07 Apr Los alimentos bajo la lupa: qué hay detrás de lo que comemos
¿Por qué hay frutas de verano en invierno? ¿En qué momento las verduras dejaron de tener aroma? ¿Cuándo fue que la carne y el pollo perdieron proteínas y empezaron a tener un sabor parecido? Estas son sólo algunas preguntas que la gente comienza a hacerse y que muchos cocineros, periodistas e investigadores, englobados con el rótulo de “activistas de la comida”, intentan responder.
De un tiempo a esta parte proliferaron libros, películas y documentales que buscan denunciar los mecanismos de producción que subyacen a las cosas que ingerimos a diario. Al menos, a su mayoría. Comer Animales, de Jonathan Safran Foer; Fast Food Nation, de Erik Schlosser; Food Inc., de Emmy Robert Kenner, o Fresh, de Sofía Joanes, son tal vez los más resonantes. Todos revelan cómo las vacas se trasladaron del campo a los feedlots, los cerdos de sus chiqueros a galpones de engorde intensivo y los pollos a cámaras de crecimiento acelerado. Cómo la vida de los criadores y la calidad de todos estos alimentos, en definitiva, se han empobrecido.
Mientras la paranoia de los ciudadanos europeos sigue vigente, luego de que la cadena de supermercados Tesco (la mayor de Gran Bretaña) sacara del mercado hamburguesas en las que se detectó el uso de carne de caballo, cada vez se ven más acciones concretas ligadas al activismo gastronómico. El objetivo, dicen, es promover formas de producción y consumo más justas y responsables. Slow Food Movement, creado en 1989 y con casi 100.000 socios en todo el mundo, o la Unión de Pequeños Agricultores (UPA), con 65.000 afiliados, apuestan a la diversidad alimentaria, el respeto por la naturaleza y los canales alternativos de venta de productos para pequeños productores. Y son muchos los chefs y periodistas que dejaron de hablar de fenómenos gourmets para transformarse, ellos mismos, en militantes.
El cocinero español Ángel León, por ejemplo, fue pionero en usar en su restaurante, Aponiente, el pescado de descarte, es decir, el que se tira porque supera los cupos de la Unión Europea. La campaña “Ni un pez por la borda” (que nació en Gran Bretaña, con el nombre Fish Fight) dio a conocer que en Europa terminan de vuelta en el mar 1,3 millones de toneladas de peces muertos, o heridos. Michael Pollan, periodista de The New York Times y autor de libros como El dilema omnívoro y Food Rules: An Eater’s Manual, ha usado las páginas de ese diario para promover un consumo ético, rechazando la carne que proviene de granjas industriales. Y el mediático Jamie Oliver acaba de ganarle un juicio a McDonald’s tras denunciar que, entre otras cosas, el proceso de elaboración de hamburguesas incluía el lavado de las partes grasosas con hidróxido de amoníaco y su posterior uso para confeccionar “la torta de carne”, con lo cual la cadena anunció que cambiará la receta.
Si por un lado abundan blogs, programas y libros para foodies, poniendo a la comida como paradigma del lifestyle contemporáneo, por el otro la toma de conciencia avanza a paso firme, dejando en evidencia las zonas oscuras de la industria. ¿Qué hacer entonces? “El tema no es dejar de disfrutar de la comida, sino informarse, estar atentos”, dice Soledad Barruti, una periodista que es la pata local del fenómeno a partir de su reciente libro Malcomidos (Planeta).
LO QUE OCURRE EN LA ARGENTINA
Qué comemos, por qué y cuál es el efecto que está teniendo sobre nosotros fueron las tres preguntas que dispararon la investigación de Barruti. Malcomidos traza entonces un recorrido que pone la lupa sobre el suelo argentino, de manera contundente: de las granjas industriales del interior, donde “los pollos son iluminados artificialmente y se apiñan como zombies, con los picos recortados para que no se lastimen entre ellos”, a los corrales sin pastura donde están las vacas, los monocultivos de soja transgénica, la aplicación de agrotóxicos en las frutas y verduras o la cría industrial de salmones que llegan al sushi porteño. Nada queda fuera de su radar. “La mayoría de la gente no sospecha lo que hay detrás de eso que consume a diario”, advierte Barruti.
En tiempos donde el porno food -leáse, la comida que entra directamente por los ojos- es moneda corriente en menús y publicidades, la autora destaca la necesidad de desautomatizar la mirada. Un paquete de galletitas, una gaseosa, cualquier snack al paso: todo se vuelve, de pronto, sospechoso. “La manipulación de las fórmulas de alimentos procesados tiene por propósito que lo que comemos nos encante -explica Barruti-. Para eso, se incorpora un tendal de saborizantes, ingredientes que generan texturas, colorantes, adictivos como cafeína y cantidades exorbitantes de azúcar, sal y grasas.”
Pero eso es sólo una parte del asunto, tal vez la más evidente. Lo que resulta irónico es pensar que en el país de la carne pareciera que ya no se puedan comer cortes vacunos de calidad. “La buena carne argentina, de ganado criado al aire libre y alimentado en base a pasto, se consume sólo en lugares carísimos o en Londres -afirma Barruti-. El resto, cuando compramos carne, no podemos saber si vino de los pocos terneros que quedan en el campo o de los corrales de engorde que se subsidiaron hace pocos años. En esos lugares, los animales pasaron a ser engranajes dentro de fábricas de producción de carne lo que, además de ser un sistema cruel, es malo para nuestra salud y para nuestros suelos.”
Se perdió la proximidad con los productos. Y algo muy parecido sucede con las frutas y verduras. En detrimento de la variedad, la calidad y los aromas de otros tiempos, hoy todo aparece homogeneizado, respondiendo a un mismo y monolítico criterio. La autora del libro explica: “La producción industrial de frutas y verduras hizo que se seleccionaran variedades estéticamente sólidas, pero nutricionalmente empobrecidas. Se refleja en una pérdida de sabor, de aroma y de nutrientes. Porque las plantas crecen en situaciones tan artificiales que no toman del suelo lo que necesitan”. Eso, sin contar el uso desproporcionado de agrotóxicos al que fueron sometidas y cuyos efectos, todavía, pueden persistir en nuestro organismo. “Mientras en la naturaleza la biodiversidad es la única ley, las grandes compañías generaron un sistema productivo de monocultivos intensivos, es decir, una única especie en miles de hectáreas, que sólo sobreviven porque se los rocía con altas dosis de agroquímicos, armando un medio ambiente artificial y venenoso para cualquier cosa que no sea lo que están produciendo-dice Barruti-. Es tal la cantidad de productos tóxicos que a muchos los ingerimos de las maneras más insospechadas: los lácteos, la carne, el pescado, tienen organoclorados que continuarán en nuestra cadena alimentaria decenas de años después de la aplicación porque persisten en el suelo”.
Hasta el sushi, esa supuesta panacea, comienza a entrar en cuestionamiento. Ocurre que, al masificarse, el salmón también cayó en la boleada. Y eso que comemos distendidos, para darnos un gusto, en festejos, cenas o veladas románticas, viene, literalmente, de “jaulas industriales” instaladas en el mar. “Son jaulas donde millones de salmones engordan hacinados en base a maíz, antibióticos y químicos, en un sistema similar al de los pollos. La producción se hace en Chile, pero se trata de un sistema noruego”, detalla Barruti.
¿QUÉ HACER?
Ante este panorama, las preguntas son tan obvias como inquietantes: ¿estamos acorralados?, ¿no podemos comer nada? Barruti admite que al principio su primera reacción fue la misma. Pero de a poco, transformándose ella también en activista, descubrió que una salida posible, hoy en día, está en la pequeña escala. Por eso reivindica al Food Movement; a Vía Campesina, que reúne a casi 1500 productores tradicionales del mundo, y a experiencias locales de regreso al cultivo natural y orgánico, detalladas en el último capítulo de su libro, como Naturaleza Viva (una granja agroecológica en Santa Fe) o Caminos Abiertos (un hogar de chicos y granja en Buenos Aires, donde trabaja el ex chef mediático Martiniano Molina, otro militante de la “alimentación consciente”).
Mientras tanto, ella misma optó por dejar de comer carne industrial y comprar la comida que, entre otras cosas, le da a su hijo de once años, en ferias de medianos y pequeños productores que trabajen de un modo sustentable.
“La gente no dedica tiempo a cocinar, algo fundamental para comer mejor y más barato”, declaró Paolo di Croce, secretario general de Slow Food Movement International, al diario El País. Entre otras cosas, Di Crocce también señaló que el 90% de las manzanas que se consumen en el mundo son sólo de cuatro variedades y que, según un informe de las Naciones Unidas, se tira el 40% de la comida en el mundo. “Comemos demasiado, y mal -concluyó el secretario de Slow Food Movement-. Esto tiene que cambiar, no existe otra opción para el futuro.” Tal vez sea hora de escucharlo.