10 Oct El ironista perfecto
Por Estanislao Giménez Corte
I
Es incómodo asumirlo, difícil de reconocer, un poco polémico también, pero alguna dosis de verdad encierra esto: nadie hizo más por el periodismo que personas ajenas al periodismo. Y esto otro: nadie le hace más daño al periodismo que los propios periodistas. Y esto otro: la trabajada norma de los manuales con que el periodismo pretende erigir su teoría desfallece, cada vez, ante la intervención de una pluma más o menos original que viene de otros lugares y que atraviesa o aterriza, ocasionalmente, en el periodismo.
Querremos explicarnos sobre lo primero: la influencia de lo literario, de las crónicas de todos los tiempos, de la cultura escrita en sentido genérico, contribuyó en su momento a la lenta configuración de un espacio o “lugar”, el periodístico, soportado en cierto amuchamiento de gentes, lecturas, saberes e influencias más bien dispersos y lógicamente no periodísticos. La explicación de ello, en parte, es de básico sentido común: ese espacio no existía como tal, o no existía profesionalmente, o no había ninguna cosa atinente a un saber específico sobre los medios impresos. Es un proceso largo y complejo sobre el que se ha dicho mucho.
Querremos enfatizar, a propósito de lo segundo: ese saber sobre el periodismo -manuales, cátedras, seminarios, carreras-, todas las importantes aportaciones a la reflexión sobre el discurso de la prensa asumen un problema o karma de base: suelen empalidecer frente al aporte de hecho, fáctico, revolucionario en algunos casos, de ciertos autores (aquí unas vacas sagradas de las letras, allá autores libres, más allá pequeños cronistas marginales) que vienen a inocular, a veces inconscientemente, modos de decir originales, inesperados, a un campo en combustión y crisis permanente. Modos que luego este campo toma, reconoce, incorpora y en algunas casos canoniza. Pero quizás esto se puede completar diciendo que suceden cosas más o menos parecidas en el discurso de las ciencias sociales en general o en saberes que exigen de un texto escrito para expresarse.
Ahora, aquél aporte, en general, no proviene de un saber estructurado, sino del propio embate del autor, despojado de cualquier muleta teórica, sobre el texto. No viene de las instituciones, no viene de estructura alguna, no viene de protocolos. Surge, como diría el filósofo francés, “oscuramente abajo”. Empero, luego sí se lo estudia desde un saber estructurado y organizado. Y ello puede dar lugar a una serie de problemas de procedimiento pero también alumbrar interesantes lecturas. Cuando se tratan las temáticas entre el periodismo y otros saberes o modos de escritura que por alguna cosa confluyen en el periodismo, surgen inmediatamente una serie de nombres clásicos. Obviaremos esta repetición que manotean allegados y con la que se tropiezan aquellos que quieren ostentar esa modesta lista. Quisiéramos detenernos hoy en un particular personaje que antes que cualquiera, y posiblemente mejor que cualquiera, en nuestro país, introdujo en notas de prensa, en exquisitas dosis de ironía y humorismo, en reflexiones atemporales sobre el propio procedimiento de la escritura, un modo personalísimo de escribir, y al que se lo suele ignorar olímpicamente: Lucio V. Mansilla.
II
Lo corrosivo, el humor políticamente incorrecto, la broma sutil, la polémica, la provocación, han sido tradicionalmente recursos de columnistas, cronistas, editorialistas y críticos, y han poblado las páginas de los diarios con una suerte de objeto macro: el descolocamiento, la necesidad de generar incomodidad, de despertar alguna encendida respuesta, de movilizar, básicamente, y de cuestionar un estado de cosas imperante, por decirlo así. El paroxismo de ello se advierte hoy, en que algunos medios hacen chistes con espantosas tragedias (creyendo, en algún recodo de su personalidad, que eso es un aporte o una innovación). Pero ello es materia para discutir en otro sitio. Igualmente, hoy mismo, diversos periodistas se apuran a decir, queriendo verse al menos por un segundo como enfants terribles, que ‘Barcelona’ es la mejor revista política de la época. Ya se ha dicho de ‘Humor’ en el alfosinismo y antes de otras publicaciones.
El humor como editorial político también tiene una larguísima historia que dejaremos a los historiadores, claro. Pero quisiéramos decir que esa insinuación hacia el extrañamiento, hacia la provocación, el corrimiento de la normalidad, el hallazgo de una forma de hablar original y muy propia, viene de lejos. Los análisis retrospectivos suelen recaer en el nombre de Arlt como el ironista por antonomasia de los medios gráficos argentinos. Hay muchos otros, claro. De nuestros tiempos ¿será Dolina? Pero, en todo caso ¿qué vendría a ser o a representar una ironía?: muchas cosas, pero en estos autores, y creemos que en el caso específico de Mansilla, es una suerte de exposición de una inteligencia que propone una capa de levedad sobre todo. Un modo de decir pero antes de conceptualizar (de pensar) que quiere extraerle, quitarle un poco la solemnidad, la severidad, el tono grave y afectado a las palabras y a los textos. Y, mediante esa operación, suele decir cosas más profundas, más vivas, más interesantes (pero sin rictus, sin artificios, sin el gesto de estar trabajando con el desvelamiento de una verdad). La ironía, así, trata sobre los asuntos más urgentes de la política, de las artes, de la existencia, pero Mansilla las lleva a las propias problemáticas de un sujeto (en su caso, su propia persona) y alterna como al pasar hondas reflexiones sobre las cosas. La ironía es un modo o una estética de la inteligencia pero es también una forma posible de los textos.
Mansilla, entre 1888 y 1890, como “individuo desajustado del mundo” (del prólogo de Claudia Román a “Los siete platos de arroz con leche”), y antes que todos, se inventa a sí mismo como personaje, se ríe de su condición de periodista y escritor y coloca -como dicen los críticos- lo accesorio en el centro. Sus notas -las causeries o “charlas”- representan modos iniciáticos de referir a los mecanismos de escritura en las letras y el periodismo nacional: son especulaciones sobre lo que es un texto y cómo se lo concibe (“¿Si dicto o escribo?”, “¿?”). Su extraordinario escrito “De cómo el hambre me hizo escritor” es -en muchos aspectos- el precedente de un tipo de texto periodístico que deja las cosas y trata de las personas, una deliciosa y sutil manera, innovadora y escandalosa para la época, de humor fino y poderoso que, por el momento histórico, por los soportes, por su modo de rebelarse ante todo, reduce a polvo, a la nada misma, a algunos improvisados muchachotes que, en pleno siglo XXI, creen estar descubriendo el humor gráfico y que, por hacer dos o tres chistes políticamente incorrectos, se autopostulan como merecedores de pergaminos. Pergaminos que otros, en otra época, desde el más absoluto llano, ganaron a fuerza de golpes sobre una escritura que no existía y que hoy mismo se lee -fresca, novedosa, brillante-. Una escritura, unos autores a los que ellos le deben todo, en especial agradecimiento, en el caso más bien improbable de que se enteraran de sus existencias.
EL LITORAL