Los mil rostros del progresismo

Los mil rostros del progresismo

Por Carlos Balmaceda
Proteo era el anciano dios de los mares en la mitología griega. Podía transformarse en lo que él quería: león, serpiente, agua o fuego. Según los poetas Homero y Virgilio, predecía el futuro y revelaba secretos de los dioses. Con esos dones, Proteo se filtró en muchas escenas de la literatura de todos los tiempos. Aparece transmutado -no podía ser de otro modo- en el tercer episodio del Ulises de Joyce. Y también está en “El marciano”, un conmovedor relato de Ray Bradbury que integra las famosas Crónicas marcianas . Y lo encontré -apenas reconocible- convertido en el fascinante Orlando, el protagonista de la novela del mismo nombre de Virginia Woolf, que a lo largo de cinco siglos es tanto un hombre como una mujer. Robert Graves se inspiró en la Odisea para escribir La guerra de Troya y lo incluyó en una escena breve, aunque lo llamó “rey marino y profeta”. Eurípides se alejó del mito en su tragedia Helena : Proteo es el rey de Egipto que alberga a Helena, esposa de Menelao, mientras dura la Guerra de Troya. A este rey le dedica unos versos Jorge Luis Borges en El oro de los tigres : De Proteo el egipcio no te asombres/ Tú, que eres uno y eres muchos hombres.
Acá hay una clave: lo que es uno puede multiplicarse.
Porque el Proteo que yo convoco es argentino y tiene mil rostros: el progresismo. ¿Cómo es posible?, me pregunto con ánimo detectivesco, y al hacer mi pesquisa descubro que el progresismo es un concepto en dispersión y ya no tiene un sentido pleno que permita identificarlo con claridad. Flota en un mar opaco y está a la deriva. Y como cada nueva pieza vuelve a fragmentarse y a multiplicarse, el término quizá sufra una implosión, como los agujeros negros de Stephen Hawkins. Y adiós al progresismo.
El punto más salado del asunto es que el progresismo se volvió una representación política y una moda social. Y todo debido a la manipulación de su sentido ideológico y a la moral nómada que ya es típica de nuestros tiempos.
Veamos qué digo cuando hablo de representación política y de moda social.
Entre los intelectuales -uso la palabra con amplitud- existe un consenso no escrito por el que se define al progresismo con términos positivos, y con el mismo consenso se define con términos negativos todo lo que no sea progresista. Si los intelectuales se ubican a la izquierda, al centro, a la derecha; si fueron revolucionarios o anarquistas; si les cuesta llegar a fin de mes o son ricos, la mayoría se reconoce como un auténtico representante del progresismo y se siente representado por las ideas progresistas. A ver quién no.
Esta posición ideológica es crucial en la batalla cultural y política del momento, ya que en casi todas las trincheras se enarbolan las banderas del progresismo. Incluso los que se mantienen neutrales se llaman a sí mismos progresistas.
Será por eso que ahora, salvo excepciones, los intelectuales no hablan de principios y valores en pugna sino que se refieren a interpretaciones y miradas alternativas sobre las cuestiones más picantes de la realidad.
El consenso de los intelectuales se replicó en la política, y el progresismo se convirtió en un factor fundamental de las luchas políticas de los últimos años. Los que triunfaron y llegaron al poder lo hicieron en nombre del progresismo y para poner en juego las ideas progresistas. Los derrotados asumieron la debacle en nombre del progresismo que no pudo ser. Al calor de estos combates surgió un eslogan de fuerte impacto ideológico: ser progresista es ser democrático. Por lo que resulta más o menos obvio que no ser progresista es ser antidemocrático. Y como en la dinámica política un eslogan es funcional a las prácticas discursivas orientadas hacia la banalidad -también hacia la demagogia y la demonización-, sucede que algunos progres sienten asco por la gente que no piensa como ellos. Por ejemplo: la gente de derecha. Ya no se trata de pensar -el eslogan es la negación del pensamiento- sino que se trata de sentir: el asco es sensación y sentimiento.
Esta exitosa representación intelectual y política se expandió en los medios masivos de comunicación y el progresismo se transformó en una moda social. Quiero decir: se volvió una forma de representación adoptada por millones de personas. Pero como la moda se encarna en objetos de uso práctico y no se expresa de modo abstracto, entonces el progresismo vació aún más su maltrecho significado para volverse un objeto anhelado y accesible para la mayor cantidad de gente posible.
Toda moda implica un estilo homogéneo, fácil de comunicar, sencillo de adquirir y usar. El objeto de moda está destinado a la exhibición y contribuye a la imagen pública según los códigos del espectáculo: sirve para la puesta en escena de un conjunto de atributos estéticos, pero no tiene como finalidad la puesta en juego de valores y principios. Así es como la moda permite parecer progre, aún sin serlo.
Pero al convertirse en una moda -tal como intuyó Roland Barthes en su ensayo El sistema de la moda – el progresismo diluyó su esencia y comenzó a expresarse mediante imágenes y gestos vacuos, pero de masivo reconocimiento. Cuidado que reconocer no es lo mismo que comprender: como distingue Giorgio Agamben en Infancia e Historia , son dos facultades muy distintas de la mente. Es que la moda pone a circular objetos de valor semiótico, pero que no tienen validez semántica. La moda es denotación -sigo con Barthes- y no tiene connotación. Se expresa aludiéndose a sí misma y relacionándose con objetos de su misma especie.
La moda del progresismo abre un interrogante crucial: ¿cuáles son los valores que realmente defienden los progresistas? Y destaco la palabra realmente porque muchas de las mil caras de Proteo reflejan frivolidad y oportunismo. Cuidado: no me refiero a que los progres están a favor de la despenalización del aborto y la droga o que los retrógrados se oponen al casamiento igualitario. Voy hasta el hueso del asunto. Me refiero a que gran parte del progresismo actual nos muestra una imagen construida al servicio de la identificación colectiva y de una moral que se manifiesta con los códigos efímeros de la moda ready to wear . Por lo tanto, ser progre puede resultar una contradicción: salgo de mi departamento en Puerto Madero y voy manejando mi Toyota Hilux nuevita, escucho “Vamo’ a portarnos mal” de Calle 13 en mi flamante Iphone, y uso una vistosa remera que lleva grabada la cara del Che Guevara. No tengo dudas: ¡soy un progre!
Hay un relato iluminador para lo que digo: “Rip Van Winkle”, de Washington Irving. Lo resumo: estamos en un pueblito de los Estados Unidos, río Hudson arriba, al pie de las montañas Kaatskill, durante la guerra por la independencia. Rip sale de cacería para escapar del agrio carácter de su esposa. En un bosque tropieza con un hombre muy raro que le ofrece una bebida más rara todavía. Bebe varias copas y al rato está dormido como un tronco. Ronca y sueña durante veinte años. Cuando despierta vuelve a su pueblo. Son momentos políticos tumultuosos y el pobre Rip, que ni se da cuenta del largo tiempo que pasó dormido, habla como un buen súbdito del rey de Inglaterra. Y los antiguos súbditos, que se volvieron fervientes ciudadanos, lo acusan de espía y traidor. La verdad traerá la calma.
Imagino que si Rip hubiera sido un progre hace veinte años, en plena época menemista, y se hubiera dormido hasta hoy, al despertarse chocaría muy feo contra las prácticas y discursos progresistas que tan poco tienen que ver con aquellas que él conoció. La multiplicidad de estilos adoptados por el progresismo, así como algunos hombres y mujeres que los encarnan, sin duda lo dejarían atónito.
Por otro lado, la licuación del sentido del progresismo se vio favorecida por una moral moldeada por la contingencia y la superficialidad. Los valores se defienden y aplican con la fugacidad de la ropa wash and wear , y si ya no sirven se descartan como el calzado y la bijou . Todo es efímero, intercambiable; hasta los principios: pero esto, si es cierto que la verdad es una construcción subjetiva y la realidad, un relato capcioso. ¿Y si no lo es? La inercia moral convierte en aceptables un conjunto de conductas anormales que producen indiferencia ante la corrupción, la violencia, la intolerancia y el autoritarismo.
El problema con Proteo es que tiene un rostro diferente para cada progre y ya no hay modo de saber cuál es el auténtico. ¿A quién creerle? Cada máscara -Proteo es el rey de las máscaras- es simulación, engaño, ocultamiento, impostación. También es doble moral y, por lo tanto, hipocresía y cinismo. Eso significa que las máscaras se expresan mediante el doble discurso y mediante la contradicción. El ejemplo más claro es el dinero. El dinero -es decir, la riqueza, el poder económico, la ostentación, la frivolidad- es el talón de Aquiles del progresismo. Muchos progres quieren ser ricos y famosos, y algunos ya lo son. Pero ese anhelo pervierte el sentido del progresismo concebido como una ética del compromiso social. Recuerdo lo que dijo el escritor Héctor Tizón: “El valor del dinero depende, sencillamente, de que otro no lo tenga”. La fórmula sigue siendo simple: si algunos tiene mucho, hay otros que no tienen nada o que tienen muy poco.
Habrá que ver si Proteo puede ser cazado y deja de mutar para mostrarnos su rostro verdadero. No será el rostro que le conocimos, sin duda, porque el paso del tiempo produjo nuevas formas de subjetividad y de representación de la realidad. ¿Cómo será el nuevo progresismo? Pienso en Oscar Wilde y El retrato de Dorian Gray : hagamos los pactos que hagamos, el tiempo nunca moldea nuestro rostro según nuestros deseos sino según nuestros actos.
LA NACION