03 Mar Oliver Sacks: el cronista de la mente
Por Oliver Sacks
Un día de finales de noviembre de 2006, recibí una llamada de emergencia de una residencia de ancianos en la que trabajo. Uno de los residentes, Rosalie, una mujer de más de noventa años, de repente había empezado a ver cosas, a tener extrañas alucinaciones que parecían extraordinariamente reales. Las enfermeras habían llamado al psiquiatra para que la visitara, pero también se preguntaban si el problema no podría ser de origen neurológico: Alzheimer, quizá, o una apoplejía.
Cuando llegué y la saludé, me sorprendió comprobar que Rosalie estaba totalmente ciega, algo que las enfermeras no me habían mencionado. Aunque llevaba años sin ver nada, ahora “veía” cosas justo delante de ella.
“¿Qué tipo de cosas?”, pregunté.
“¡Gente que lleva vestidos orientales!”, exclamó ella. “Con telas drapeadas; suben y bajan escaleras…, un hombre que se vuelve hacia mí y sonríe, pero en un lado de la boca tiene los dientes enormes. También veo animales. Veo una escena con un edificio blanco, y está nevando: una nieve blanca, que se arremolina. Veo un caballo (no es un caballo bonito, es un caballo de labor) con un arnés, quitando la nieve…, pero cambia sin cesar… Ahora veo muchos niños; suben y bajan las escaleras. Llevan colores vivos: rosa, azul…, como un vestido oriental.”
Llevaba varios días viendo estas escenas.
En el caso de Rosalie, observé que (al igual que ocurre con muchos otros pacientes) mientras alucinaba tenía los ojos abiertos, y aunque no podía ver nada, sus ojos se movían de aquí para allá, como si de hecho estuviera mirando algo. Fue lo primero que llamó la atención de las enfermeras. Ese gesto de mirar o escudriñar no ocurre con las escenas imaginadas; casi todo el mundo, cuando visualiza o se concentra en sus imágenes internas, tiende a cerrar los ojos o a poner una mirada abstraída, como si no observara nada en particular. Como pone de manifiesto Colin McGinn en su libro Mindsight, nadie espera descubrir nada sorprendente o novedoso en sus propias imágenes, mientras que las alucinaciones pueden estar llenas de sorpresas. A menudo son mucho más detalladas que las imágenes, y reclaman que se las inspeccione y estudie.
Rosalie dijo que sus alucinaciones se parecían más “a una película” que a un sueño; y al igual que una película, a veces le fascinaban y otras le aburrían (“todo ese subir y bajar, tanta vestimenta oriental”). Iban y venían, y parecían no tener nada que ver con ella. Eran imágenes mudas, y la gente no parecía fijarse en ella. Aparte de ese misterioso silencio, las figuras parecían bastante sólidas y reales, aunque a veces tenían sólo dos dimensiones. Pero ella nunca había experimentado nada parecido, así que no podía dejar de preguntarse si se estaba volviendo loca.
Interrogué concienzudamente a Rosalie, pero no descubrí nada que sugiriera confusión o delusión. Al examinar sus ojos con un oftalmoscopio, pude ver el desastroso estado de sus retinas, pero ninguna otra dolencia. Desde el punto de vista neurológico, su estado era completamente normal: se trataba de una anciana de carácter decidido y muy vigorosa para sus años. La tranquilicé acerca del estado de su cerebro y su mente; la verdad es que parecía bastante cuerda. Le expliqué que sus alucinaciones, aunque parezca mentira, no son infrecuentes en personas ciegas o con la vista dañada, y que no se trata de visiones “psiquiátricas”, sino de una reacción del cerebro a la pérdida de la visión. Padecía algo que se conoce como el síndrome de Charles Bonnet.
Rosalie asimiló la información y dijo que no comprendía por qué había comenzado a tener alucinaciones ahora, después de varios años de ceguera. Pero quedó muy contenta y tranquila después de que le dijera que sus alucinaciones representaban una enfermedad identificada que incluso tenía nombre. Se incorporó y dijo: “Dígaselo a las enfermeras…, que padezco el síndrome de Charles Bonnet”. A continuación me preguntó: “Por cierto, ¿quién era ese tal Charles Bonnet?”
Charles Bonnet fue un naturalista suizo del siglo XVIII cuyas investigaciones cubrieron campos muy variados, desde la entomología hasta la reproducción y regeneración de los pólipos y otros animálculos. Cuando de resultas de una enfermedad ocular ya no pudo seguir utilizando su amado microscopio, se pasó a la botánica -llevó a cabo experimentos pioneros de fotosíntesis-, luego a la psicología, y finalmente a la filosofía. Cuando se enteró de que su abuelo Charles Lullin había comenzado a tener “visiones” a medida que le fallaba la vista, Bonnet le pidió que le dictara lo que veía con todo detalle.
En su libro de 1690 Ensayo sobre el entendimiento humano, John Locke expuso la idea de que la mente es una tabla rasa hasta que recibe información de los sentidos. Este “sensacionalismo”, como lo llamó, se hizo muy popular entre los filósofos y racionalistas del siglo XVIII, Bonnet entre ellos. Bonnet también concebía el cerebro como “un órgano de composición intrincada, o más bien, un conjunto de diferentes órganos”. Todos estos diferentes “órganos” poseían su función diferenciada. (Esta concepción modular del cerebro resultó radical en la época, pues el cerebro sigue siendo ampliamente considerado como indiferenciado y uniforme en su estructura y función.) Así fue como Bonnet atribuyó las alucinaciones de su abuelo a una continuada actividad en lo que, postuló, eran partes visuales del cerebro: una actividad que ahora se basaba en la memoria, ya que no podía basarse en la sensación.
Bonnet -que posteriormente experimentó alucinaciones semejantes cuando su vista decayó- publicó un breve relato de las experiencias de Lullin en su libro de 1760 Essai analytique sur les facultés de l’âme, dedicado a considerar la base fisiológica de diversos sentidos y estados mentales, pero el relato original de Lullin, que ocupaba dieciocho páginas de un cuaderno, estuvo perdido durante casi ciento cincuenta años, y sólo salió a la luz a principios del siglo XX. Douwe Draaisma ha traducido recientemente el relato de Lullin, incluyéndolo en una detallada historia del síndrome de Charles Bonnet en su libro Dr. Alzheimer, supongo.
Contrariamente a Rosalie, Lullin no había perdido la vista del todo, y sus alucinaciones se superponían a lo que veía en el mundo real. Draaisma resumió el relato de Lullin:
A partir de febrero de 1758, empezó a ver objetos extraños que flotaban en su campo visual. Todo comenzó con algo que asemejaba un pañuelo azul, con un circulito amarillo en cada esquina. […] El pañuelo seguía los movimientos de su mirada: allí donde mirara, ya fuera una pared, su cama o un tapiz, el pañuelo se colocaba delante y tapaba los objetos corrientes de la habitación. Lullin estaba perfectamente lúcido y en ningún momento pensó que de verdad hubiera un pañuelo azul. […] Un buen día de agosto, Lullin recibió la visita de dos de sus nietas. Sentado en su sillón frente a la chimenea, ellas tomaron asiento a su lado derecho. Del lado izquierdo llegaron caminando dos hombres jóvenes; ambos lucían unos preciosos abrigos en rojo y gris, sus sombreros ribeteados con galón de plata. “¡Qué caballeros tan apuestos os acompañan!”, les dijo a sus nietas, “¿por qué no me avisasteis de que vendrían?” Ellas le juraron que no veían nada. Al igual que el pañuelo, poco después los dos hombres se desvanecieron sin dejar rastro. En las semanas siguientes muchas personas imaginarias vinieron a visitarle, todas ellas damas con peinados muy elegantes, algunas incluso traían una cajita en la cabeza. […]
Poco tiempo después, Lullin, de pie frente a la ventana, vio llegar un carruaje que se detuvo frente a la casa de los vecinos. Para su sorpresa, vio cómo el carruaje crecía hasta alcanzar el canalón del tejado, a nueve metros de altura, todo en su debida proporción. […]
La variedad de las imágenes sorprendía a Lullin: a veces veía una nube de puntitos que de repente se transformaba en una bandada de palomas o en un grupo de mariposas revoloteantes. O veía flotar en el aire una rueda giratoria, de las que se usaban en las grúas. En otra ocasión, mientras paseaba por la ciudad se había asombrado al ver unos andamios gigantescos; al llegar a casa vio los mismos andamios montados en su habitación, pero en miniatura, a lo sumo de un metro de altura.
Tal como descubrió Lullin, las alucinaciones del síndrome de Charles Bonnet iban y venían; las suyas duraron unos meses y después desaparecieron para siempre.
En el caso de Rosalie, sus alucinaciones remitieron a los pocos días, tan misteriosamente como habían aparecido. Casi un año después, sin embargo, recibí otra llamada telefónica de las enfermeras diciéndome que Rosalie se encontraba “en un estado terrible”. Las primeras palabras que pronunció Rosalie al verme fueron: “De manera repentina, surgiendo de un cielo azul y despejado, el Charles Bonnet ha regresado con una fuerza insólita”. Me relato cómo unos días antes “unas figuras habían comenzado a caminar a su alrededor; la habitación parecía abarrotada. Las paredes se convirtieron en enormes puertas; cientos de personas comenzaron a entrar. Las mujeres iban muy bien emperifolladas, con hermosos sombreros verdes y pieles adornadas con oro; pero los hombres eran aterradores: grandes, amenazantes, con aspecto poco respetable, desaliñados, y movían los labios como si hablaran”.
En aquel momento, a Rosalie las visiones le parecieron totalmente reales. Casi había olvidado haber padecido el síndrome de Charles Bonnet. Me dijo: “Estaba tan asustada que chillaba y chillaba: ‘¡Sacadlos de mi habitación, abrid las puertas! ¡Sacadlos y luego cerrad las puertas!'” Oyó que una enfermera decía de ella: “No está en su sano juicio”.
Tres días más tarde, Rosalie me dijo: “Creo que sé qué ha vuelto a provocarlas”. Añadió que los primeros días de aquella semana habían sido muy tensos y agotadores. Había llevado a cabo un largo y caluroso trayecto hasta Long Island para ver a un especialista gastrointestinal, y por el camino había sufrido una fea caída hacia atrás. Había llegado con muchas horas de retraso, conmocionada, deshidratada y casi al borde del colapso. La habían acostado y se había sumido en un sueño profundo. A la mañana siguiente, nada más despertar experimentó aterradoras visiones de gente irrumpiendo en su habitación a través de las paredes que duraron treinta y seis horas. A continuación se sintió un poco mejor y comprendió qué le estaba ocurriendo. En aquel momento le ordenó a un joven voluntario que buscara información del síndrome de Charles Bonnet en internet y entregara copias a las enfermeras, para que éstas supieran qué le ocurría.
Durante los días siguientes, sus visiones eran mucho más débiles y cesaban del todo mientras hablaba con alguien o escuchaba música. Sus alucinaciones se habían vuelto “más tímidas”, dijo, y ahora sólo tenían lugar por la noche, si se sentaba en silencio. Me acordé del pasaje de En busca del tiempo perdido en el que Proust menciona las campanas de la iglesia de Combray, cuyo sonido parecía apagado durante el día, y que sólo se oían cuando el alboroto y el estruendo del día se apagaban.
LA NACION