24 Jan Pablo Escobar: narcotráfico y populismo
Por Rogelio Alaniz
A Medellín, los argentinos la recordamos porque es la ciudad donde murió Carlos Gardel, pero desde hace veinte años Medellín es famosa porque fue la ciudad de Pablo Emilio Escobar Gaviria, el zar de la cocaína, el patrón del mal, el Robin Hood de los pobres o, como lo calificara un periodista, el Da Vinci del crimen. Según los entendidos, su tumba es una de los pocas -para algunos la única- que mantiene flores frescas ofrendadas por una multitud de curiosos y devotos que le rinden homenaje a quien para algunos fue la única persona que se acordó efectivamente de los pobres.
Santones, curanderos, expertos en el arte de la milagrería, cuenteros de profesión y pobres de solemnidad peregrinan a su tumba para rendirle honores, hacer promesas o rezar por la paz de su alma. A la cita no faltan turistas que se anotan para las visitas guiadas de los lugares por donde Escobar vivió o perpetró algunas de sus “hazañas” más célebres. Para que nada le falte a la puesta en escena, en los puestos callejeros y en los locales de ropas se venden remeras, camisas y camperas con su rostro, con su firma autógrafa o con la foto y el número de su documento de identidad.
El espectáculo se completa con canciones escritas en su honor que relatan sus proezas, libros escritos por quienes lo conocieron o investigaron su vida y películas, y series televisivas que conquistan los niveles de rating más elevados, a pesar de las recomendaciones hechas por el Estado para no transformar en héroe a un asesino serial, al que se le imputa la responsabilidad de más de diez mil muertes y de haber transformado a Colombia en el paraíso del narcotráfico con sus secuelas de corrupción, violencia y crimen.
De Pablo Escobar se puede decir con buenos fundamentos que fue un asesino, un psicópata o un perverso, pero está claro que cualquiera de estas calificaciones no alcanzan a explicar las pasiones que sigue despertando y su vigencia en el imaginario popular. Es verdad que su fama se refuerza por la existencia de una industria mediática que hace muy buenos negocios con su nombre y su fama, pero convengamos que ningún director de cine o periodista atrevido le dedicaría su tiempo a un personaje anónimo, a alguien que previo a cualquier maniobra publicitaria dispone de un nivel de adhesión popular tan evidente como masiva.
El propio Escobar, a lo largo de su vida, se encargó de montar su propia leyenda definiéndose -según las circunstancias- como un bandido, un empresario, un político, un simpatizante de la izquierda y el marxismo leninismo o un pionero de lo que calificaba como la industria del narcotráfico. Manipulaciones al margen, es muy probable que, efectivamente, haya sido un poco de todo lo que él mismo se atribuía. Lo curioso es que veinte años después de su muerte, el mito o la leyenda se construye tal como él lo imaginó en su momento.
Lo cierto es que Colombia no es la misma después de Escobar. Como dijera uno de sus biógrafos, antes de Escobar, Colombia era conocida por el café, después de él empezó a ser conocida por la cocaína; antes de Escobar la palabra sicario no se conocía, como tampoco se sabía de las multimillonarias adquisiciones que podían realizarse a partir del negocio de exportación de cocaína.
En Colombia, ni la delincuencia en gran escala, ni la violencia y el crimen eran novedades, sobre todo en un país que desde el asesinato de Gaitán, en 1948, había estallado en luchas facciosas. Lo que hace Escobar es elevar esa tendencia a un nivel desconocido hasta entonces. El hombre no sólo transforma al narcotráfico en la empresa más rentable del país, sino que se propone incursionar en política y ganarse la adhesión de los pobres.
Su itinerario como delincuente fue breve pero fulgurante. A los veintiocho años ya era multimillonario; a los treinta y dos ingresó como diputado al Congreso de la Nación, y antes de los treinta y cinco años la revista Forbes lo calificó como uno de los siete hombres más ricos del mundo, con una fortuna que, según los cálculos más realistas, superaba los diez mil millones de dólares. La riqueza obtenida la dedicó a construir un imperio integrado por sicarios, pero también por periodistas, políticos, arquitectos, deportistas y sacerdotes interesados en sus propuestas para aliviar la pobreza de los barrios.
A diferencia de otros delincuentes que también se hicieron millonarios, él se propuso sumar al poder económico el poder político. Los grupos tradicionales del poder -a quienes él no vacilaba en calificar de oligarcas, vendepatrias y explotadores- se opusieron a que un narcotraficante -que dicho sea de paso, les había financiado las campañas electorales a más de uno de ellos- ocupara su lugar.
Por buenas y males razones, Escobar no pudo consolidarse en el sistema, aspecto que explica el otro dato relevante de su personalidad vinculado con su declaración de guerra al Estado, una guerra que demolió edificios públicos, asesinó ministros, candidatos presidenciales, jueces, directores de diarios y centenares de policías y miembros del ejército.
El Cártel de Medellín fue una creación suya. Su objetivo, en principio, era darle al negocio del narcotráfico una escala económica superior a la que ya habían alcanzado cada una de las familias en particular. Pero también el cártel se constituye para luchar contra lo que se transformará en la principal y en algún momento exclusiva bandera del narcotráfico en los años ochenta: el rechazo a la extradición de los narcos a Estados Unidos.
Al respecto, sorprende el temor de los narcos a ese procedimiento, temor justificado porque sabían que en “Gringolandia” la cárcel era definitiva, mientras que en Colombia una cárcel podía ser para ellos el equivalente de un hotel de cinco estrellas.
“Preferimos una tumba en Colombia a una cárcel en Estados Unidos”, será la consigna de “Los Extraditables”, es decir de los miembros del Cártel de Medellín.
No deja de llamar la atención el lenguaje nacionalista y antiimperialista al que recurre Escobar para defender sus intereses. Nunca se sabrá si efectivamente creía en su retórica popular y de izquierda, pero lo seguro es que la usaba con frecuencia y que a su manera reunía las clásicas condiciones de un líder populista con una sabia administración del terror y la demagogia, la corrupción y las apelaciones a la sensibilidad social, las consignas populares y la voracidad por los buenos negocios, la exhibición ostentosa de riqueza con un estilo de vida identificado con lo que algún sociólogo denominaría guarango.
Como escribió Vargas Llosa en una de sus habituales columnas, Escobar pudo haber llegado a ser presidente de Colombia. Algunos errores cometidos en su momento, la exacerbación de sus patologías, impidieron que ese objetivo pudiera concretarse, pero lo cierto es que no hay antecedentes de un delincuente que desafiara al Estado en los términos que él lo hizo, y se aprovechara de todas sus debilidades para ponerlas a su servicio.
Tampoco había antecedentes de un delincuente que se valiera de la muerte como un recurso de poder. Se supone que todos los delincuentes pueden matar, pero Escobar se valía de la muerte como un recurso intimidatorio y de negociación con los poderes del Estado. Algo así, ni Al Capone ni los principales jefes de la mafia se habían atrevido a realizar en esa escala. A la industria de la muerte, Escobar le sumó justificaciones en clave populista que no por perversas dejaban de ser originales y sintomáticas. “Antes de Escobar los únicos que morían eran los pobres -se dice-, a partir de él los que empiezan a morir son los ricos”.
¿Y Escobar acaso no era rico? Lo era a tal nivel que hasta se daba el lujo de burlarse de las familias patricias que lo rechazaban por razones éticas, estéticas y de clase, aunque no vacilaban en venderles sus mansiones, campos o propiedades a un precio que multiplicaba su valor original. “Qué pobres son los ricos de Colombia”, ironizaba este multimillonario que, al mismo tiempo, no vacilaba en decir que su única diferencia con los militantes de izquierda era que él era un poco más rico que ellos.
EL LITORAL