15 Feb Cortázar, cosmopolita y argentinísimo
Por Luis Gregorich
Aunque falte más de medio año para el centenario del nacimiento de Julio Cortázar (el día es el 26 de agosto), ya esta amable superstición ha empezado a celebrarse, sea en forma de sinceros homenajes o de apenas disimuladas reticencias. Incluso una convocatoria en París compartida entre el gobierno francés y nuestra benemérita Secretaría de Cultura ha dado lugar, hace algunos días, a justificadas pero inútiles críticas acerca del excluyente criterio político usado para elegir a los viajeros. No nos interesa perder tiempo con las miserias de nuestros administradores culturales; sólo diremos que han pasado por alto una oportunidad más, sencilla y accesible, para mostrar, o al menos para fingir, una vocación pluralista.
¿De qué se trata? ¿De ensalzar la figura y la obra del que muchos consideran uno de los mayores escritores argentinos, o de atender las grietas y el desgaste que, según otros, el tiempo transcurrido causó a sus textos? ¿Se lee, hoy, a Cortázar? Y en todo caso, ¿cómo está formado su universo de lectores? ¿Puede decirse que ejerce influencia en las nuevas generaciones de escritores? Por último, ¿cómo se forman los sistemas de prestigio que construyen la escena literaria de un país como la Argentina?
Personalmente tengo el privilegio de haber participado, hace 45 años, en uno de los primeros libros colectivos dedicados a la obra cortazariana: La vuelta a Cortázar en nueve ensayos (Carlos Pérez Editor, Buenos Aires, 1968), compilado por Néstor Tirri y Sara Vinocur, y con trabajos, además, de Graciela Maturo, Noé Jitrik, Alejandra Pizarnik, Guillermo Ara, Alain Bosquet, y otros. La entusiasta aceptación de Cortázar estaba en su apogeo: ya se habían publicado sus primeros (y mejores) libros de cuentos ( Bestiario, Las armas secretas, Final del juego y Todos los fuegos el fuego ) y sus dos más reconocidas novelas ( Los premios y Rayuela ).
Muchos de los jóvenes que entonces leíamos a Cortázar teníamos la sensación de estar intimando con un escritor que, tan hábil como Borges para los dictados de la literatura fantástica, nos liberaba en cierto modo del cepo borgiano, rígido e hiperintelectual, y nos acercaba a un mundo en que el humor, lo coloquial, lo familiar y la experimentación verbal resonaban con una felicidad impropia para la severa narrativa argentina. La tradición inglesa se veía suplantada por el vanguardismo francés; Jarry y los surrealistas competían con Robert Louis Stevenson.
Afirmé en mi ensayo “Julio Cortázar y la posibilidad de la literatura”, incluido en la mencionada compilación: “? los cuentos y novelas de Cortázar, empeñados, en sus más altas expresiones, en atacar el arte de escribir con una escritura compleja y nada ingenua, lanzados al asedio de las retóricas tradicionales? (mientras) liberan, a través del sesgo de técnicas muchas veces brillantes, una serie de significaciones ligadas al mundo en que vivimos y más todavía al sistema semántico en crisis del que forman parte”.
¿Ingenuidad, inexperiencia? ¿Encontraba en Cortázar lo que un escritor joven entendía y deseaba escuchar, es decir, cierta disponibilidad para los juegos verbales, los trucos argumentales fáciles de imitar, y las grandes palabras sobre la pasión y el destino?
Exactamente eso es lo que sostiene una parte de la crítica, gradualmente fortalecida después de la muerte del escritor. La desvalorización se difundió en algunas de nuestras cátedras universitarias de literatura argentina, convertidas, desde fines de los 80, en dadoras y segadoras de prestigio. También escritores de generaciones más recientes mostraron con énfasis su desinterés por Cortázar, sometiéndolo a discutibles comparaciones. Tal es el caso de César Aira, un talentoso cultor de parodias e invenciones narrativas, escaso en lectores nacionales, pero que goza de la estima de muchos colegas jóvenes y de críticos de aquí y de otras partes del mundo.
Según el conocido juicio de Aira, Cortázar no es más que “un Borges de segunda categoría”, apto para adolescentes que se inician en la literatura, y que significa poco en la evolución de nuestras letras. Tampoco Aira comulga con los cuentos de Cortázar, algunos de los cuales considera “auténticamente deplorables”, deteniéndose con especial fastidio en “El perseguidor”, una nouvelle inspirada en la vida del saxofonista Charlie Parker. Como contrapartida, deliberada o no, Aira escribió “Cecil Taylor”, una más breve mezcla de ensayo y relato biográfico acerca de otro músico de jazz, un admirable pianista experto en la improvisación disonante y ajeno a toda normativa.
Vale la pena releer los dos textos. Ninguno de los dos anula al otro. Hasta puede ser que compitan por el mismo trofeo: la titularidad de la vanguardia. Convence tanto -o tan poco- el mito del artista romántico que plantea Cortázar en su identificación con Parker, como el victorioso fracaso del arte experimental presentado por Aira. Es probable que entre los escritores jóvenes predomine y resulte más atractiva esta última actitud, pero a cambio de eso (intuimos que) Cortázar no parece haber perdido el favor del lector menos especializado.
Rechazamos de plano la comparación con Borges, apenas una frase ingeniosa. Los lazos entre los dos escritores son más profundos, así como sus diferencias. Entre éstas, se ha destacado la brecha política que los separaba, y que no debe ser sobreestimada. Borges, conservador en política, no lo fue para nada en literatura.
Como se sabe, Cortázar, para entonces expatriado voluntario en Francia, adhirió en los tempranos 60 del siglo pasado a los postulados de la revolución cubana -como lo hicimos tantos otros, aunque algunos hayamos matizado esas convicciones a lo largo del tiempo- y procuró a su manera defender esa causa, sobre todo en el fervor y los combates ideológicos de simposios internacionales en que se encontraban escritores e intelectuales.
Hay una pregunta casi obvia; ¿en qué medida esa militancia, con la que Cortázar quiso superar o enriquecer su previa y excluyente consagración a la literatura, gravitó en su obra?
Podemos contestar que no en una medida directa, si se exceptúan casos anecdóticos como el cuento “Reunión”, publicado en 1966, en que el escritor da la voz al “Che” Guevara, pero sí más insidiosamente, en muchos de los textos de su etapa final. El último Cortázar no es ciertamente el mejor Cortázar, acechado por la amenaza de la politización, y un tono plañidero que ya había asomado en las páginas menos felices de Rayuela .
Todos estos reparos menores no nos impiden, según nuestro criterio, situar a la obra de Julio Cortázar, próximos al umbral de su centenario, en el cuadro de honor de nuestra narrativa. Si Borges es el abanderado en esa ceremonia, los inevitables escoltas serán Arlt, Marechal, Bioy Casares y, de modo muy especial, Cortázar. Igualmente dos cuentistas: Silvina Ocampo y Blaisten, y dos novelistas: Puig y Saer. Cada adicto al género puede armar el sistema a su gusto.
¿Por qué Cortázar sigue siendo uno de los protagonistas del sistema? Por ese oído afinado para la música de nuestra lengua rioplatense. Por la construcción de fábulas y mundos paralelos que se escapan por el agujero del tiempo. Por el falso costumbrismo que denuncia la irrealidad de los dramas familiares. Y, sobre todo, porque podemos seguir leyendo sin fatiga cuentos como “Bestiario”, “Casa tomada”, “Las puertas del cielo”, “Los venenos”, “La noche boca arriba”, “Las babas del diablo”, “Todos los fuegos el fuego”, “La autopista del sur”, “La salud de los enfermos” y “El otro cielo”. Y porque nos permite disfrutar del riesgo y de la curiosidad frente a Rayuela , que sigue siendo la novela experimental argentina por excelencia, a pesar de sus intercaladas blanduras.
Estuvo lejos y estuvo cerca. Recuerdo su traducción de Edgar Allan Poe. Recuerdo las tres películas que Manuel Antín filmó a partir de sus cuentos ( La cifra impar , Circe y Continuidad de los parques ) y la que Michelangelo Antonioni dedujo libremente de “Las babas del diablo” ( Blow Up ).
Recuerdo, en las entrevistas, el tono de su voz y el acento francés. Recuerdo su obra, cosmopolita y argentinísima.
LA NACION