28 Jan Trash the dress, el nuevo final de fiesta de las bodas
Por Laura Reina
Lo diseñó sabiendo que iba a destruirlo. Nada ni nadie, ni las súplicas de su mamá o las lágrimas de su suegra, lograron torcer ese destino. Natalia García jamás había soñado con casarse de blanco; ni siquiera había fantaseado con la idea de pasar por el Registro Civil. Pero hizo las dos cosas. A su manera. Y ese vestido hecho a medida, que llevó un año de diseño, innumerables pruebas de vestuario y varios metros y capas de tela, cumplió la profecía con la que había nacido en una sesión fotográfica de trash the dress , una tendencia que busca darle un final artístico a la boda.
Hoy el vestido de novia no se guarda tal cual fue estrenado; a lo sumo se transforma o se vende para recuperar algo de lo que se invirtió. Y las más osadas se animan a ponérselo una vez más para estas producciones que tienen un claro fin estético, aunque muchas terminen mojadas, embarradas o cubiertas con pintura, como en el caso de Natalia, que, vestida de novia, jugó con su marido una guerra de paintball .
Tal vez porque el traje de bodas perdió ese halo de pureza con el que se lo relacionó siempre; tal vez porque las novias se cansaron de guardarlo impoluto en el placard por tiempo indeterminado, o porque se niegan a sentir esa frustración que aparece años después, cuando no entran en ese vestido que lucieron aquel día especial, es que deciden darle un destino alternativo. Entre ellos, el más novedoso y extremo es el de trashearlo, una tendencia que empezó hace unos años en Estados Unidos y llegó hace muy poco al país. Por ahora son pocas las que se animan a transitar este camino. Pero las que lo hacen aseguran que lo viven como una liberación.
“Al principio, cuando se lo proponíamos como cierre a la pareja que venía a vernos para hacer las fotos y el video del casamiento, nos miraban como si estuviéramos locos -recuerda Pedro Lampertti, fotógrafo de AlfaMas Producciones , autor del trash en el paintball-. Fueron muchos no hasta que se animó una y se animaron todas”, cuenta. De diez parejas que los contratan, cinco se prestan a una sesión de trash the dress que tiene un costo de $ 2000 más los gastos de viáticos y alojamiento si la locación obliga a trasladarse, por ejemplo, hasta una playa.
Desde que comenzó a ofrecer el servicio, a fines de 2012, Emiliano Rodríguez, de Rodríguez Mansilla Fotógrafos, hizo dos sesiones. Y como la clave es tener material para mostrar, la primera la hicieron sin costo. “Fue con una pareja que se copó enseguida -recuerda-. La clave es intentarlo con novias que no hayan invertido mucho en el vestido. En este caso, ella lo había comprado usado y entonces no tenía el peso del dinero que había gastado. Porque hoy el factor económico pesa más que lo sagrado que puede representar el vestido”, reconoce Rodríguez.
Mientras planificaba su boda, Estefanía Camacci decidió que no iba a gastar $ 15.000 en un vestido cuando todavía pagaba, mes a mes, un alquiler. Un poco por coherencia, pero también por comodidad, fue a Novias al Garage y se llevó un vestido usado. “Me quedaba pintado, parecía que me lo habían hecho a medida -cuenta-. No era justo lo que quería porque era blanco y tenía puntilla, pero me quedaba tan bien que lo llevé.”
Al cumplir un año de casados, ella y su marido recibieron un inesperado regalo: una invitación por parte de Emiliano Rodríguez y su socio para hacer una sesión de trash the dress. “Nos encantó la propuesta. Todo ese año el vestido había estado en el placard y me gustó la idea de reciclarlo y hacerlo arte”, cuenta Estefanía, que creció en el campo, en Navarro, donde hicieron la sesión.
“Nos metimos en los maizales, en el chiquero, nos embarramos, nos mojamos y nos divertimos un montón-recuerda-. Y el vestido lo tiré, porque si bien lo había enjuagado con agua y quedó blanco, estaba todo roto. Soy sentimental, pero me parece bueno empezar a salir de la nostalgia del casamiento y desmitificar. Además me quedaron esas imágenes increíbles.”
ROMPER CON EL SIMBOLISMO
No siempre se piensa en el costo. Natalia Lombardo se hizo el vestido soñado (un estilo hippie chic, diseñado por Inés Dorado) que era perfecto para su boda en La Becasina, un lodge en el delta de Tigre. “El casamiento fue distinto, no era uno tradicional, duró dos días… El vestido no lo usás más y preferí jugar con él antes que tenerlo colgado. Hacer el trash pasó por divertirme, por jugar, por romper con ese acartonamiento. No creo en la pureza del vestido, sí en la del amor. El vestido es un accesorio”, asegura.
La sesión se realizó durante el segundo día de celebración, a la mañana, antes de que llegaran los nuevos invitados que se sumarían a una especie de kermés. “Cuando llegaron y yo los recibí embarrada, enganchada, con ramas., no lo podían creer. Para mí fue un juego, hay que permitirse romper con este tipo de simbolismo. Y mientras estaba ahí en el agua, flotando entre las ramas y el follaje, pensaba en cómo iban a quedar las fotos para poder verlas y compartirlas.”
Es que una parte fundamental de estas sesiones es ver el resultado final y poder subir las imágenes a Facebook. “Tiene el encanto de compartirlo en las redes sociales. Y de armar el capítulo final del fotolibro, donde queda documentado todo el casamiento, la historia de amor. Es el capítulo final de esa historia”, resume Lampertti.
Para Rodríguez, la idea es que quede un recuerdo de esa prenda especial, a modo de cierre. “Que no quede en desuso por siempre; algunas tienen la fantasía de que lo use una hija, pero eso, en general, no pasa. Si uno invirtió dinero, está bueno hacerle un homenaje. Y no es necesario ser muy extremo. A veces basta con buscar un lindo entorno y dejarse llevar.”
En todos estos casos, la mayoría de las novias termina lavando el vestido en la tintorería o bien en el lavarropas y lo guardan, aunque con algunas marcas indelebles de ese maltrato que quedó registrado para siempre en instantáneas que algún día compartirán con sus hijos. Como el caso de Natalia García, que hoy está esperando su primer bebe. “El vestido quedó limpio, pero destruido, con marcas de la guerra de paintball que hicimos con mi marido. También tengo marcas en el cuerpo porque como no usamos protección terminamos con algunas lesiones. Pero bueno, no me arrepiento; nunca más lo iba a volver a usar y si tengo una nena, va a estar feliz porque lo usará como disfraz”, asegura. Por las dudas, aclara, rescató la cola de tres metros de raso bordó con la que algún día planea hacer algo. O no.
LA NACION