“Nunca tuve gran cosa que elegir en la vida”

“Nunca tuve gran cosa que elegir en la vida”

Por Pedro B. Rey
En La poesía del pensamiento, George Steiner, incansable estudioso de los poderes del lenguaje, recurre entre otros al filósofo Jean-Luc Nancy para explicar el objetivo de su propio libro, que analiza las dificultades mutuas que se ocasionan filosofía y poesía. “Juntas son la dificultad misma: la dificultad de tener sentido”, cita Steiner, para acotar que esa frase de Nancy “apunta al quid esencial, a la creación de significado y la poética de la razón”.
La consideración del autor de Después de Babel funciona como perfecta síntesis introductoria a otro quid, la propia obra de Nancy, uno de los filósofos europeos más silenciosamente influyentes de la actualidad. Ese pensamiento hace referencia al ” decir del mundo” o al ” fin del sentido”. Medita sobre la idea de comunidad (a partir del concepto de désoeuvrement de Maurice Blanchot) o sobre el arte. Pero también puede reflexionar en profundidad sobre el cristianismo, el holocausto o su propia experiencia como individuo que vive, trasplantado, gracias a un corazón ajeno. La traducción de muchos de sus libros por editoriales argentinas (Amorrortu, La Marca, La Cebra) demuestra el interés creciente por sus ideas.
El absoluto literario. Teoría de la literatura del romanticismo alemán, uno de sus primeros libros, publicado recientemente por Eterna Cadencia, permite explorar su pensamiento, en cambio, a la luz de una de sus primeras encarnaciones. Escrito en colaboración, como otros textos, junto con el fallecido Philippe Lacoue-Labarthe, el volumen fue publicado en francés en 1978 y representó, para la cultura francesa, un gesto provocativo. Los textos clásicos del primer romanticismo alemán, agrupado alrededor de los hermanos Schlegel y la revista Athenaeum, apenas se conocían en Francia o contaban con traducciones defectuosas. Con su trabajo filológico, información histórica y nuevas versiones de escritos como Conversación sobre la poesía, el libro de Nancy y Lacoue-Labarthe hizo algo más que señalar al romanticismo de Jena como iniciador del “proyecto teórico de la literatura”: también auscultó los alcances filosóficos de aquellas ideas, que distaban de limitarse a ese plano.
“El primer romanticismo alemán -dice hoy Nancy, sin dejar de recordar que Lacoue-Labarthe, fallecido hace pocos años, debería estar respondiendo a la par de él- se preguntaba cómo podía y debía decirse un mundo que decididamente no tenía ya mitología -ni pagana ni cristiana-, vale decir, ni epopeya ni tragedia, y que, sin embargo, no podía quedarse con el discurso de la razón ni, por otro lado, con el discurso político, aunque fuera republicano. Lo que sacó a luz El absoluto literario, me parece, sigue siendo actual, por las prolongaciones, desarrollos y transformaciones que provienen de aquel período: la época de la revolución burguesa, democrática e industrial en que Europa empezaba a salir del Siglo de las Luces.”

-La tradición alemana es un punto de partida decisivo de su reflexión filosófica en general. ¿Fue una consecuencia de su formación o un interés electivo?
-No puedo distinguir entre elección o formación. Nunca tuve gran cosa que elegir en la vida: las corrientes profundas siempre vienen del mar abierto. Viví en Alemania de 1945 a 1951 . Mi padre era ingeniero militar y fue destinado allí tras la guerra para encargarse de patentes industriales. El alemán fue mi segunda lengua de infancia, lo que después me resultó precioso. La filosofía no vino a esa edad, ¡al menos no de manera visible! Desde el siglo XIX, en todo caso, la tradición alemana ha sido la línea principal del pensamiento europeo y, a partir del cuasi suicidio intelectual de Alemania de los años 30 y 40, le incumbía al resto de Europa -incluso al mundo, diría- retomar esa herencia y refundarla. Nietzsche, Heidegger, Carnap, Wittgenstein, Freud conocieron así un nuevo destino, mezclado, entre tantos otros, con los de Bergson, Russell. De manera más profunda, eso significaba que era necesario volver a poner en marcha la conciencia de un fin de “la época des Weltbilder” (“concepciones del mundo”) o, en otros términos, de un fin de la metafísica. Pero no podía pensarse algo así en profundidad sin releer y reinterpretar lo que -junto con Kant- había formado el primer estremecimiento fundamental de la metafísica en sentido tradicional. A partir de Kant y hasta Heidegger, el hilo rojo, el factor clave de la filosofía pasó por Alemania y por Austria…

-Con Lacoue-Labarthe, declaraban que no pretendían reivindicar el romanticismo, sino constatar que, para bien o para mal, somos sus herederos. Casi treinta años después de escrita, ¿en qué punto exacto sigue siendo válida esa línea?
-Para ir al grano, en que todavía nos encontramos en un relevo o una ampliación de la “razón” de la época de las Luces y, al mismo tiempo, en que no sabemos cómo entender del todo esas palabras que empleo: “ampliación” y “relevo”. El “absoluto” colocado en una “poesía infinita” (como hacían los románticos) excede manifiestamente los límites de la razón racional y razonable. Pero ¿qué quiere decir eso exactamente? Los románticos de Jena sabían que no podían contestar esa pregunta, pero, al mismo tiempo, tenían la convicción, justificada, de haber planteado la pregunta correcta.

-Dado eso, ¿resultaría necesario hoy un poco más de romanticismo, entendiéndolo en aquel sentido original?
-¿En qué sentido entender que se necesita un poco más de romanticismo ? No podemos repetir simplemente la cuestión… Los problemas, para empezar, no son los mismos. De hecho, en épocas posteriores la poesía de los románticos creyó realizarse bajo una forma religiosa, nacional o revolucionaria… lo que nos lleva a desastres subsiguientes en que se mezclaron de distinta manera términos como “nación” (“pueblo” o “raza”), “religión” y “revolución”. Todo eso representa el fracaso del romanticismo apasionado. Volvimos para atrás, pero no a la época de las Luces, dado que el optimismo democrático y cosmopolita fue destruido por el desarrollo técnico, que poco a poco subsumió en sí los restos románticos y los restos de racionalidad. Yo diría, más bien, que hoy tenemos necesidad de algo a lo que ya no podemos darle nombre, que no puede seguir la aventura implícita en ese nombre: “romanticismo”. Y, sin embargo, necesitamos un impulso. Creo que ese impulso amerita todavía el nombre de “poesía”, siempre y cuando no lo entendamos de manera exaltada o afiebrada, sino como una afirmación de sentido que excede la filosofía (el orden de las razones) y que rechaza la religión (el orden de las creencias). Un sentido, en suma, que vale por sí mismo y no requiere justificación. Es un poco, sin duda, a lo que se acercó Hölderlin, de manera separada de los románticos y de los filósofos que le eran contemporáneos.

-¿Qué indica que la crítica, desarrollada por el romanticismo, haya perdido poder en el mundo contemporáneo?
-Perdió más que poder: perdió la existencia que el romanticismo quiso darle y que, más tarde, Walter Benjamin todavía supo entrever. Es un fenómeno notable: la crítica era el nombre para una práctica de discernimiento, mucho más que de evaluación (Kant le dio cartas de nobleza al sentido de “discernimiento”, “distinción” e incluso consideró la palabra “crítica” como una marca distintiva de su tiempo). Ese discernimiento debía ligarse a la formulación de las características propias de una obra; la elaboración de la figura de su propio genio. La crítica le prestaba atención extrema a lo que una obra tenía de más personal, de más original, léase originario: distinguir lo que distingue a una obra. En un sentido límite, eso puede significar: hacer otra obra… Como se sabe, Friedrich Schlegel declaró que “la teoría de la novela debería ser ella misma una novela”. Sin llegar a eso, podemos sostener que las grandes obras críticas de hoy son las obras inventivas, que hacen aparecer rasgos todavía no advertidos de una obra, de un autor o de una época. Menciono el primer ejemplo que me viene a la mente: La transparencia y el obstáculo, el libro que Jean Starobinski le dedicó a Jean-Jacques Rousseau.

-Con estas evocaciones nos alejamos, inevitablemente, de la acepción más corriente y trivial de la palabra crítica.
-La de las recensiones periodísticas, que pueden estar más o menos bien hechas desde el punto de vista informativo, pero no cumplen la función de sacar a la luz un “carácter”. Quizá la palabra “criterio” permite determinar mejor qué está en juego. En última instancia, la crítica romántica es una crítica sin criterios, mientras que la crítica apreciativa está repleta de criterios, conscientes o no, declarados o no. La segunda es conformista; la primera inventa sus propias formas.

-¿Qué marcas de romanticismo encuentra, si las hay, en su propia obra, tan variada?
-Me parece que se puede encontrar un trasfondo romántico en las tres direcciones principales de mi trabajo: la idea de comunidad, el arte y lo que designo con la palabra “adoración”. Es claro que la comunidad bajo diversas formas -comunidad de vida, de trabajo, comunidad entre prácticas o disciplinas, ” comunismo de espíritus”- ha sido una preocupación de los románticos que sintieron el “individuo” del iluminismo como una limitación. El arte. bueno, no hace falta insistir: el romanticismo engendró “el arte” en el sentido moderno de “creación de un mundo” o de “producción de formas de un sentido posible”. En cuanto a “adoración”, es el nombre que retengo para designar lo que queda después de que terminara el cristianismo como sistema de creencia: la adoración -una palabra que reúne admiración y amor- se dirige al infinito presente aquí y ahora. Me parece que se puede detectar una procedencia romántica en eso. Digamos que es también de lo que habla Rimbaud cuando escribe: “Elle est retrouvée / Quoi ? l’éternité / C’est la mer allée / Avec le soleil” [¡Ha vuelto a aparecer!/ ¿Qué ? -La eternidad. Es el mar que se fue con el sol]. O bien en Borges, cuando se refiere al momento en que el hombre sabe de una vez por todas quién es.

-En El absoluto literario , aunque recuerda que está lejos de ser la única forma que practicaron los románticos de Jena, y que lejos estuvieron de ser sus creadores, se analiza en detalle la importancia del fragmento, que sigue siendo tan actual.
-Es una cuestión muy difícil, y por eso le dedicamos mucho espacio en ese libro y otros. El fragmento está ligado, de manera muy evidente, a una desaparición de la confianza en los sistemas, en los conjuntos organizados que se presentan como capaces de contener un principio y un fin. El fragmento vale por su resplandor, por su brillo aislado, por su destello que no dura. No funda ni concluye nada. En ese sentido es un desarrollo muy notable del romanticismo porque presupone un desplazamiento en relación de los sistemas filosóficos, científicos o religiosos. Se puede decir, por lo demás, que el ancestro del fragmento es el ensayo en el sentido que le da Montaigne: apunte, bosquejo que reivindica lo discontinuo como expresión de la vida. Y también las máximas de Gracián, que exceden el orden que las engloba. Pero, al querer darle una dignidad y un alcance todavía más fundamentales, el romanticismo introduce una ambigüedad: el fragmento puede querer bastarse a sí mismo, como si fuera un sistema entero. Es lo que dice aquel famoso fragmento de Schlegel sobre el “erizo”: hay una unidad orgánica que rechaza las marcas del fragmento como tal, que se recompone como unidad íntegra. En otros términos, el fragmento puede ser pensado como suspensión de la continuidad o como ruptura de la totalidad.

-El fin del sentido, una idea recurrente en otros libros suyos y que puede relacionarse con esa cuestión, a veces da lugar a malentendidos. ¿De qué hablamos hoy cuando hablamos de sentido, o de su ausencia?
-No hay “fin del sentido” en el sentido absoluto de la palabra: hay fin de la posibilidad de plantearse significaciones cargadas de un sentido último y definitivo, como “Dios”, “Hombre”, “historia”, “progreso”. Hay un fin del sentido completo, terminado. Pero por eso mismo se da la posibilidad de pensarlo como una apertura sin cierre, como circulación sin fin.
-Muchos de sus libros, como Tumba de sueño, son filosofía, pero tienen también un fuerte componente poético. ¿Cuáles son los nexos entre pensamiento y poesía?
-Hay poesía cuando un sentido abierto permanece abierto y muestra su apertura con sus propias palabras… o con una forma musical, un dibujo, un color, un baile, una película. Hay filosofía, en cambio, cuando el sentido reenvía su apertura a otras palabras, a un encadenamiento de palabras encargadas de definir o, al menos, de circunscribir un significado. En el primer caso, el infinito es “actual”: todo está ahí, en la palabra, en el instante. En el segundo caso, es “potencial” -el infinito malo, como diría Hegel- con el que nunca se puede terminar. Un infinito, evidentemente, llama al otro. Desde que el poema deja de resonar en su brillo aislado, me pregunto qué quiso decir… Desde que el discurso se extiende demasiado, deseo terminarlo, interrumpirlo con una palabra que no exija otras significaciones.

-Pocos filósofos le han prestado tanta atención al cuerpo. ¿Por qué ocupa un lugar tan central de su reflexión?
-No ocupa un lugar central: ocupa todo. No hay nada fuera del cuerpo. Un cuerpo es la posibilidad de relación con otros cuerpos, es una extensión abierta al encuentro, el acercamiento, el choque. La palabra sale de un cuerpo. Lo que llamamos “espíritu” no es más que el cuerpo como punto de una posición de existencia (sin dimensiones, no obstante), posición a partir de la cual se abre. Hay que reconocer que la palabra “cuerpo” es ambigua porque reenvía a la dualidad cuerpo-alma, en la que nos olvidamos que “alma” es el nombre de la forma del cuerpo (para eso hay que retrotraerse a Aristóteles). Un cuerpo joven o viejo, enfermo o robusto, activo o pasivo, un cuerpo de mujer o de hombre, de caballo o de insecto, de manzana, de helecho, de agua o de fuego expone la forma que es su alma; es decir, su presencia y su relación con los otros cuerpos.

-¿Qué lo impulsó a escribir El intruso, en que relata su trasplante de corazón?
-Surgió como una reflexión sobre el carácter altamente técnico del trasplante de órganos. Ser trasplantado del corazón no es tanto tener un órgano que viene de una persona fallecida, sino un órgano que, además, en nuestra cultura occidental representa el sitio de la vida y de la pasión. Significa convertirse en alguien que vive en interdependencia estrecha con todos los medios técnicos de la medicina y de la bioquímica, de la farmacología, con sus complejos efectos y sus interacciones interminables. Es vivir una vida que me es transmitida sin parar y renovada por medio del encadenamiento de los inmunodepresores y de los controles, de las medidas, de los exámenes.

-El texto lleva a preguntarse si es verdad que la filosofía, como suele repetirse, habla siempre de los mismos temas.
-Como experiencia de existencia tiene un sentido inédito: vivo por lo externo a mí, vivo de ese afuera, en él. Es lo mismo que les sucede a otras personas que siguen viviendo por medios técnicos, como los enfermos de sida. En mi caso, la experiencia representa una suerte de salto que va más allá del proceso normal de envejecimiento. A los 51 años entré en un tiempo triple: el de mi vida continuada; el de mi corazón, veinte años más joven que yo mismo; y el de los sucesivos avances, estancamientos y retrocesos ligados a la condición inmuno-fármaco-fisio-patológica que es la de un trasplantado.

-¿Hasta qué punto la experiencia dejó una marca en sus ideas posteriores?
-Me volvió más atento a todos los fenómenos de la gigantesca interconexión técnica -pero también social, económica y cultural- en la que nos encontramos y que, en un solo movimiento, produce sentidos nuevos (la posibilidad de vidas inéditas) y dispersa toda una serie de sentidos adquiridos: ¿por qué morir?, ¿por qué no renovar mi cuerpo sin fin por medio de otros trasplantes? ¿O por medio de aparatos o sustancias por inventar ? Pero hay otra pregunta: ¿por qué una vida que dura mucho sería un bien en sí mismo?

-De El intruso se desprende también una incógnita sobre la identidad. ¿Adquirió el concepto un sentido nuevo?
-La identidad en el sentido del yo como yo es una invención históricamente tardía, reciente, y sin duda frágil. Antes de la época de la identidad individual y nacional, existió la época en la que lo que oficiaba de polo de reconocimiento (más que de identidad) se situaba del lado de los dioses, de las potencias naturales y de las configuraciones de parentesco: todo sucedía en un conjunto de relaciones. La identidad moderna se pensó al principio, o creyó poder pensarse, como una estricta “relación con sí mismo”. Ahora bien, aprendimos que una relación con uno mismo implica pasar por el otro, por el afuera y por un desvío -de hecho, infinito- fuera de ese “sí mismo”, que no es para nada “él mismo”. Aprendimos la diferencia de uno mismo con uno mismo; la différance, para usar el neologismo de Jacques Derrida.

-Justamente, hace poco tiempo se tradujo El tocar, Jean-Luc Nancy, el libro que le dedicó Derrida. ¿Qué opinión tiene de ese largo y minucioso ensayo sobre su obra?
-Fue para mí una gran sorpresa. No sólo que me dedicara un libro, sino también porque todo el motivo del “tacto”, que él detecta a través de mis textos, me había pasado totalmente inadvertido como motivo, como obsesion o pulsión filosófica. Es algo que supone una extraordinaria capacidad de lectura, de la que Derrida dio pruebas por lo demás en numerosos textos. Por supuesto, el tema lo afectó -“lo tocó”- a tal punto que quiso modelarlo a su modo para devolvérmelo como un regalo tan magnífico como inesperado. Había quedado muy conmovido por mi trasplante, y muy conmovido por el temor a que no sobreviviera porque la amenaza de la muerte, para él, estaba siempre cercana. Se ve en muchos aspectos de su pensamiento.

-¿Qué papel juega la amistad en una empresa filosófica? Se lo pregunto por Derrida, peor también por Lacoue-Labarthe, con el que tanto escribió en colaboración.
-En el caso de Derrida amistad significaba el sentimiento de ser arrastrados en un mismo movimiento, en el interior del que cada uno seguía siendo otro, a veces incluso un extraño. Derrida desconfiaba de palabras como “comunidad” o “sentido”. Veía y temía en ellas afirmaciones demasiado fuertes. Entre nosotros había una gran diferencia de carácter, pero también sabíamos que podíamos confiar siempre en el otro. Con Lacoue-Labarthe era otra cosa; primero, porque teníamos la misma edad. Compartimos mucha vida y trabajo; también teníamos una profunda diferencia de temperamentos y una permanente posibilidad de entendernos, incluso cuando nos oponíamos. Los dos, él y Derrida, murieron, llevados por enfermedades completamente diferentes pero que tuvieron el extraño resultado de dejarme a mí, que tan seguido estuve librado a la medicina, como sobreviviente. A menudo tengo la impresión de saber qué dirían, por ejemplo frente a preguntas como las que me está haciendo en este momento. Salvo ésta, quizá. Pero también sé que no lo sé porque el otro es siempre otro, es siempre imprevisible. La ausencia de los dos, en todo caso, me resulta extraña porque es también una presencia.
LA NACION