06 Oct La captura del momento en garras de la poesía
Por Matías Serra Bradford
El empapelado de la pared de su cuarto empezó a desprenderse. A escondidas, contribuyó otro poco y terminó arrancando una tira. Detrás, la superficie resultó demasiado tentadora para su lápiz. La escena: una de las primeras experiencias de escritura, fuera de clase, de quien sería el poeta irlandés Seamus Heaney (1939-2013).
La necesidad de una novela -con suerte o con suma destreza- se puede inventar; no se puede inventar la necesidad de un cuento o de un poema. No todos los poemas de Heaney son valiosos, pero hay muy pocos innecesarios. Publicó poco más de una decena de volúmenes de poesía en casi cincuenta años. La extensión de esos libros oscila entre las setenta y las cien páginas. Heaney era un hombre decente, no quería abrumar a nadie. Tampoco quiso abusar de esa reserva natural que significó para él la memoria, por más que buena parte de su tarea puede resumirse con un solo verbo: desenterrar.
Su primer trabajo, La muerte de un naturalista, incluye el poema “Cavar”, en el que el poeta compara la pluma que usa puertas adentro con la pala que usa su padre a la intemperie. Se trató de un poema inaugural y a la vez definitivo, porque descorrió un horizonte entero y anticipó casi todo lo que Heaney seguiría rastreando. Lo sorprendente es que después de ese primer poema -esos primeros poemas- parecía que ningún otro hacía falta. Había alcanzado la cima en el primer intento. Lo sorprendente es que Heaney lo confirmó, manteniéndose siempre dentro de una misma zona, y desafió ese plan escribiendo poemas que estaban, por así decirlo, fuera de programa. Como uno de los últimos, sobre esa misma lapicera que le regalaron sus padres cuando estaba por empezar sus años de pupilo y que un vendedor sometió a “su primera inmersión profunda en un flamante frasco de tinta”.
Es notable la capacidad de Heaney para evocar momentos de infancia con precisión, “como la lengua de un niño
que sigue los esfuerzos/ de su caligrafía”. Un partido en un descampado con cuatro buzos para los arcos y la luz que cae hasta que los alumnos juegan adivinando la dirección de la pelota. El modo en que un padre moja la punta del lápiz con la lengua. Es eso lo que ha dejado Heaney: detalles efímeros de una vida rural, transformados en poemas imborrables, que el lector incorpora con gratitud a su propia infancia.
Tal vez sea oportuno preguntarse, como suele hacerse con los sucesivos campeones de ajedrez, qué es lo que un gran escritor ha traído de nuevo al juego de la literatura. Porque que haya sido un escritor excepcional no significa, necesariamente, que haya aportado algo novedoso, y a la inversa, que un autor haya aportado algo novedoso no significa forzosamente que se trate de un escritor extraordinario.
Seamus Heaney supo retratar su fascinación con el trabajo manual, sopesar y callar por escrito la emoción de un recuerdo, mantener la infancia a tiro de piedra. Tuvo que hacerlo: le lleva una vida entera a un poeta redimir ciertos silencios que la niñez ofrenda como ejercicios extracurriculares. El riesgo exige cortejar el sentimentalismo, frente al cual Heaney no retrocedió pero tampoco cedió. (En esto, en la autoridad de su voz y en su noble presencia pública, se asemeja a John Berger.)
El autor de La linterna del espino supo registrar los vértigos de la amistad y de la admiración. Son numerosos los poemas suyos sobre amigos y poetas venerados. Era de una honestidad inaudita para contar las peripecias de amistades y devociones. A envidiosos y rencorosos, Heaney les respondía con la “cortesía implacable” que le recomendó el perspicaz John McGahern. Un fetichista que coleccionaba piedras, pequeñas ramas, corteza, postales, cajas, cuadros, Heaney creía en los nombres que lo rodeaban, en los nombres de los lugares cercanos: Mossbawn, Anahorish, Toomebridge, Moyola, Glanmore, Clonmany, Clonmacnoise. Al preguntarse por qué incluir o no una línea en un poema, confesaba: “Hay toda clase de factores irracionales en juego cuando uno trata con poemas. Las lealtades supersticiosas adquieren precedente sobre tu mejor juicio artístico”.
Heaney supo procesar el influjo de Hopkins -apropiándose de su uso de la aliteración y de las palabras compuestas- y el de Ted Hughes y su “dicción de alto voltaje”. Heaney sostenía que con respecto a las influencias tempranas “uno tiende a exagerar o a subestimar su efecto”. Es notable que alguien que estuvo tan cerca de dos poetas de estilo tan contagioso haya logrado una voz absolutamente personal (y no sólo debido a que esos poetas sean inimitables).
Acaso la sumatoria de estas cualidades haya conformado la singularidad que hizo posible la obra de Seamus Heaney. Pero lo más probable es que como en tantos poetas, la singularidad no pueda definirse sólo por lo temático o lo heredado, sino por sus formas, su fraseo, su dicción. Así como en un momento cambió la naturaleza del cálculo, en determinados momentos cambia la combinatoria de una frase, y ésa es la contribución de ciertos poetas, que revolucionan el modo en que una línea plantea problemas y los resuelve, o los deja en el aire con una gracia que equivale a una coronación. La frase de Heaney quiere ser sintética o telegráfica, pero un ojo permanece siempre desviado hacia el lenguaje, hacia sus tentaciones y promesas. Hay algo extremadamente personal en el sonido de los versos de Heaney, en “la acústica craniana de la piedra”.
Es por eso que, traducida, su poesía pierde la mitad de su potencia. Lo que seduce en el inglés de Heaney es su tono, su acento, su paso. Al traducirlo desaparece la textura de lo dicho y sólo queda un texto más bien escolar. No obstante, ciertas imágenes sobreviven a la transfusión: “El grano del sueño gira como las caprichosas nieves de Pascuas”. O bien: “Altos y viejos abetos se alinean a ambos lados.
Abetos escoceses, mejor dicho. Sacudidas caligráficas/ que se espesan y ostentan penachos en los vientos que los dominan”. En Heaney hay árboles -“oleajes de árboles que caminaban y eran vistos caminando”- y más árboles: “el sicomoro habla en sicomoro desde la oscuridad”.
El mayor de nueve hermanos, Heaney se ganó la vida dando clases en Belfast y más tarde en Oxford y en Harvard, redactando reseñas y programas de radio, preparando antologías, traduciendo clásicos. Ciertas valoraciones -Stevie Smith, Elizabeth Bishop, Gary Snyder, Zbigniew Herbert, Geoffrey Hill- revelan la versatilidad de su oído y el desprejuicio de su mirada. Nunca dejó de confiar en que cada oportunidad ofrecería una manera inesperada de ver, de capturar. Un animal, un pantano, el tramo de un viaje. La captura de un momento en manos de Seamus Heaney, y de su taquigrafía más justa, se parece al ataque de un halcón peregrino, tan calculado como repentino, que como un juego o una práctica se lanza hacia una hoja que está a punto de aterrizar.
LA NACION