Expertos en nosotros mismos

Expertos en nosotros mismos

Por Alissa Quart
Hoy he hablado por teléfono cuatro veces, con un promedio de 24 minutos por llamada; la última fue hace 22 minutos y 23 segundos, según el dispositivo digital de mi línea fija. La otra noche, el viaje en tren a Brooklyn demoró, exactamente, 45 minutos y 10 segundos: registré el tiempo con mi teléfono inteligente. Ayer corrí 5 kilómetros y el promedio/milla que mostró mi podómetro fue de 8 minutos y 45 segundos (nada de qué presumir, lo sé). Como tenía un plazo para entregar este artículo, solo caminé cuatro mil pasos en vez de los 10 mil recomendados. Gracias a Kindle, sé que he leído, justamente, 45 por ciento del excelente libro de no ficción de mi amiga (antes habría dicho que estaba “como a la mitad”). Puedo mantener una “tabla” en el gimnasio durante 54 segundos en vez del minuto que creía; lo sé gracias al cronómetro de mi celular. Mi tiempo óptimo de sueño es siete horas y 20 minutos, y despierto dos veces por la noche —me enteré por un brazalete que mide la duración e intensidad del sueño— así que hoy estoy segura de lo que antes solo suponía: mi sueño es muy superficial si no tomo una pastilla para dormir.
Bienvenidos a mi biografía al estilo 2013, la cual ofrece más puntos de información de los imaginables hace 20 años y se suma a la obsesión nacional de enumerar, literalmente, nuestros días. A decir de la reciente encuesta nacional “Internet & American Life Project” de Pew Research Center, 7 de cada 10 estadounidenses llevan registros personales cotidianos de su salud o del estado de otra persona y a tal fin, utilizan lo que sea: desde la memoria humana hasta una de bolsillo. Los temas de monitoreo más populares entre los tres mil adultos interrogados fueron peso y dieta, aunque un tercio de los encuestados también llevaba un registro de aspectos más esotéricos como presión sanguínea, sueño y glucosa en sangre. Aun cuando muchos conservan la información “en sus cabezas”, no menos de 50 por ciento guarda un registro escrito de los datos, bien en medios digitales o en papel. Según la Asociación de Artículos Electrónicos de Consumo, la categoría de deportes y acondicionamiento físico se convirtió en un negocio de 70 mil millones de dólares en 2012 y a principios del presente año, la firma de análisis de mercado ABI publicó un informe en el cual calcula que, en 2018, circularán unos 485 millones de dispositivos digitales “usables”, como relojes y gafas inteligentes —de allí que Jawbone, compañía privada que produce “tecnología usable centrada en el humano”, esté valuada en mil millones de dólares o más.
No son solo los diabéticos quienes vigilan su azúcar para sobrevivir; lo que está ocurriendo es un cambio más amplio que nos convertirá en investigadores científicos de nuestras vidas —como la amiga que, la semana pasada, sacó su teléfono inteligente en un restaurante para mostrarme los (malos) hábitos de sueño que detectó su monitor de pulsera UP; y la colega que, durante un tiempo, dedicó sus ratos libres a ingresar cifras en la computadora para determinar cuál ciudad estadounidense sería idónea para ella y su flamante marido.
La ambición de excelencia y hasta de trascendencia es lo que también nos lleva a convertirnos en expertos del propio ser. En su libro Fitness for Geeks, Bruce W. Perry escribe que “medir, ya sea con Fitbit, Zeo, Endomondo, su propio software o un simple archivo de texto, es un aspecto importante en la obsesión del geek del acondicionamiento (una obsesión saludable, en mi opinión)”. Además, el autor señala que debemos “reiniciar” los sistemas operativos de nuestros cuerpos. “Cuando un geek se enfoca en el acondicionamiento”, apunta, “ya no acepta sin chistar las insulsas órdenes de algún experto oficialmente ungido”.
Los verdaderos creyentes del poder de la medición van más allá; es decir, rastrean cada bocado, paso o REM y comparten sus descubrimientos con otros: el hombre que envía su índice de masa corporal (IMC) desde la báscula del gimnasio a la nube o la mujer que cuenta sus pasos en un podómetro y los publica en Facebook. Incluso individuos como el reportero Brian Stelter (New York Times) quien escribió el artículo “Mentiras, verdades y mi dieta Twitter”, donde confiesa que no podía ponerse a régimen por su cuenta así que “decidió apoyarse en Twitter. Me pareció que así me sentiría más comprometido porque tendría que escribir todo cuando comiera, al instante”.
Si antaño la historia de nuestras vidas podía resumirse en una caja de zapatos repleta de viejas fotografías (que, obviamente, podrían perderse en una inundación), en adelante recordaremos el pasado utilizando Fitbit en el gimnasio; un sensor de calzado llamado Amiigo; una pulsera Basis; sistemas de monitoreo ambiental para interiores; el dispositivo UP de Jawbone (para sueño y acondicionamiento); Google Glass; cámaras usables para grabaciones “en primera persona” y videos lifelogging; y hasta el sofisticado monitor emWave2, que mide variaciones del ritmo cardiaco (a la venta en sitios como Groupon).
Recogemos toda esa información pretextando la salud, el conocimiento personal, la organización o la eficacia, y nos convencemos de necesitarla para mejorar como individuos. Pero ¿qué ocurre cuando las ventajas no compensan las desventajas? ¿Qué sucede con nuestra identidad cuando no podemos dejar de hacer cuentas en nuestros inagotables ábacos digitales? ¿Renunciamos a los restos de intimidad que aún nos quedan cada vez que hacemos un registro personal y lo enviamos a la nube?
Cuando Lisa Betts-LaCroix dio a luz a su primer hijo, en un parto doméstico, su marido no siempre estuvo a su lado. La observaba atentamente mientras tenía una contracción y después, corría a ingresar la información sobre el espasmo en una hoja de Excel. No lo hacía por razones médicas, sino para la eternidad.
Este año, ella ha recompensado esas “atenciones” con un programa que cuantifica su relación de pareja. Luego de leer el libro His Needs, Her Needs, decidió que ciertas cosas contribuían a una relación positiva y otras desgastaban el matrimonio. La directriz de su estudio fue una cuenta bancaria donde cada cónyuge hacía “depósitos” en el matrimonio (ternezas, actos de generosidad) y si actuaba de manera egoísta o cruel, hacía el “retiro” equivalente de la cuenta mancomunada. Ese registro de aciertos y desatinos ha persistido varios meses.
Betts-LaCroix no es científica computacional, sino una actriz de 48 años originaria de Toronto y madre de dos pequeños a quienes cría en su hogar del Área de la Bahía. Sin embargo, se describe como “una persona muy desorganizada y enamorada de la idea de la organización”. Ella y su marido son “autocuantificadores”, miembros del movimiento Yo Cuantificado (QS, por sus siglas en inglés), fundado en 2008 cuando Kevin Kelly y Gary Wolf, editores de la revista Wired, acuñaron el término para describir la infinidad de intentos de “hackear al yo” y alcanzar una vida óptima.
Al cabo de cinco años, miles de fieles rastreadores asisten a los encuentros Yo Cuantificado de todo el país, y millones más empiezan a explorar el concepto. Los cuantificadores más modestos incluyen al diabético que intenta enviar datos de su monitor de glucosa sanguínea al reloj inteligente o el hombre que, diariamente, intenta cuantificar si su creciente consumo de mantequilla mejora su rendimiento mental. Otros miden su IMC, registran su ubicación exacta, secuencian su genoma o simplemente, se hacen autoevaluaciones psicológicas. Hay gente que intenta fortalecerse haciendo flexiones todos los días o registrando el tiempo de viaje a la oficina para determinar si la bicicleta es una alternativa viable. Los hay que cuantifican las actividades de sus mascotas con collares GPS y los japoneses hasta tienen el beneficio de Fitbit para mascotas; otros cuantifican a sus bebés, anotando información sobre estado mental, temperatura de la piel y movimiento (un hombre incluso monitorea las evacuaciones).
El ubicuo Tim Ferriss, autor de The 4-Hour Body, ha introducido sus hackeos corporales en la lista de best sellers, pero si busca algo más “inspirado” consulte el sitio Web 750words.com, donde escribirá diariamente y después podrá hacer un análisis de sus palabras y estado de ánimo. Riguroso cuantificador, Russell Poldrack —neurocientífico y experto en imágenes de la Universidad de Texas— lleva un estricto registro personal basado en múltiples escaneos cerebrales (IRM) y análisis de sangre semanales con los que trata de “caracterizar mis fluctuaciones cerebrales y metabólicas a lo largo de todo un año. Estoy muy interesado en comprender la dinámica de la función cerebral en períodos que abarcan desde días hasta meses e identificar su relación con la función cognitiva y el metabolismo corporal”. También hay cuantificadores “líricos”: esos progenitores que retratan a sus hijos todos los días, en la misma pose, para crear espeluznantes registros de crecimiento a intervalos. Si sumamos todo esto, podríamos decir que se trata de un fenómeno de “Grandes Datos DIY [Hágalo-Usted-Mismo]”.
Betts-LaCroix dirige el grupo Silicon Valley Quantified Self Meetup, donde docenas como ella se dan cita cada dos meses para comentar sus más recientes actividades de auto registro y compartir estrategias que dan resultados. En casa, ella y su marido han hecho gráficas de peso, ingesta de vitaminas y sueño, y se ciñen las cabezas con bandas Zeo (ya retiradas del mercado) para definir los momentos en que se quedan dormidos y despiertan.
“Hackeo mi relación, mi aprendizaje, la educación de mis hijos, mi cuerpo y mi casa”, confiesa Betts-LaCroix, quien a menudo emplea experimentos “solo para dar relevancia a los datos; porque es muy fácil que las emociones nos dominen”. En vez de angustiarse por el aumento de peso o una disputa marital, la acumulación de datos la mantiene aislada de la carga emocional.
Conversé con otras dos autocuantificadoras, Leigh Honeywell y Amelia Greenhall, quienes descubrieron esta subcultura leyendo el anuncio de una sesión local y desde entonces, han asistido a reuniones bimensuales y monitorean su peso y sueño.
“Decidí averiguar qué me ocasionaba insomnio”, explica Honeywell (28 años), experta en seguridad de sistemas computacionales para una importante compañía de software de Seattle. Sus experimentos fueron bastante sencillos y luego de muchos años de fatiga, cuando al fin determinó que la cantidad de sueño que requería era de siete horas y media, comenzó a acostarse a las 11 de la noche despertando, sin necesidad de alarma, a las 6:30 de la mañana. “Corregí un trastorno de sueño de toda la vida”.
“El lema de quienes hacemos QS es N=1”, explica Honeywell. “Es decir, la muestra poblacional de los experimentos es ‘uno de uno’, no ‘uno de dos mil’. Soy solo yo”.
Greenhall (26 años), programadora de una nueva compañía de San Francisco y directora de un grupo de encuentros QS, dice que el movimiento se reduce a “una práctica de conciencia”: durante siete años, siguió diariamente el rastro de su peso y luego calculó el promedio de 10 días. “Ahora sé si pierdo o gano peso, si estoy estresada o no duermo suficiente”, señala. Además, mantiene al día un extenso documento de texto titulado “Leído, hecho, logrado”, donde anota hasta los libros que leyó en determinado año.
En una conferencia TED, el escritor Gary Wolf, fundador del movimiento Yo Cuantificado, dijo que la información personal que ha empezado a reunir (las veces que se levanta por la noche, sus latidos por minuto, la cafeína consumida en un día) es una forma de “autoconocimiento”. En otras palabras, la autocuantificación es una filosofía de bienestar que, a su vez, es una filosofía personal: la creencia de que cuantos más detalles numéricos tengamos de nosotros mismos, más fácil resultará mejorar nuestras vidas cotidianas.
Es verdad que algunos datos son útiles. Si llevamos un registro de nuestro consumo de alimentos y digestión, las cifras podrían inspirarnos a comer sanamente; si determinamos la glucosa sanguínea, podremos controlarla mejor; o un dispositivo como Asthmapolis (sensor inalámbrico en el inhalador para asmáticos, el cual registra el GPS de una persona que sufre un ataque o falta de aire) podría revelar detalles de la crisis para ayudarnos a aprender más sobre las plantas o sustancia químicas ambientales que precipitaron el episodio.
Pese a que cualquiera podría ser precursor de QS —desde los fisicoculturistas de la década de 1950 y los diaristas compulsivos del siglo XVIII (como Samuel Pepys) hasta Benjamin Franklin y Andy Warhol (con su película de ocho horas enfocando el Empire State)— el atractivo masivo del autorrastreo “de punta” es estrictamente contemporáneo y ha sido posible debido a la abundancia tecnológica: sensores electrónicos mejorados y móviles omnipresentes que utilizamos de mil maneras, excepto para hablar por teléfono.
Todos —los miles de millones de personas que tenemos acceso celular y generamos horas de petabits con datos de localización, movimiento, video, foto, voz y hasta información médica- formamos parte de un mundo cuantificado y en conjunto, enviamos casi tres mil millones de correos electrónicos al día (en su mayor parte, basura).
“Los autocuantificadores encajan en el segmento de ‘grandes datos’”, informa Kenneth Cukier, autor de Big Data, libro optimista sobre la actual tendencia a recoger, almacenar y analizar información en una escala masiva. “Los datos son grandes no solo en términos de volumen, sino en cuanto a las innovaciones que pueden derivar de ellos. Recogemos información personal —respiración o frecuencia cardiaca— que antes ni siquiera considerábamos y generamos cifras sin necesidad de un gran laboratorio de investigación”.
El objetivo es que la autocuantificación nos convierta en expertos de nosotros mismos en una época en que las investigaciones producen porcentajes y probabilidades para cualquier cosa, desde eficacia medicamentosa hasta votos, pero no revelan algo de relevancia personal.
Para Jaron Lanier, científico computacional y autor de Who Owns the Future?, la sociedad puede beneficiarse de las personas normales que se ven obligadas a “actuar como científicos, desafiando sus prejuicios” y esclareciendo sus percepciones. Así mismo, habiendo estado “ciego a mi propio interior”, prosigue Lanier, es muy importante “percibir, en tiempo real, algunas cosas que me suceden. Estoy en la cincuentena y apenas empiezo a aprender a usar mi cuerpo”.
“Cuantificar es, en esencia, una forma de cuidarnos”, dice Cukier, quien comenta que estaba cargando su nueva banda UP para monitorear su sueño y fijar una alarma para la hora precisa en que despertaría restablecido. “Antes, los expertos hacían extensos estudios en laboratorios hospitalarios para descubrir esta información; ahora podemos utilizar bandas UP de 100 dólares”.
En palabras de Betts-LaCroix, los QS “no buscamos aprobación de los demás. Es una filosofía de empoderamiento, con la que hago mía mi salud sin necesidad de que un médico me diga qué hacer. De eso trata esta subcultura” (según el estudio nacional Pew sobre “Cuantificación de la salud”, 40 por ciento de los cuantificadores reveló que la información que recogían les llevó a “formular nuevas preguntas para sus médicos o a buscar una segunda opinión”).
Pero para Cukier, QS conlleva el aspecto negativo de la hipocondría. Si una persona se monitorea continuamente, podría imaginar que tropieza con el inicio de una enfermedad cuando, en realidad, sus síntomas son (en sus palabras) “ruido estadístico”. Según el psicólogo neoyorquino Steven Reisner, la cuantificación ha repercutido en sus pacientes. “La tendencia a cuantificar es tan arraigada, que tengo que ayudarles a abandonarla. Una pareja que vino a verme quejándose de que no se ofrecían ‘valor agregado’ uno al otro”.
Honeywell y Greenhall cuestionan porqué docenas de nuevos sensores que han salido al mercado tienen como objetivo reducir el peso corporal. No es que sea un error: gracias a QS, Greenhall ha perdido casi 20 kilos en dos años. Sin embargo, Honeywell adelgaza con solo sentirse tensa. “Me gustaría decir a todas esas empresas que ofrecen sistemas de medición, que los consumidores deben tener la opción de apagar el diálogo dietético”, protestó Honeywell. “Me encantaría que Fitbit tuviera la opción de conservar el peso tanto por arriba como por debajo de cierto nivel”. “Las calorías tienen una enorme carga emocional para individuos con problemas de alimentación”, apunta Greenhall.
Aunque es posible que la cuantificación sea de utilidad en algunos trastornos alimentarios y de otra índole, también podría tener repercusiones negativas: después de todo, la medición corporal obsesiva puede ser un síntoma revelador de anorexia o bulimia. Diana Freed, terapeuta especializada en alteraciones de la alimentación, escribió el año pasado acerca de la “proliferación de apps que, al cuantificar de manera obsesiva el consumo alimentario y el acondicionamiento físico… han transformado, radicalmente, los efectos de la anorexia” (el artículo, publicado en el sitio Web The Fix, lleva el título “How Cell Phones Are Fueling Anorexia”).
Para mí, es evidente que los fabricantes de sensores no han leído Fat Is a Feminist Issue, pero amén de su ignorancia en cuanto a la imagen corporal, me han obligado a cuestionar cuáles podrían ser otras desventajas de esta tendencia de rastreo y acumulación de datos.
¿Acaso esas cifras podrían utilizarse contra todos los autocuantificadores? Es evidente que la mayoría de los QS son geeks autónomos e imaginativos que cuantifican lo que sea, pero sus jefes también podrían estar cuantificándolos. “La invasión de la privacidad es un problema”, se queja Lanier. “Una empresa británica ha pedido a sus trabajadores que lleven dispositivos para monitorear la salubridad de su estilo de vida, cosa que me parece descabellada. En el contexto estadounidense la autocuantificación va dirigida a mejorar la salud, pero también enviamos información a los almacenadores de datos y algún día, alguien podría negarnos algún tipo de seguro”.
No se trata de una situación hipotética: hace tres años, “escarbadores” de la compañía Nielsen trataron de acceder a información de empleados con padecimientos mentales que publicaban comentarios en
un foro online privado. “Aun cuando los datos que cuantificas son de tu propiedad, cualquiera puede explotarlos cuando los envías a un servicio de nube”, previene Lanier. “Te vuelves vulnerable”.
Si sumamos todos estos Grandes Datos DIY con otra información circulante —no solo correos y búsquedas en Google, sino sensores del sistema de aguas, implantes médicos, cámaras de semáforos y detectores callejeros de disparos— la cantidad de datos es tal que, hace poco, Bruce Schneider, experto en seguridad, sugirió que “la Internet es un Estado de vigilancia”.
Reflexioné en las repercusiones de la autocuantificación cuando se hizo público que la Agencia de Seguridad Nacional dirigía un programa de vigilancia internacional que comprendía millones de comunicaciones Web y telefónicas. Mientras gobiernos y corporaciones pelean entre sí y contra los defensores de la privacidad en torno de esta turbia cascada de información digital, muchos de nosotros estamos creando información increíblemente detallada. Pese a ello, Betts-LaCroix, Honeywell y Greenhall están dispuestas a correr el riesgo o a descubrir la manera de salvaguardar la información que han divulgado. “QS nos enseña que podemos diseñar nuestras vidas, que podemos crearlas y cambiarlas a placer”, insiste la canadiense. “Como trabajadora independiente, a veces tienes la sensación de carecer de estructura, pero QS puede apuntalarte”.
Descubrí que me sentía intrigada por los cuantificadores más extremos, atraída más intensamente por su mayor impacto. Como tantas otras cosas en nuestra época, algunos de los conceptos que más han reconfigurado a la sociedad emergen de los pensadores extremos quienes, gracias a la Web, se han vuelto cada vez más visibles, organizados y eficaces.
Con todo, cada vez que hablaba con ellos o leía sus blogs, en algún momento me asaltaba la pregunta: ¿Por qué? Recordé el cuento corto Funes el memorioso, donde Jorge Luis Borges describe a un hombre de memoria perfecta que “resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos 70 mil recuerdos, que definiría luego por cifras”. Pero esa prístina memoria autocuantificadora también era, extrañamente, limitante.
Como dice Lanier: “La autocuantificación conlleva dos riesgos: uno es que compromete la privacidad y otro, que los participantes pueden terminar por limitarse. Los practicantes más extremos se ‘híper-concentran’ en ciertos tipos de cifras personales y eso les vuelve más robóticos que los demás”.
Quizá sea muy pronto para saber, con precisión, cómo y qué ha sido transformado por QS. En otros tiempos, nuestros recuerdos estuvieron definidos por un juguete de la infancia, la borrosa fotografía de un amante perdido, un vestido de graduación o una postal apasionada. En el futuro, ese mismo registro podría estar dominado por nuestros patrones de sueño o el ritmo de nuestra respiración. “En vez de la camiseta de fútbol del bachillerato, ¿nos detendremos a rememorar nuestro pulso?”, sugirió Cukier.
Con todo, ambos teníamos la absoluta certeza de que la autocuantificación es la modalidad rectora de nuestra era. “QS no es, meramente, un montón de gente rara”, insistió el autor. “Lo que hoy denominamos ‘Yo cuantificado’, mañana será atención de la salud. En el futuro, la cuantificación personal no será la práctica de unos cuantos, sino la regla”.
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