02 Feb Toponimia
Por Inés Fernández Moreno
Los nombres de los lugares pueden aludir a accidentes geográficos, faunas, floras, pueblos perdidos, dioses, santos, colonizadores, historias, costumbres y hasta a nuestras emociones. Aquí nomás, en el Tigre, tenemos los “Bajos del Temor”, donde alguna vez pude sentir en carne propia el estado de ánimo que inspiró su nombre.
Los casos más interesantes no son los de sentido transparente -Bahía Blanca, Porto Alegre, Manzanares o, con una pizca de lirismo, Campáspero-, sino los que hay que desentrañar siguiendo un recorrido más sinuoso, remontándonos en el tiempo hasta épocas remotas. En palabras del erudito Enric Moreu Rey, la toponimia puede enfrentarnos a “antiguos nombres comunes cristalizados o petrificados, y conservados durante milenios”. Nombres que guardan, como las capas geológicas y sus fósiles, profundos significados. En América tenemos algunos casos bastante difundidos, capaces de hacernos imaginar, por ejemplo, el instante de un descubrimiento. “Monte vi, eu” o “Monte vi, deo” sería el grito del vigía lanzado desde lo alto del mástil ante la aparición de la ondulada tierra uruguaya. Dicen que Venezuela fue llamada así por Américo Vespucio, quien, al avistar los palafitos aborígenes en las costas de Maracaibo, la imaginó como una pequeña Venecia. Para otros historiado¬res, el nombre proviene de la extinguida lengua añú, propia de los antiguos pobladores de la laguna de Sinamaica.
Cuanto más nos alejamos en el tiempo, mayores
pueden ser la incertidumbre y las versiones divergentes.
Me gustan en particular aquellos nombres que, en dos o tres palabras, encierran una historia completa. Tal es el caso de “Porto Galhinas”, localidad que conocí en mi último viaje a Brasil. Una vez abolida la esclavitud, en 1850, la venta de esclavos prosiguió en forma ilegal. Los traficantes los traían de África en las bodegas de los barcos, escondidos entre jaulas de gallinas de Angola, el alimento preferido en la corte. La contraseña para informar sobre esta “mercadería” era decir: “Hay gallinas nuevas en el puerto”. Las gallinas iban a parar a la mesa de los portugueses y los desdichados esclavos a sus cocinas y plantaciones. La historia pasó, pero su impronta quedó para siempre en el nombre del lugar.
REVISTA CIELOS ARGENTINOS