En busca de una mujer inasible

En busca de una mujer inasible

Por Armando Capalbo
En Nada se opone a la noche la reconocida novelista francesa Delphine De Vigan (1966) explora con descarnada emotividad la extraña muerte de su propia madre, Lucile, y revela los pormenores de una sorprendente escritura autobiográfica en la que madre e hija devienen un mismo referente. Confesional, el relato se aproxima al más crudo exorcismo de un dolor sin remedio y de una incógnita sin solución.
A lo largo de la primera sección, Lucile, la madre de Delphine, es una niña. Disfruta del descubrimiento del mundo, padece el nacimiento de sus hermanos, se engalana para fiestas de compañeros de escuela y se divierte en las vacaciones, pero lo más importante es la relación con sus exóticos padres. Aun sin narrarlo, el contraste de esa infancia con la de la propia narradora es evidente y podría decirse que el pulso autobiográfico está contenido y disimulado en la otredad de la propia madre. Luego, en la sección siguiente, en la entrañable París de los años 60 y 70, ya se vislumbra la importancia de Delphine en la vida de Lucile, entremezclada con maridos, amantes y una peligrosa tendencia a las altas y bajas emocionales. La protagonista es la madre, sí, pero el perfil de la autora se va trazando como una imagen en un espejo deformante. Es la búsqueda de una mujer misteriosa, inasible, que se revela y oculta a la vez en momentos de ánimo desbordante seguidos de la más silenciosa abulia. Así, la crónica se vuelve casi tenebrosa, reveladora de un dolor profundo, de la incógnita insoluble que empezó mucho antes de la desaparición de Lucile.
La perenne pregunta por la identidad recorre las páginas de Nada se opone a la noche , en un reflujo creativo que confiere valor tanto a la libertad individual como a la herencia y a lo atávico. La problemática de la memoria se yergue con fuerza inusitada de forma tal que el espacio autobiográfico o el relato confesional termina siendo un medio para un fin: la exploración de un lenguaje que convierte al propio yo en objeto de escritura y de reflexión. Dilucidar el sentido de la vida de su madre es, para la narradora, un encuentro íntimo con lo más recóndito, es ensayar la búsqueda del lánguido remanente de una ausencia.
Pletórica de exorcismos, de redenciones, de gritos sofocados, de fantasmas que aparecen y desaparecen, la reconstrucción de la vida de Lucile es, en Nada se opone a la noche , una novela dentro de otra, un relato enmarcado por la vulnerabilidad de una prosa narrativa que se sabe impotente para auscultar en lo más profundo y que se cuestiona a cada paso la crónica misma de los sucesos, la veracidad de los recuerdos, el sonido engañoso de frases, palabras y canciones que la memoria devuelve transformada por la nostalgia y a veces por la desesperación. Sin embargo, el desgarro jamás es visceral y Delphine De Vigan nos sorprende con un refinamiento de cotas líricas, sentimentales, hondamente conmovedoras. Mientras la investigación sobre la madre evanescente prosigue, la prosa se llena de presagios, de comentarios dichos al pasar que delatan el proyecto suicida de Lucile. Su abismal soledad la lleva a expresar lo inexpresable y es su propia hija la que transforma el dolor de aquellas palabras en una memoria activa y emotiva. Y es en el vórtice de esa misma emoción donde se vislumbra con refulgente belleza no el rostro añorado sino su sombra, su retrato en fotografía, su réplica en los espejos. Lucile siempre ha sido una iconoclasta aun en su adocenado rol de madre envejecida y de abuela.
No sólo el psicologismo del relato perturba y conmueve, también la incertidumbre de cómo narrar la vida de alguien tan cercano pero que siempre estuvo tan lejos. De Vigan transparenta la insatisfacción, el displacer y la incertidumbre de buscar la verdad y no poder encontrarla ni en lo más recóndito de la memoria. Resucitar el pasado es la única tonalidad que resuena sin pausa en Nada se opone a la noche . Pero no se trata de una revisitación iluminadora; al contrario, deja al presente en la oscuridad de la controversia y de la ambigüedad. Se trata de una autobiografía de los vestigios, de los remanentes y de los fragmentos. La sucesión de personas narrativas, de incidentes referidos hasta en el más mínimo detalle y el valor de los silencios expone una inusitada revelación de lo incomprensible. El trastorno bipolar de la madre tanto como la anorexia y la insatisfacción sexual de la hija se convierten así en el telón de fondo de una pesquisa que lentamente se va sumergiendo en el misterio y en lo inaccesible.
Incluso así, la escritura, para De Vigan, es un modo de sobreponerse al dolor. En el trayecto autobiográfico ningún secreto deviene impúdico pero ningún recuerdo modifica la realidad de la desaparición de un ser amado. Queda impertérrito el amor, el respeto, el reconocimiento, aun en la confusión extrema de una muerte que depara preguntas incontestables y respuestas insatisfactorias. En el relato, la escritura autobiográfica es la reconstrucción de lo propio y lo ajeno de un par de vidas, para siempre enlazadas por la herencia biológica y cultural. Lo doméstico y lo maternal apenas alcanzan para resguardar al lector de la gran cita con el universo íntimo y sentimental que la novela regala como su mejor logro.
LA NACION