El esfuerzo por recuperar el pasado

El esfuerzo por recuperar el pasado

Por Hugo Francisco Bauza
La relación entre memoria y olvido es una preocupación que inquietó al hombre desde siempre. Los griegos destacaron el polémico vínculo entre mnemosýne, memoria, y léthe, olvido, a los que separadamente divinizaron dedicándoles sendos templos.
La articulación entre ambos condiciona la historia entendida como “la narración y exposición verdadera de los acontecimientos pasados y cosas memorables” (Diccionario de la RAE). Pero lo que lleva a discrepancia es el adjetivo “verdadera”. ¿A qué verdad remite?, ¿a la impuesta por el vencedor, que cancela el discurso de los vencidos, o al silenciado discurso de éstos? Es la obligación moral de recuperar este último la que nos alerta sobre la necesidad de contar con archivos y memorials .
Los memorials, en las últimas décadas, han proliferado por doquier; cito, al pasar, el caso de Alemania. En Berlín, por ejemplo, en homenaje a las víctimas del nazismo y en una suerte de memoria silenciosa, están el Museo a los judíos asesinados en Europa, con sus aterradores bloques grises (obra del arquitecto Peter Eisenman); o, en la Bebelplatz, el claustrofóbico monumento a La Biblioteca, en recuerdo de la siniestra quema de libros de 1933, anticipo del horror.
Después del debate sobre la cuestión modernidad/posmodernidad, la relación memoria/olvido y el valor de archivos y memorials parece ser hoy uno de los temas que más inquietan a los intelectuales. En los últimos años viene acentuándose un revisionismo histórico que saca a luz hechos aberrantes cometidos por el nazismo, por el stalinismo y por otros regímenes totalitarios. Ese revisionismo pretende reconstruir -no con sentido de venganza, sino de justicia- un pasado traumático a fin de que no vuelva a repetirse. Para alcanzarlo, es preciso saber la verdad, juzgar a los culpables y, respecto de los muertos, permitir que se cumpla con las debidas honras fúnebres: sólo así se verá satisfecho un duelo que no termina de cerrarse.
Se trate de Auschwitz o de los restantes campos de exterminio de los nazis, de la Francia de Vichy, de las sombrías deportaciones a Siberia denunciadas por Solzhenitsyn en su memorable Archipiélago Gulag, de los fusilamientos del franquismo, del genocidio de los armenios, de la guerra de Argelia, de los crímenes perpetrados por la izquierda terrorista o de las vejaciones consumadas en centros clandestinos de detención por obra de gobiernos de facto en nuestro pasado reciente, entre otras aberraciones que avergüenzan al género humano, tales hechos merecen juicio y condena. Es preciso concientizar a la humanidad para que acciones semejantes no vuelvan a repetirse; en ese sentido, entender la historia como magistra vitae, según afirma Cicerón.
Hannah Arendt recuerda que en los Estados Unidos existen repositorios y memorials que evocan la shoá de la que fueron víctima los judíos -se evita ahora el término holocausto (sacrificio)-, a la vez que destaca que en ese país no hay museos que saquen a luz la esclavitud a que fueron sometidos los negros procedentes de África. Menciona también que en Sudáfrica no existen memorials que nos hablen de la inhumanidad del apartheid, salvo escasos museos consagrados al ilustre pacifista Nelson Mandela, en los que, sólo tangencialmente, se alude a la otrora oprobiosa situación de los negros en Sudáfrica, víctimas de gobiernos racistas. Cuando Mandela creó la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, frente a la cual puso al recordado arzobispo Desmond Tutu, además de haber obrado en favor de la verdad y la justicia con la mira puesta en la pacificación de su país, puso énfasis en el sentido y valor de la memoria (su proceder fue un acto de confianza en la natura humana). El final de La Orestía, la incomparable trilogía de Esquilo, nos alecciona sobre la instauración del Areópago, el alto tribunal de justicia de Atenas, por obra de Atenea (la inteligencia), como medio imprescindible para alcanzar la paz.
Al esfuerzo por recuperar el pasado, por más doloroso que fuere, se opone el afán del olvido que brega por una amnesia supuestamente pacificadora; mas esta conducta orientada al silencio, lejos de acallar voces que claman por justicia, acrecienta el problema toda vez que, al confinar hechos infamantes al silencio, los mantiene agazapados a la espera del momento propicio para emerger y, en estos casos, la irrupción no es pacífica, sino violenta: una amnesia forzada es siempre perniciosa.
La helenista Nicole Loraux explica que no se debe olvidar, ya que ese proceder se torna contraproducente. Para ejemplificarlo remite a un episodio sucedido en la antigua Atenas en el 403 a.C., que conocemos por el historiador Tucídides. Con el restablecimiento de la democracia luego del despótico gobierno de “los Treinta Tiranos”, se pretendió imponer un olvido radical, una suerte de amnistía tendiente a que los ciudadanos cancelaran como por decreto los horrores de esos años de sangre, expropiaciones y exilios. Hubo una política orientada al olvido y por eso, en la acrópolis, se erigió un altar consagrado a Léthe, el olvido. Se pretendió así establecer una reconciliación entre vencedores y vencidos, pero ésta fue ficticia ya que obligaba a olvidar algo de lo que ciertamente se acordaban. La memoria no puede ser cancelada de raíz, ya que constituye la base sustancial de nuestra esencia y, por más que se pretenda erradicarla, pervive activa en el inconsciente de personas y pueblos.
Hoy, ante las atrocidades cometidas en el siglo pasado por obra de regímenes totalitarios de diferentes ideologías, se hace imperiosa la necesidad de atender a la memoria. De allí la proliferación -en ocasiones desmedida, pero siempre necesaria- de la recuperación del pasado, al extremo de llegar a darse lo que Andreas Huyssen ha llamado “el boom de la memoria”, que contrasta con la tendencia a privilegiar el futuro que caracterizó la primera mitad del siglo XX.
La memoria es la que permite la construcción de la historia. Durante centurias esta ciencia fue tenida como un saber que traía al presente una interpretación cerrada de los hechos. Era un relato incontrastable fundado en la autoridad de la “cosa juzgada”. Sin embargo, en las últimas décadas se han dado cambios sustanciales. Por un lado, la proliferación de lecturas revisionistas como las de Carlo Ginzburg, que, recuperando huellas casi impalpables, ofrece una nueva apreciación de determinados hechos. Por el otro, el despliegue de una corriente exegética que entiende la historia como relato -Richard Rorty, H. White- situándola en el terreno de la narratología, supeditada a los alcances y límites del arte de narrar. Esta lectura aboga en favor de una interpretación abierta de los hechos; no toma la historia como un relato apodíctico e inmodificable, sino como uno siempre susceptible de revisión.
Un oído abierto a una polifonía de discursos ha permitido ver cómo determinados relatos supuestamente veraces estaban construidos pura y exclusivamente desde la óptica del vencedor donde, por cierto, quedaban silenciadas las voces de los vencidos.
Es preciso reconstruir el pasado para que sirva al hombre y no tener a éste esclavo de aquél. Para usar la fórmula de Kierkegaard aceptar “el pasado presente”, vale decir, un pasado del que no podemos -ni debemos- desprendernos, ya que incide en el presente y contribuye a articular, de manera más civilizada, nuestro porvenir.
Existen hechos que la humanidad no debe dejar librados a las fauces del olvido y, en ese sentido, archivos y memorials cumplen un papel valioso e insustituible.
LA NACION