03 Mar Walter Benjamin y el arcaico oficio de narrar
Por Jorge Monteleone
¿Por qué se está acabando el arte de contar historias? Esa pregunta sobre el acto primigenio y arcaico de narrar obsesionó a Walter Benjamin durante mucho tiempo y la respondió de diversos modos. Por ejemplo, mediante las notas que desembocaron en su célebre ensayo “El narrador” (1936), con un saber afín a la convicción de una fe. O bien mediante sus propios diarios de viaje y textos autobiográficos -como el Diario de Moscú o Infancia en Berlín hacia 1900 en los que narraba la experiencia en un espacio vital – bios – superpuesto a un espacio urbano. En ellos se acercaba a la figura del contador de historias, cuyo don es “dejar que la suave llama de la narración consuma por completo el pabilo de su vida”. Benjamin había vulnerado la regla que se había autoimpuesto durante veinte años: nunca emplear la palabra yo excepto en las cartas. Ese afán de “poder narrar toda su vida” propio del narrador se liberó a menudo en el registro de lo minúsculo y lo insignificante, como si fuera un relámpago del tiempo en una miniatura. Así lo registró en textos inclasificables reunidos en Calle de dirección única ( Einbahnstrasse) o en Denkbilder ( Imágenes del pensar ). Había aprendido de Proust que el recuerdo “va de lo pequeño a lo más pequeño, de lo más pequeño a lo minúsculo y así aquello que viene al encuentro de esos microcosmos se torna cada vez más prodigioso”. Benjamin lo registraba todo en su letra diminuta, como un diario de fragmentos lábiles de la memoria inmediata, porque así actuaba el recuerdo: “deja a las cosas ser pequeñas, las comprime. Tierra del marinero”. Miniaturas de lo vivido: desde 1912, cada viaje era “una ocasión del diario personal”; el relato de lo visto se acumulaba en postales y los sueños en pacientes apuntes; se refería a las cosas que atesoraba como si fueran cuentos del ser objetivo en el mundo; registraba las palabras descubiertas y deformadas y los actos primeros de su hijo Stefan; apuntaba en pequeños e innumerables cuadernos de notas lo leído, lo pensado, lo incesantemente múltiple. Era así, en tanto narrador ensimismado, también un coleccionista, “el verdadero morador del interior”.
Hubo un tercer modo, menos conocido por sus lectores: un conjunto de narraciones, en la tradición cuentística, que escribió cuando tuvo el deseo de ser, él mismo, un narrador. En el volumen Historias desde la soledad y otras narraciones (El cuenco de plata, 2013) se reúnen todos los relatos ficcionales escritos por Walter Benjamin: no sólo los que se conocieron hasta hoy en algunas ediciones españolas como Historias y relatos , sino también varias narraciones hasta ahora inéditas en español, desde sus primeras tentativas en la juventud hasta algunos microrrelatos, afines a ciertas parábolas kafkianas, escritos en 1933. Esta colección es la más completa editada hasta el momento.
El deseo de narrar acometió a Benjamin al menos dos veces en su vida de un modo imperioso. La primera, aún incipiente y limitada, en su juventud: no más allá de 1912-1913, entre los veinte y los veintiún años, cuando iniciaba los estudios universitarios después de obtener su título de bachiller. Desde la adolescencia, hacia 1906, se había iniciado en los diarios de viaje. Pronto supo que no hay viajes sin relato y los llamó “aventuras del alma”. En el “Diario de Wengen” registró una: miraba distraídamente carteles publicitarios por un pasillo de la estación y en la sala de espera descubrió, sentada junto a dos señoras vestidas de luto, a una muchacha leyendo, con un vestido rosa y un cinturón negro resplandeciente. Le pareció muy linda y creyó que era la hija del jefe de la estación. La miró subrepticiamente, y luego no volvió a hacerlo, mientras examinaba con extrema dedicación, dos veces, los carteles. “La muchacha seguía allí, pero no fui capaz de mirarla. Más tarde, cuando el tren abandonó la estación, la vi. Fue una corta aventura del alma que encontró en esta mirada su final. Tampoco era especialmente linda”, leemos. Poco tiempo después, escribió breves narraciones, que permanecieron inconclusas.
Esos hechos le darían otra certeza, que inscribiría en “Rimas trazadas en el polvo móvil” casi dos décadas después: “Todo viaje de aventuras, para que realmente se lo pueda contar, debe devanarse en torno de una mujer, al menos de un nombre de mujer. Pues ése sería el sostén que precisa el hilo rojo de lo vivido para pasar de una mano a la otra”. El viaje como aventura del alma y la mujer como enigma erótico se hallaban en el origen de su propio acto de contar. Así, un día de junio de 1913 le escribió desde Friburgo a su amigo Herbert Belmore: “Hoy al mediodía he comenzado mi carrera de escritor con una Novelle de hermoso título: ‘La muerte del padre’. Asunto: poco después de la muerte de su padre, un joven seduce a la criada. De qué modo, entonces, ambos acontecimientos llegan a fusionarse y de qué modo el peso de uno (embarazo de la muchacha) gravita sobre el otro”. En sus ensayos, Benjamin llamó Novellen incluso a los cuentos de Edgar Poe. Término recuperado del romanticismo alemán desde Goethe y Schlegel, la Novelle es un relato ficcional de extensión indeterminada, de pocas páginas a decenas, limitado a un solo hecho, situación o conflicto, que conduce a un inesperado punto de inflexión, de modo tal que la conclusión sorprenda aunque sea lógica. Al mes siguiente prometió a su amigo otra Novelle con la que pretendía “darle a la prostitución actual un sentido absoluto”.
No escribiría ese texto, aunque hay un relato inconcluso llamado “El avión”, en el cual un joven deambula como un flâneur por el laberinto de una ciudad extranjera, se sumerge en la multitud, “pierde su pureza” al acostarse con una prostituta que encuentra en la calle, sigue a cuatro mujeres jóvenes, vuelve a encontrar a la ramera de ojos infantiles con la que había dormido. Algún crítico sugirió que recreaba un episodio de iniciación sexual de Benjamin, vivido en un viaje a París junto a dos estudiantes amigos, en la primavera de 1913, el año de las cartas a Belmore.
Como un acto de simetría y deuda, Benjamin escribió un relato para el cumpleaños de su madre y ese otro relato donde imagina la muerte del padre -el mismo año en que Franz Kafka escribió “La condena”-. El primero, “Historia silenciosa”, es la narración de una impotencia erótica y, en parte, retoma aquella “aventura del alma” anotada en el “Diario de Wengen” cuando vio a una muchacha en la estación, pero no pudo hablarle ni volver a mirarla. Aquí el narrador sigue a una muchacha que desea y que es una viajera, pero sólo atina a llevarle su valija, como un “maletero”. El segundo, “La muerte del padre”, es el relato de una profanación: el narrador viaja a la casa de su padre porque le anuncian que está agonizando. Al fin mixtura el duelo de la muerte con su experiencia sexual y posee a la criada en el diván donde el padre ha muerto. En el tren de regreso se pregunta, cínicamente: “¿Qué diría mi padre?”.
Benjamin no volvería a escribir narraciones hasta 1929, antes del período de Ibiza, en las islas Baleares, donde lo haría con regularidad. Ese año finalizó dos relatos de tema amoroso sobre una mujer ausente: “Rimas trazadas en el polvo móvil” y “El palacio D…y”. Allí narra el deseo como la huella de la mujer que no está, ya que vive todavía en los objetos del cuarto que dejó, o en la ciudad en la cual había vivido. Pero el período acuciante de su deseo de narrar ocurrió en Ibiza, donde escribió la mayor parte de sus relatos, mientras seguía reflexionando en ese espacio propicio sobre la condición del narrador, que opone al novelista. Su primer viaje data de 1932, atraído por el Mediterráneo. Benjamin se alojó en una habitación modesta que le pagó a su amigo Félix Noeggerath, cuyo hijo había comenzado en la isla una investigación sobre las narraciones del campesinado de Ibiza, que le interesó vivamente. El anacronismo del espacio arcaico de la isla le permitía rememorar aquello que en la era de la reproducción técnica se había perdido: el arte de contar historias. Allí constataba aquel “simple don” del narrador para despertar el espíritu de la historia en lo vivido: eso que podía ser contado -es decir, lo narrable- consistía en una “nítida apertura de la interioridad humana”. Había sostenido en “Arte de narrar” (1929) y en “Crisis de la novela” (1930) que leer tantas novelas -y también tantos periódicos- era una acción que iba en desmedro del hábito de narrar historias: la novela es la forma bajo la cual los seres humanos ya no pueden preguntarse por las dimensiones más importantes de la existencia, que son colectivas, porque privilegia el punto de vista de lo privado. Insinuaba así que la novela corresponde al ascenso de la burguesía y el imperio del individualismo y que la tradición oral del sabio arte de narrar entraba en su ocaso o, al menos, en una transformación. Benjamin era moderno y jamás dejaba de historizar los fenómenos. “Lo eterno es el narrar -escribió en un inconcluso ensayo sobre novela y narración-, pero perdurará en otras formas, temporalmente condicionadas, “de las que aún nada sabemos”. Y apunta: “No hay que llorar. Sinsentido de los pronósticos críticos. Film en lugar de narración. El eterno matiz de la vida que se dona”. Afirmaba a la vez la pérdida del aura del arte de narrar con la fe en nuevas formas narrativas de la era de la reproducción técnica como el cine; ciertas formas de la narrativa urbana que celebró -de Boris Pilniak, Ernest Hemingway, James Joyce-; las novelas de detectives, especialmente las de Georges Simenon, que descubrió en Ibiza. De hecho, en esos días, proyectó estructuras y argumentos para escribir una novela policial. Por ejemplo: “Asesino y detective podrían ser amigos íntimos como Sherlock Holmes y Watson” o “Figura del asesino: un psicoanalista” o “La conversación del asesino con el verdugo, que es la única persona que lo defiende”.
Al llegar a Ibiza escribió otro diario de viaje, “España 1932”, que sería una cantera para varias narraciones. En ellas recrea la circunstancia propicia del arte de narrar: por ejemplo, un viaje en un barco, con el tiempo disponible que acicatea el aburrimiento junto a un narrador que relata un hecho, a veces ejemplar o paradójico, a su audiencia. De ese cofre de memorias inmediatas extrae los relatos de su experiencia misma y los narra por escrito para volverlos inolvidables: la historia del motín abortado en el viaje del Mascotte; la historia de la tripulante que es salvada de las aguas y entrega su pañuelo con displicencia; la historia de la honestidad de los nativos, que tienen abierta una prisión vacía de ladrones. Retratos de extranjeros como él, que ejercitan el arte de la impostura y la extrañeza, como la historia del irlandés que coleccionaba máscaras falsas o la historia fantástica del malabarista Rastelli. Y también pequeñas iluminaciones o fábulas, minúsculas crónicas de epifanías ambulatorias, como el paseo con la amiga bajo la reverberación de una luz extraña hasta que se revela, entre los árboles, el círculo de la luna. Historias que nada prueban, que se interrumpen en lugar de concluir, que alguien le cuenta a otro para acortar el tiempo del viaje, en las horas muertas de la tarde o antes del alba, o en demorados encuentros de tabernas, en confesionarios laicos. Narraciones en las cuales Benjamin cruza la antigua artesanía con los ritmos propios del montaje cinematográfico.
Entre el primer viaje a Ibiza y el segundo, en abril de 1933, Benjamin vivió un desgarramiento: dejó de ser turista para transformarse en un perseguido. Hitler había dictado en marzo el decreto de Gleichshaltung -sincronización forzada o nazificación- para ejercer un control total sobre la sociedad. Ya no regresó a Berlín: era un exiliado. Cada viaje sería al mismo tiempo una huida, en condiciones cada vez más limitadas y desesperantes, hasta el día aciago de Port-Bou, cuando se suicidó. Con su regreso a Ibiza, buscaba algo de paz cerca del mar y un lugar seguro donde vivir con escasos recursos. Acabó ocupando la habitación de una casa en construcción destinada a guardar muebles. Por esa razón también escribió algunas narraciones que publicó: para ganar dinero. Firmaba los textos que enviaba a la prensa alemana -cuya demanda comenzó a escasear, con lo cual su situación económica se agostaba- con un seudónimo: Detlef Holz. Visitaba a su amigo Jean Selz, con el cual mantenía largas charlas. Un día consumieron una bola de opio que Selz había conseguido en el barrio chino de Barcelona. Se desató una tormenta y Benjamin sentía que los relámpagos tenían algo que decir cuando llegaban hasta su fulgor blanco y que el color rojo de un ramo de claveles se volvía amenazante. Para referirse al opio, Selz inventó la palabra “crock”. Benjamin escribió unas breves y teóricas “Notas sobre el crock”, que sumaría a sus escritos sobre “Haschisch en Marsella” y la brillante narración que le atribuía a un personaje sus propias experiencias “Myslowitz-Braunschweig-Marsella”.
El redescubrimiento del arte de narrar en los días de Ibiza le permitió a Benjamin hallar un espacio arcaico propicio que permitía recuperar las huellas de la narración como actividad premoderna y artesanal. No era una restauración nostálgica, sino el rescate de una potencia humana que podía reaparecer bajo nuevas formas propias de la era de la reproducción técnica. Así desarrolló a la vez una teoría de la narración que culminaría en el ensayo “El narrador” y el propio ejercicio de la narración mediante la escritura de relatos, en los cuales también se halla un modelo transitivo entre lo antiguo y lo nuevo.
En aquellos días también escribió dos versiones de una misteriosa narración autobiográfica, que descubrió Gershom Scholem en su conferencia de 1972 “Benjamin y su ángel”, llamada “Agesilaus Santander”. En ella un ángel andrógino asume una forma femenina, en tanto comparte con el hombre, en su aspecto masculino, la incansable capacidad de espera hacia aquella que desea, como si se sostuviera largamente suspendido con sus alas filosas. Scholem creía que este rasgo se inspiraba en dos mujeres que jugaron para Benjamin un papel decisivo luego de la ruptura de su matrimonio: Jula Cohn y Asja Lacis. Ignoraba que en los días de Ibiza Benjamin vivió un amor clandestino con la pintora holandesa Annemarie Blaupotten Cate. Le dedicó algunas cartas y dos poemas escritos en el mismo cuaderno en el que se halló “Agesilaus Santander”, que integraría una serie de narraciones llamada “Historia de un amor en tres etapas”. La mujer era casada y la relación se mantuvo en secreto, pero no duró más allá de 1935 y por eso Benjamin la mantuvo en el anonimato, “a [B]”, que era también la inicial de su apellido. Otra vez el viaje y el relato se devanaban morosamente en torno de una mujer o de un nombre de mujer. Para aquel nacido bajo el signo de Saturno, planeta del rodeo y la demora, retornaba, como en la juventud, el deseo de narrar y a la vez la narración del deseo.
LA NACION