“Leer Humor era como pertenecer a una cofradía”

“Leer Humor era como pertenecer a una cofradía”

Por Daniel Enzetti
No hay un dato tan preciso que marque algo fundacional, pero lo que sí está claro es que todo arrancó con Satiricón, y sin muchos preparativos. Nos fuimos juntando de distintos lados. Algunos, de revistas que habían funcionado bien. Oscar (Blotta) venía de la publicidad, otros de Gente, Ula (Carlos Ulanovsky) era uno de los más jóvenes. El Tano (Andrés Cascioli) y yo también éramos del ambiente publicitario. Satiricón aglutinó eso, pero afirmar la propuesta nos costó un tiempo. Después de tres o cuatro números, publicamos una entrevista de Alicia Gallotti a Oscar Bonavena que hizo muchísimo despelote, y lo vimos como una apertura, ‘acá hay un camino’. Aparecía un nuevo tipo de revista.”
–¿Satiricón tiene antecedentes? ¿Hermanos mayores?
–Creo que no hay antecedentes de Sati. El estilo humorístico empieza hace dos siglos, desde la institucionalización del país, con medios vinculados al poder y a la política. Caras y Caretas es un ejemplo. A San Martín le dibujaban caricaturas comparándolo con un monstruo. Pero Satiricón dejaba lo conocido de lado, tenía una impronta de jóvenes transgresores, con ganas de romper algo. Rico Tipo o Patoruzú nunca se propusieron romper nada. Landrú (Juan Carlos Colombres) con Tía Vicenta lo hizo más o menos y a (Juan Carlos) Onganía le debe haber molestado mucho el mensaje. Reconozco a Landrú, un tipo muy ingenioso que se divertía con eso, pero la publicación que a mucha gente le hizo decir “ojo con estos” fue Satiricón. Un nuevo convidado en la casa que podía joder. La farándula comenzó a ser desmenuzada, criticada, cuando en general, siempre había sido un elemento sacralizado.
–¿Y los políticos?
–Estamos viviendo por primera vez tres décadas democráticas sin interrupción, pero hay que contextualizar aquellos tiempos. Si no, no se entiende nada. Para el humor gráfico, las figuras políticas habían pasado de largo, simplemente porque no existía la democracia, y por ende, tampoco los políticos. Era más dura una caricatura de Sarmiento en el siglo XIX que lo que se hacía en los ’60, salvo esa morsa de Landrú con Onganía. Y si no había ni política ni políticos, ¿a quién ibas a cargar? Lo único a mano eran dictaduras, y satirizar a los militares daba temor. Y eso que (Alejandro) Lanusse, comparado con la represión que vino después, parecía carmelitas descalzas. Tenía hasta alguna capacidad intelectual: se bancó a Mercedes Sosa en el Teatro Colón.

–Illia sufrió distintas sátiras.
–Fue el último presidente cargado en esos tiempos. En democracia se supone que no hay riesgo, salvo comerte algún juicio en contra. Recordemos que veníamos de la Libertadora, donde a nadie se le ocurría hacer nada. Con Arturo Frondizi tampoco salieron publicaciones de ese estilo.
–¿Cómo se conocieron con Blotta y Cascioli?
–Yo trabajaba en una agencia de publicidad chica, con el eufemístico nombre de PIL, Publicitaria Internacional Limitada. ¿Quién iba a conseguir anunciantes con esa sigla? (se ríe). Hacíamos folletos, campañas. Andrés era de Sarandí y Blotta de Bernal, eran amigos, y un día el Tano nos presentó. Oscar venía de Estados Unidos, influenciado por la National Lampoon. Pusieron su agencia en la calle Viamonte y me sumé. Atrás tenía un gran salón donde jugábamos a la paleta y empezamos a cocinar jodas, ideas, pero nada político. Garabateábamos bocetos: cómo salen los gordos a la calle, el perfil del colectivero, esas cosas. Un germen, un cosquilleo. Oscar maduró la idea, empezó a convocar gente, Ula, Alejandro Dolina, Mario Mactas.
–La política fue un ingrediente básico de Satiricón. La primera tapa: un general entrando a la Rosada mientras se limpia una cagada de paloma, el símbolo de la libertad, es una tarjeta de presentación.
–Se terminaba el período de Lanusse. Esa portada la hizo el padre de Oscar, que ya no estaba en Rico Tipo y viajaba de Bernal a visitarnos y darnos una mano. La cosa era escandalizar, y suponíamos que no había riesgo, porque no era común que clausuraran algo que recién empezaba. El titular “Murió Pacheco, hizo bien”, aunque hoy reconozco como exagerado, era darle a la farándula con algo que no se conocía. Las reacciones eran increíbles. Una vez sacamos un perfil muy irónico y cruel del Soldado Chamamé, ¡y el tipo se apareció en la redacción, agradeciéndonos por nombrarlo! El lector era clase media, del “progresismo”, interesado por esa cosa revulsiva. Nosotros decíamos “revolvamos la olla, a ver qué pescamos”. Mactas dice, de un modo durísimo, que si se trata de encasillar, en la redacción había tipos que profesaban ideas de derecha, con otros como Ula, por ejemplo. Pero eso no se reflejaba en la línea editorial. En las páginas andaba todo bien, las travesuras funcionaban.
–Los antiperonistas instalaron la idea de que fue clausurada por “el peronismo” para vender una imagen de intolerancia y censura.
–Es injusto. En términos cronológicos, Perón soportó la revista. No sé con qué grado de conformidad o enojo, pero la soportó. La clausura se produjo en tiempos de Isabel en el ’74, con Perón fallecido. Además, Isabelita era tentadora, un personaje totalmente cargable, una papa. López Rega también, pero estaba más en las sombras. Y cuando tomó protagonismo, Satiricón ya no existía. La revista no tenía ideología. No es peyorativo, pero para la gente común, era una revista que picaba un poco alto en el estilo, en el lenguaje, en la irreverencia. Que no podía interesar a un tipo que compraba Crónica y se levantaba para laburar todos los días a las 6 de la mañana.
–Desde el cierre, hasta la aparición de Humor, la Argentina vive los años más convulsionados de su historia. ¿Cómo los tomaron?
–De esa manera. Buscamos una continuidad. Sin Satiricón, Humor no hubiera existido. A buena parte de los que habíamos estado en Sati nos quedaba una especie de inercia. Pero ojo, una cosa era 1972 y otra 1978, con una dictadura feroz. Intentamos con refritos de Chaupinela y otras experiencias. “Los mejores chistes de tal cosa”, que largábamos para probar el mercado. Oscar, con esa idea yanqui que traía lo llamaba “one shot”, un disparo. Y cuando vimos que había alguna repercusión, el Tano, el más arriesgado, empezó a armar el grupo. Nos reuníamos en la calle Piedras, y fueron surgiendo nombres: Alfredo Grondona White, Ceo, Aquiles Fabregat. También necesitamos un período de instalación. Humor empezó modestamente, tanteando. Con cargadas a Martínez de Hoz, a Idi Amin con uniforme militar, como un mensaje para la dictadura. El primer gran revuelo se produjo con una tapa de Andrés con los reyes de España, de visita en Argentina y López Rega apareciendo debajo del vestido de la reina. Laburábamos en condiciones muy precarias. Las ventas eran muy buenas, pero salíamos mensualmente. Satiricón vendía 250 mil ejemplares por mes, que comparado con Rico Tipo no era nada: 200 mil ejemplares por semana.
–Esa tapa fue censurada.
–La pararon en las playas de distribución, pero lo que nos dejó tranquilos fue la respuesta de la gente. Llegaban muchas cartas, una señal de que el tema podía funcionar. Y aparecían dibujantes con ganas de trabajar. No teníamos miedo ni mirábamos si había algún Falcon en la calle, pero nos cuidábamos. Pero nos enteramos que la revista era tema de reunión en la Casa Rosada, y el que se mostraba como más duro era Albano Arguindeguy. Hacíamos a Jorge Videla ahogándose en el mar. Y para probar el grado de “tolerancia”, armábamos jodas con fotos en la redacción, diciéndonos “¿Te parece que les va a gustar?” Entre 1978/79, lo peor de la represión había pasado, y nos dio mayor aire.
–Humor se convirtió en una especie de salvoconducto, un guiño entre los que se veían en la calle leyendo la misma revista.
–Era como pertenecer a una cofradía, a un club. Con tantos exiliados, se hizo muy importante la circulación de la revista en el exterior.
–¿Qué ocurrió en democracia?
–No tenía la misma fuerza que al principio, pero aun así, el aporte general siguió siendo importante. No hablo sólo de la revista, sino de La Urraca, una editorial que sacó varios productos que hicieron escuela, incursionaron en la investigación periodística durante el alfonsinismo, y tomaron al menemismo como insumo básico para la cargada, para la sátira. Ocurrió que se fue dando un decaimiento general, baja de ventas, cansancio, que al final derivó en el cierre. En estos últimos 30 años, también el humor y el dibujo cambiaron mucho, porque cambió el mercado, pero también porque cambió el panorama tecnológico. Modificó gustos, alteró costumbres, hizo poner el ojo en lo audiovisual. Casi ni existían las revistas humorísticas, y el chiste pasaba sólo por cuadritos sueltos en los diarios, en la contratapa de Clarín o La Nación.
–Y otro perfil más ligado al costumbrismo inocente. Don Fulgencio en La Razón, por ejemplo.
–Personajes como Afanancio o Fúlmine, tan exitosos que terminaban convertidos en parte de la cotidianeidad. Alguien traía mala suerte y era un “Fúlmine”, si te robabas algo te gritaban “Afanancio”. En esto de las democracias escasas, y las dictaduras continuadas a partir de los ’50, yo tengo una teoría: no había tantas cosas por las cuales protestar. En el primer peronismo, salvo críticas aisladas de la oposición, o el socialismo con la revista Vanguardia, medio clandestina, la gente, en general, estaba tranquila y bien. “La gran masa del pueblo”, como dice la marcha. Claro, nadie suponía que se estaba gestando la peor de las represiones surgidas en el país. Lo humorístico pasaba por la típicas escenas de playa, o la suegra que no se te despega mientras paseás con tu novia. Era una vida amable y los medios gráficos reflejaban eso.
–En democracia, también intentaron por otros lados que parodiaban lo corrupto del poder. Como el “Dr. Picafeces” que dibujaba Grondona White.
–Fue la manera en que desarrollábamos historias con contenido, guionadas, para salir del mero cuadrito o de la viñeta. Por lo divertido le entrábamos a la gente, y por lo no amable, pretendíamos tirar un mensaje. También se arriesgaba con temas jodidos, como cuando Fontanarrosa hizo “Viven, los uruguayos en la cordillera”. O ese mundo especulativo dejado por la dictadura: “El profesor Laposta”, un típico personaje de la city financiera. Las Puertitas del señor López era la evasión, lo que el poder pretendía: una sociedad alienada. Aquiles y Tabaré armaban cosas extraordinarias. Fabre era capaz de tejer una versificación graciosísima. Era como un payador sin guitarra, típico uruguayo culto.
–El secuestro del número 97 de la revista quedó como una marca.
–Nos sorprendió. La dictadura ya se estaba retirando. El tema es que (Luis) Gregorich y Enrique (Vázquez) venían escribiendo cosas muy duras, y los militares no aguantaron más. Enrique publicó cómo lo estaban apretando al juez Pedro Narvaiz, por seguir una investigación de secuestros y desapariciones en Comodoro Rivadavia, en los que estaban involucrados oficiales del sur. La nota transcribía documentos. El arreglo fue que el juez daba la información, pero como condición, pedía que esperáramos a que llegara a Brasil, donde pensaba radicarse… Un día aparece Mona (Moncalvillo) desesperada y le cuenta al Tano: “Está Patricio Kelly en la recepción. Dice que en este momento, Alfredo Astiz está viajando a Brasil para matar a Narvaiz.” Habíamos arrancado con algunos chistes, y de repente estábamos metidos en quilombos increíbles (se ríe).
–También en democracia, la revista producía enojos de personajes del poder que hacían el ridículo. Eduardo Duhalde, por ejemplo.
–Sí, eran cosas que no podíamos creer. Teníamos algunas fotos de una reunión en la Casa Rosada, y Andrés, que era muy hábil para esas cosas, les metió mano. Era el gobierno de Menem, y Duhalde estaba como vice. ¿Te acordás de Al Kassar? Un traficante de armas ligado al menemismo. El tano retocó las fotos, les dio color, y lo hizo al tipo como participando en la reunión. Y Duhalde bailando con una damajuana de vino en la cabeza. Memorable. ¡Salieron a desmentirlo, diciendo que Al Kassar nunca había estado en esa fiesta! Me llamaban desde las radios, y yo no sabía si contestar en serio o matarme de risa (se ríe).
–El menemismo no pudo prohibir la revista porque se hubiera generado un escándalo, pero la corrió por el lado económico y de los juicios.
–No eran juicios muy fundados, pero igual, nos jodieron bastante. Una vez publicamos un dossier con 100 casos de corrupción menemista, la compra de los guardapolvos, la lecha podrida, un depósito bancario de 230 mil dólares que Eduardo Menem tenía en Uruguay. Mostrábamos el facsímil del cheque, y reproducíamos un comentario de la revista Brecha. Incluso, poníamos que Menem lo había desmentido. Un párrafo corto, pero el juicio avanzó. Lo llevó el juez Liporace, un tipo que fue suspendido y acusado por corrupto al comprar una casa en San Isidro. Yo era el director: por los procesos que llovían, con Andrés decidimos repartir los cargos, para pilotearla. Me dieron de seis meses a un año en suspenso, que se convirtieron en tres meses tras la apelación. Hasta ahí, la cosa era tranquila, pero si había otro juicio, ibas en cana de verdad. Y llegó lo de Neustadt. Lo dibujamos en una playa con su mujer, tomando como base fotos de la revista Caras. Aparecía con un testículo medio afuera de la maya. Se ofendió. Un juicio civil por sumas inalcanzables…
–Te embargaban todo lo que tenías.
–La preocupación era esa. A la vuelta de un verano escuché el rumor de que el juicio no venía bien, y se me ocurrió llamar a mi abogado. Me preguntó si tenía propiedades. “Una casita en Ituzaingó, un auto viejo.” “Bueno, venda todo porque se lo sacan.” Al morir el Tano, la ex viuda de Neustadt reconsideró todo, y lo dejó de lado.
TIEMPO ARGENTINO