22 Mar Una noche de sobriedad y corridas, tras la barra de un exclusivo bar de tragos
Por Sebastián A. Ríos
Las primeras dos personas que se han sentado a la barra conversan en inglés. Mientras uno se desajusta el nudo de la corbata, el otro pide en un prolijo castellano que le recomienden un buen trago. Son las 19.15 y la puerta que lleva al subsuelo de Florería Atlántico no dejará de abrirse y cerrarse durante las próximas horas. Es miércoles, afuera la ciudad se derrite, pero aquí abajo, en el bar -el mejor de América latina según la edición 2013 del concurso The World’s 50 Best Bars, organizado por la revista Drinks International-, la música es tranquila; la luz, suave, y la temperatura, reparadora. Más tarde escucharé a alguien decir aliviado: “Esto es una burbuja”.
Detrás de la barra, aunque los amables rostros no lo develen, el ritmo es arrollador. Por el estrecho pasillo que separa a la pared poblada de botellas, vasos y copas de la barra propiamente dicha, y de todas las heladeras e implementos de coctelería que ésta esconde, hay un tránsito incesante y veloz, pero preciso. Al timón de este barco está el ya célebre bartender Renato “Tato” Giovannoni, secundado por su amigo y colega Esteban Iglesias ( bartender de Fernet). También están el músico Fernando Samalea, en carácter de aprendiz, y Alejandro Barreto, bartender y runner de la barra, que además de preparar tragos asegura que no falte nada y que todo esté en su lugar. También está la gente de cocina que va y viene con platos, una sommelier y un cajero. Y finalmente estoy yo, en carácter de observador, pero también listo para hacer lo que haga falta. Menos los tragos, claro: soy mejor bebiéndolos que haciéndolos.
Las horas previas a la apertura del bar han estado signadas por rutinas como cortar frutas, exprimir jugos o lavar hierbas aromáticas. Mientras “Tato” recorre el exterior de la barra colocando cada uno de los asientos orientados a 45° de ésta, Romina Alba Raffo, la sommelier, pasa lista ante el personal del salón de los vinos que esta noche han entrado o salido de la carta. Alejandro pertrecha las heladeras de bebidas en un orden preestablecido y yo trato de almacenar la disposición espacial de todo en alguna parte de mi cerebro: dónde están los espumantes, dónde las cervezas y dónde las gaseosas.
Cuando Alejandro me pregunta qué hora es, descubro que estamos a punto de abrir. Parecerán segundos los minutos que transcurren entre eso y los primeros pares de piernas que veremos descender por las escaleras. Y no llega a pasar media hora desde que se ocupan los primeros asientos de la barra hasta que ya no hay sillas libres. Ahora sí; empieza la noche.
De un momento a otro, paso de alternar el tomar notas en mi libreta con esporádicas tareas (acercar un vaso, llenar una jarra con agua, traer frutas de la despensa), a sumarme al mecanismo de relojería humana. Primero tímidamente -me reconozco como una de las personas más torpes que he conocido en mi vida-, pero con el paso de las horas iré perdiendo el miedo ¡y me animaré a llevar hasta tres vasos servidos en una mano y las servilletas donde posarlos en la otra! Pero todavía falta para eso. Por ahora, me limito a movimientos menos ambiciosos, tratando de dar una mano y, sobre todo, de no romper nada ni complicar el tránsito (rápido entendí que cuando escucho “voy” cerca de mis espaldas alguien pasa, la mayoría de las veces con copas, platos o botellas).
Cerca de las 21, llega un momento de calma: la barra, colmada, disfruta de los cócteles y de los platos. Es una impasse . A mi lado, Fernando Samalea, bartender por hobby aún en proceso de aprendizaje, me habla del placer que le genera esa tarea. “Es maravilloso ponerte por un rato de lado del servicio, tener que estar atento a las necesidades del otro -dice-. Es un ejercicio que permite luego comprender todo lo que pasa cuando es uno el que está del otro lado. Además, es un muy grande el trabajo mental que implica memorizar tragos, sus ingredientes y pasos de elaboración.”
Coincido. Por momentos, la barra me parece una suerte de cámara Gesell desde cuya trastienda es posible registrar costumbres, hábitos y modas. Juego con la idea de comparar fotos sacadas desde el lugar desde donde estoy parado hoy, el año próximo y dentro de una década. Contrastar diferencias y similitudes. Alejandro me saca de ese ensueño: me pone dos frapperas en las manos y me manda a la despensa del bar a buscar limones…
A las 22 llega una nueva ola. Las sillas cambian de ocupantes y de este lado el ritmo vuelve a acelerarse. De un momento a otro, sumo a mi tarea de asistir a los bartenders y al runner de la barra, la de recibir a sus nuevos visitantes. El sencillo protocolo no aparenta ser muy complicado: acercar la carta de platos y la carta de tragos, y dos servilletas por persona; en una se posa un vaso (de los azules, bajitos) con dos cubos de hielo que se toman con una pinza de la hielera, y se sirve agua fresca.
Con el mayor de mis esmeros comienzo a verter el agua en el vaso del primer cliente que me toca atender, para notar que del vaso son expelidas algunas gotitas que peligrosamente se acercan a su celular. Me elevo en puntas de pie para ver qué pasa (la barra tiene su altura) y descubro que el agua cae justo en la cara superior de uno de los cubitos, ¡y rebota! Corrijo la trayectoria, seco la mesa y pido disculpas. El cliente pone cara de “todo bien”.
La noche sigue su curso, las copas y los platos van y vienen, hasta que llega el momento en que la cocina cierra, no así la barra. Los clientes que llegan después de las 24 son más exigentes: han venido a un bar de fama internacional y quieren corroborarlo. Alguno pregunta con qué whisky prepararán determinado trago o, incluso, en qué vaso sirven allí el julep de menta… Otros vienen con ansias de descubrimiento, no abren la carta y se entregan a la sabiduría del bartender . Más de uno comenta por lo bajo, con admiración: “Ese que está allá es «Tato» Giovannoni”.
Alejandro me llama. Me pregunto qué me toca, si estaré a la altura de la tarea. Me acerco a la mitad del pasillo detrás de la barra, allí donde “Tato”, Esteban, Fernando y Alejandro están reunidos, cada uno con un pocillo de café en la mano, en una pausa ritual. Me dan uno y brindamos, luego retomamos los puestos. Cuando Esteban pasa a mi lado, le pregunto: “Era un Negroni, ¿no?”. “Sí, señor”, responde, y yo me siento como si me hubiera sacado un 10 en el más duro de los exámenes.
Ha sido una noche “tranquila”, me aseguran. Pasada la una de la mañana la barra comienza a cerrar de a poco, por partes, mientras que las mesas y la barra se despueblan lenta, casi imperceptiblemente. Lo que sigue ahora es la rutina inversa a la mise en place , en la que me tocarán tareas como devolver las frutas y verduras no utilizadas a la despensa, despejar las mesadas que se encuentran detrás de la barra y limpiar con alcohol las botellas. No las conté, pero debo de haber limpiado 40 de un tirón. En algún momento después de las dos de la madrugada me despido y salgo a la superficie. Buenos Aires sigue ahí, pero ahora sopla un viento más amable que el de la tarde.
LA NACION