia, la cual convirtió a Hugo Ezequiel en un cadáver social. Tanto es así que este desde entonces se ganaría la vida a duras penas, oficiando en ocasiones como ghost writer para algunas editoriales.
A mediados de los ’80, Constanza –la mayor de sus hijas– viajaría a Londres en busca de mejores horizontes. Allí contrajo matrimonio con el director de la Philarmonica Orchestra, Peter Thomas. A principios de 1987, Gracia también fue a la capital del Reino Unido. Tenía el propósito de perfeccionar con Peter sus estudios de violín. El músico no tardó en presentarle a un amigo suyo; se trataba del millonario Jonathan. El casamiento entre ellos fue unos meses después.
Tal circunstancia sería un bálsamo para el alicaído ánimo de Hugo Ezequiel. En 1991, una enfermedad cardiovascular lo llevaría a la tumba.
Massera asistió a su entierro.
SIN TIRO DE GRACIA
En los días posteriores a la desaparición de su hermana, Constanza recorrió hospitales, pegó afiches con la foto de Gracia y no perdió detalle alguno de la pesquisa policial iniciada por el Scotland Yard. Los investigadores descartaron de plano la posibilidad de un ataque de amnesia o una fuga histérica, dado que su cuenta bancaria estaba intacta y tampoco usó la tarjeta de crédito; además, el Rover verde seguía estacionado en aquel tramo de St. Anns Road. Morton, a su vez, insistía en que su ex esposa se había ido de la residencia una hora después de su llegada. Repetía tal versión sin ocultar su abatimiento.
Lo cierto es que en los últimos años la convivencia entre ellos no había sido un lecho de rosas. Sucede que ese hombre algo excéntrico –que solía definirse como marxista y amante de Mozart– no era fácil de tratar. Y su temperamento posesivo –según allegados al matrimonio– tenía ribetes casi patológicos. Las desavenencias entre ambos comenzaron tras el nacimiento de María Celeste. Y se agravarían con el correr del tiempo. Pero en los últimos meses, un hecho sacaría a Morton de sus casillas: haber depositado a nombre de Gracia una herencia de 750 mil libras esterlinas (un millón de dólares, en esa época), de los cuales ella, luego de la separación, utilizó 450 mil para comprar el departamento de Kensington. A ello se le sumó la animosidad de Jonathan por el noviazgo que su ex esposa había iniciado un broker de la City londinense llamado Sandy McDonald.
No obstante, el magnate ahora se mostraba apesadumbrado por la suerte de Gracia. Tan apesadumbrado que ni siquiera atinaba a contestar las llamadas de Constanza y su madre, Gloria, quien había llegado a Londres una vez enterada de lo que había ocurrido con su otra hija. Ellas ya no tenían ninguna duda de que la violinista estaba muerta. La policía, tampoco.
Así fue como Morton fue puesto bajo la lupa de la investigación. Y en la mañana del el 26 de febrero de 1999 –a casi 15 meses de que Gracia fuera vista por última vez– el Scotland Yard lo detuvo e hizo excavaciones en el jardín de su residencia. Los resultados fueron negativos. El tipo fue liberado bajo fianza. En 2005, Morton planeaba declarar fallecida a Gracia –las leyes británicas estipulan que en estos casos tienen que transcurrir siete años para ello–, con la idea de recuperar las 350 mil libras esterlinas inhibidas en su cuenta. Pero una poderosa razón le impidió concretar ese trámite: su arresto. En agosto de aquel año fue llevado a juicio. Entonces se dio por probado que durante la mañana de ese 12 de noviembre él asesinó a la violinista en la casona de Holland Park. Y fue condenado a siete años de cárcel.
El cuerpo de la víctima jamás fue hallado.
Gracia, la hija de quien había sido cómplice del exterminador de la ESMA, aún sigue desaparecida.
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