02 Feb La amiga de Ana Frank recuerda los terribles días del avance nazi
Por Mónica López Ocón
Barbara Rodbell, de 87 años, carga sobre sus espaldas con la terrible historia de miles de familias judías que fueron víctimas del nazismo. Siendo apenas una adolescente, influida por su novio de ese entonces, Manfred, tomó conciencia cabal de lo que estaba sucediendo y, amparada por su aspecto ario, decidió resistir y sumarse a los protectores que ayudaban a otros judíos a esconderse. Sin embargo, no pudo ayudar a su propia familia, cuyo padre se negaba a pensar que la situación era todo lo grave que realmente era.
Huyendo de nazismo emigró con su familia de Frankfurt a Amsterdam, donde conoció a Margot y Ana Frank con las que entabló una amistad. Al cumplirse 84 años del nacimiento de Ana Frank y 4 de la creación del Centro Ana Frank en Buenos Aires, Barbara viajó a la Argentina invitada por el Centro para dar, una vez más, su testimonio y para hablar de la pequeña Ana cuyo diario constituye un documento invalorable de los horrores del nazismo.
–Tanto usted como las hermanas Frank, Ana y Margot, eran de Alemania y luego, con el avance del nazismo emigraron a Holanda? ¿Dónde las conoció usted?
–La familia Frank era de Frankfurt y yo era de Berlín, de modo que no nos conocimos en Alemania, sino en Holanda
–¿Cómo fue su relación con Ana?
–En el momento en que conozco a la familia Frank Ana era chica, tenía cuatro años menos que yo. Cuando yo tenía ocho, ella tenía cuatro. En un principio yo era amiga de su hermana, Margot, iba al colegio con ella. A Ana la veía siempre en el barrio en el que vivíamos. Más tarde, cuando yo cumplí 12 años y ella tenia ocho, iba frecuentemente a hablar conmigo.
–¿Cómo era Ana, cómo la recuerda?
–Era una chica muy vivaz, muy inteligente y muy curiosa respecto de lo que yo hacía. También era muy impaciente con los más chicos si no jugaban a algo que le gustara a ella. Mi hermana, Sanne, frecuentemente jugaba con ella, pero no le resultaba divertido porque, por su impaciencia, Ana nunca terminaba ningún juego. Cuando Ana tenía unos 12 años e iba a verme, nos reíamos mucho porque, como yo era más grande, me hacía preguntas sobre novios, sobre si algún chico me había dado un beso. Cuando yo le decía que no, me contestaba: “Oh, qué aburrido”. Era extremadamente divertida, muy graciosa. Siempre quería saber qué era lo yo hacía, qué leía. Margot, en cambio, era muy callada, por eso Ana no se divertía tanto con ella.
–Usted entró muy joven a integrar grupos que resistían y protegían a otros judíos ¿no es así?
–Bueno, depende de cómo se considere. Tenía 17 años.
–Hoy sabemos qué sucedió durante el nazismo. Supongo que, como suele pasar, en la época en que la gente lo estaba viviendo era más difícil saber y comprender lo que pasaba. ¿Usted sabía o intuía que iba a pasar lo que pasó?
–En mi casa no se hablaba mucho de política, pero mi padre nos hablaba sobre el nazismo. Sin embargo, fue mi novio de aquel entonces, Manfred, que entendía de política, el que me explicaba realmente cómo eran las cosas. Yo me asombraba, porque era un mundo del cual prácticamente no sabía nada. Manfred nos consiguió los papeles para que pudiéramos salvarnos y cuando él creyó que era el momento de esconderse, lo hice a pesar de que mi padre no quería que lo hiciera. Yo pensaba que él sabía realmente qué era lo que estaba sucediendo.
–De alguna manera usted tenía mayor conciencia que su familia de lo que estaba pasando y eso constituyó su salvación.
–Creo que mi madre, que era quince años menor que mi padre, sabía más acerca de la situación. Quizás mi padre también lo sabia, pero no sabía qué hacer o sentía que no podía hacer nada y eso era terrible. Él era abogado en Alemania y tuvo que volver a estudiar cuando emigramos a Holanda y tuvo que hacerlo, además, en un idioma distinto del suyo. Trabajaba, iba a la universidad, redactaba su tesis en un idioma extranjero. Estaba muy cansado con todo eso y no le sobraba energía para otra cosa. Además, estaba enfermo, tenía un problema de corazón. La vida era muy difícil para él. Tenía que trabajar muy duro para lograr mantener a la familia. Estaba muy cansado y sentía que no podía hacer nada más. Hacia trabajos con el padre de una compañera de colegio de Ana y se dedicaba a conseguir documentos para otra gente cuando no los conseguía para nosotros mismos. En esa época había una organización judía comandada por alemanes que en realidad lo que hacía era ayudar a los alemanes a enviar a los judíos a los campos de exterminio.
–Se suponía que su padre y la familia estaban protegidos por una institución judía, pero que al cumplir 16 años usted dejó de tener esa protección.
–A los 16 años tenía que comenzar a protegerme a mí misma. Por eso, cuando Margot también cumplió 16 en la familia Frank se escondieron.
–¿Usted supo que los Frank se habían escondido?
–Cuando me dijeron que los Frank no estaban más en la casa donde vivian, yo supuse que se habían escondido en Suiza donde tenían familia. Les dije a mis padres que estaba muy contenta porque pensaba que los Frank habían logrado irse a Suiza, porque habían logrado escaparse cuando ya no parecía posible. Durante todo ese período yo no estuve lejos del escondite de los Frank, pero no sabía que ellos estaban ahí.
–¿Sus padres aprobaban la relación que usted tenía con Manfred?
–Mi madre sí. Mi hermana, además, lo adoraba. Incluso cuando me escribía desde el primer campo de concentración en que estuvieron, en Westerbork, dentro de Holanda, cosa que en ese momento era posible, mi hermana me decía en las cartas que fuera buena con Manfred. Mi madre me recomendaba que me quedara cerca de él y la verdad es que tenía razón.
–Luego sus padres y su hermana fueron trasladados a Auschwitz.
–Sí, fueron trasladados allí.
–¿Hasta cuándo pudo seguir teniendo contacto con ellos?
–Mientras estuvieron en Westerbork yo podía enviar paquetes y ellos, recibir cartas y contestarlas. No me las enviaban directamente a mí porque yo estaba escondida y podían ponerme en peligro, pero se las enviaban a un tío mío que sabía dónde estaba yo. Pero cuando salieron de allí hacia Auschwitz, ya no supe más nada.
–¿Cuándo se enteró de cuál había sido el destino de su familia?
–Después de la guerra. Entre tres y seis meses después. Me enteré a través de una noticia de la Cruz Roja. Mientras tanto, los trenes volvían de los campos y yo iba a la estación a preguntar si alguien había visto a mi familia. Preguntaba por mi madre, por mi padre, por mi hermana. Pero nadie podía responderme esas preguntas. Luego supe que murieron enseguida apenas llegaron a Auschwitz. Salieron el 16 de noviembre de Westerbork y llegaron a Auschwitz el 19. Ese mismo día fueron asesinados en la cámara de gas. Mientras viajaba hacia Auschwitz, mi madre tiró por la ventana del tren una carta que había escrito para mí y alguien la vio, la recogió, le puso una estampilla y la mandó.
–¿Qué decía esa carta?
–Decía: “Mi querida, estamos por salir en nuestro primer viaje largo en mucho tiempo. Mi pequeña Barbara, ya nos veremos otra vez.” Estaba escrita en holandés. Estando en Westerbork, mis padres padres seguían esperando que les consiguieran los documentos. Tenían tantos amigos en todo el mundo que estaban seguros de que lo iban a lograr. Yo ya tenía los míos porque los había conseguido a través de Manfred.
–¿Llegaron alguna vez esos documentos?
–Sí, una semana después de que llegaran a Auschwitz. Se los consiguieron las mismas personas que me los habían conseguido a mí.
–¿Cómo fue su actividad en el ballet que integró clandestinamente sin que nadie supiera que era judía?
–Yo tenía unos amigos que hacían la ropa para el ballet. Había una sospecha de que la directora del ballet era amiga de Hitler. Ella se enteró finalmente de que yo era judía, pero no me denunció, simplemente me dijo que no iba a poder viajar más en los tours que hacía el ballet, pero no me entregó.
–Usted se encontró con Otto Frank, el padre de Ana y Margot, luego de la guerra. ¿Cómo fue ese encuentro?
–Cuando nos encontramos él ya sabía que su esposa y sus hijas habían muerto. Cuando me vio lloró mucho. Me contó entonces que iban a hacer un libro con los distintos escritos que había dejado Ana y que cuando estuviera listo me iba a dar uno.
–¿Y le dio un ejemplar de esa primera edición del diario de Ana Frank?
–Sí, me la dio y todavía la tengo. No está en muy buenas condiciones porque luego de la guerra el papel no era muy bueno.
–¿Cómo vive usted con el recuerdo de lo que pasó?
–Es muy difícil. Algunas veces se olvida por un momento. Para mí fue especialmente difícil convivir con ese recuerdo cuando comencé a tener hijos. Cuando nació mi primer hijo varón no podía dejar de llorar. Todo el mundo me decía que tenía un buen marido que se ocupaba de mí y un hijo hermoso, que no debía llorar, pero yo no podía dejar de hacerlo. No podían entender por qué lloraba tanto. Yo sentía que no podía atravesar esa nueva etapa sin mi madre. Cuando tuve mi primer hijo tenía 27 años.
–Usted se casó con Martin Rodbell, quien luego sería Premio Nobel de Medicina.
–Sí, fue Premio Nobel muchos años después, en 1994. Todos fuimos a Estocolmo a recibirlo. Mi marido también pensaba en ese momento en sus padres que no habían podido verlo premiado, pero ellos eran judíos americanos y murieron de muerte natural. Yo pensaba en todo lo que mis padres se perdieron. Extrañaba mucho a mi hermana que no llegó a tener hijos. En 1960 mi marido tuvo un año sabático y fuimos todos a Holanda. Yo todavía tenía primos allí y fue muy lindo reencontrarme con ellos. Por supuesto, mis padres y mi hermana ya no estaban. Pero hay que vivir y no queda otra posibilidad que seguir adelante.
TIEMPO ARGENTINO