06 Nov Juan Carlos Calabró: el trabajador de la risa
Por Marcelo Stiletano
Difícilmente aparezca entre los grandes capocómicos argentinos otra figura tan laboriosa y perseverante como Juan Carlos Calabró. Fue, sin dudas, el más atípico de los integrantes de ese selecto Olimpo de talentosos hacedores de la risa nacidos en la Argentina.
Como ellos, construyó un estilo con nombre propio y sello inconfundible, sustentado en una serie de rutinas, frases, situaciones y personajes que alcanzaron una envidiable continuidad en el gusto popular. Por eso fueron tan amplias y masivas desde ayer las expresiones de dolor no bien se supo que, por una insuficiencia renal, había perdido definitivamente la larga batalla que desde hacía más de un año libraba contra una serie de dolencias que lo obligaban a cuidados intensivos e internaciones permanentes. Murió ayer por la mañana en el Hospital Británico de esta ciudad, a los 79 años, y sus restos, tras ser velados hasta anoche, recibirán sepultura hoy en el Panteón de Actores de la Chacarita.
Lo que siempre distinguió a Calabró entre sus pares fue una admirable y muy personal dosis de constancia, rigor y meticulosidad. Nunca quiso refugiarse en el exceso de confianza y la pereza creativa que suele ganar a quienes para hacer reír confían solamente en el talento intuitivo y la capacidad de improvisación. Calabró podía repetirse, pero siempre a partir de la puntillosa, exigente y detallista búsqueda de variaciones de una misma situación, probada unas cuantas veces antes de salir al ruedo.
Esa condición única fue reconocida públicamente por última vez en agosto último, cuando recibió un premio a la trayectoria en la última entrega de los Martín Fierro. Con la salud muy golpeada, pero tan sonriente como su familia (a su lado, como siempre), encontró por última vez el emocionado reconocimiento público a su obra.
Nacido en Buenos Aires el 3 de febrero de 1934, Calabró pertenecía a la noble estirpe cómica de los Biondi, los Balá y los Verdaguer. Al igual que ellos, se reconocía no sólo como actor, sino también como el artífice integral (desde los libros propios y una cuidada puesta en escena) de sus ocurrencias humorísticas. “Yo fui en todo momento el creador de mi propio muñeco”, dijo a LA NACION mientras recordaba sus primeros pasos en la radio.
Fue allí donde encontró al descubridor de su veta cómica: un publicista llamado Eduardo Martínez Vadé, que le cambió la vida. Contra la opinión del propio interesado, que se veía “muy amargo para hacer reír a la gente”, lo llevó con Aldo Cammarota, que estaba a fines de los años 50 en busca de nuevos valores y se entusiasmó al verlo imitar las voces de las series Cheyenne y Mike Hammer. Lo llevó de inmediato a Farandulandia y más tarde a su gran continuación, el extraordinario Telecómicos, en donde no tardó en convertirse en primera figura.
Antes, Calabró se había recibido en el ISER como locutor profesional, pero la evolución de su larga y fecunda carrera lo obligó, paradójicamente, a resignar su lugar en la radio. Con todo, en ese medio alcanzó más tarde un genuino lucimiento en El clan del aire y La gallina verde, y además sumó su aporte a los mejores ciclos de Antonio Carrizo y Fernando Bravo, dos de sus futuros partenaires en la larga vida televisiva de “El Contra”, el gran personaje de su vida, cuya historia nació casi de la mano con aquellos comienzos televisivos de Telecómicos.
Allí, en 1965, empezó a asomar alguien llamado “El admirador”, un cholulo que había inventado una canción y buscaba famosos que lo ayudaran a recomendarla. “Fui el primero en convocar a figuras dentro de un programa cómico”, diría muchos años después. Desde entonces, una multitud de actores, directores, escritores, dirigentes políticos y personalidades de la cultura pasó por el ciclo sólo para que Calabró los confundiera con algún otro y pusiera a prueba sus nervios. “El 30 por ciento de los que están acá han enfrentado a El Contra”, confesó en aquella última e inolvidable noche del Martín Fierro.
“El Contra” nació como un sketch de 10 minutos en Calabromas, con Marcos Zucker como contrafigura, y después hizo su carrera en un programa propio (Toda estrella tiene contra o El contra a secas) junto a Bravo, Gerardo Sofovich y Carrizo. Con este último llegó a compartir una década de metódica elaboración. Los dos se reunían tres horas por día, de lunes a viernes, en el café Tabac, de Libertador y Coronel Díaz, para planificar libretos, ensayar ideas y, sobre todo, no repetir un solo chiste: “Aquí no hay humor de archivo. En tiempos del uno a uno le apostaba 5000 dólares a Hugo Sofovich desafiándolo a ver si encontraba algún chiste viejo en mis programas. Nunca perdí”, contó una vez.
Ese eterno contra llamado Renato fue la cumbre de una magnífica galería de personajes ingenuos, despistados y bonachones que se inició en el viejo Telecómicos con el “inyeniere desarmista”. Los más populares llegaron en los tiempos de Calabromas, que entre 1978 y 1988 llegó por momentos a ser el programa de TV más visto de la Argentina. Por allí desfilaron Aníbal, Johnny Tolengo y toda clase de parodias (Los gauchos judíos, Drácula, Batman, El Llanero Solitario, La Dimensión Descosida) planteadas desde un humor blanco, transparente y carente por completo de doble sentido. Con los dos primeros llegó al cine (de 14 películas, tres las hizo como Aníbal junto a Minguito Juan Carlos Altavista) y lo que no decía o hacía en televisión quedaba para el teatro de revistas. En el mejor momento del género, compartió cartel en casi 40 títulos con las grandes vedettes de su tiempo.
Era infaltable en las temporadas marplatenses. Cada verano le tocaba encabezar el elenco de alguna exitosa comedia representada en el Hermitage. Tiempos felices para Calabró y su inseparable esposa, Aída Elena “Coca” Picardi, a la que siempre definió como “el motor fuera de borda” de su vida. Una de esas deliciosas rutinas era el encuentro semanal alrededor de la mesa bien servida y la charla interminable con amigos de toda la vida: Mirtha Legrand, Hugo Sofovich, Carlos Rottemberg.
Para alcanzar y disfrutar ese momento de apogeo artístico había trabajado duro y parejo. En una de las últimas temporadas de El Contra llegó a decir que cada emisión del ciclo funcionaba como un pequeño capítulo de la gran enciclopedia del humor televisivo. Antes de la llegada triunfal de Calabromas aportó libros y actuaciones para programas de Verdaguer, Balá y Pipo Mancera, y apariciones en comedias que vale recordar: Mate para cuatro, Los Valenti la pegaron, El pastito.
Nunca quiso aceptar que su fórmula para la comicidad podía pasar de moda y perseveró hasta el final en su propósito de reverdecer el estilo que lo había hecho famoso. Lo probó por última vez junto a sus hijas (Iliana y Marina), que siguieron la huella paterna y se fueron ganando un lugar en la farándula, pero el mejor reconocimiento entre sus últimos trabajos le llegó por una actuación más bien dramática en Campeones de la vida, la exitosa tira de Pol-Ka.
En los últimos años, sus apariciones teatrales (sobre todo con monólogos humorísticos) se fueron haciendo cada vez más espaciadas y, resignado a que ya no había espacio para nuevas Calabromas en TV, se conformaba con que algún programador resucitara los viejos registros de su mejor producto, que guardaba primorosamente en su bello departamento con vista privilegiada al Jardín Botánico.
Allí, en los tiempos de ocio, mataba el tiempo con dos hobbies que lo apasionaban: pintar mates y plantar tulipanes. No cambiaba por nada del mundo esos pasatiempos de interiores y jamás se le ocurrió reemplazarlos por viajes. No era lo que se dice un hombre de mundo, porque prefería la vida familiar hogareña, las salidas con amigos y la conducta metódica. Hizo pasar por ese riguroso tamiz todas sus cosas: hasta el curioso equilibrio entre prácticas de la vida más sana (corría cuatro kilómetros diarios) y su condición de empedernido fumador.
Gracioso a más no poder en el escenario y ante las cámaras, bastante serio e introvertido en la vida de todos los días, tenía una privilegiada memoria, de la que se valía para enriquecer sus libretos con recuerdos y apuntes de múltiples procedencias (versos criollos, canzonettas napolitanas, tangos, dichos populares). Pero nunca quiso escribir sus memorias. “No recuerdo todo lo que hice -confesó una vez-. Tampoco podría hacerlo. Simplemente digo, como el poeta, «confieso que he vivido y mucho he trabajado».” En eso fue el mejor de todos.
LA NACION