29 Sep La estela de Roberto Bolaño
Por José María Brindisi
El mito necesita tiempo: se construye en el rumor, en la negación, en el misterio. Roberto Bolaño no lo necesitó: se convirtió en un mito instantáneo. Aunque no sirvan para explicarlo del todo, razones hubo -y hay- muchas. La primera fue su muerte, temprana, el 15 de julio de 2003: tenía cincuenta años redondos, una cifra recordable y emblemática. La segunda razón fue su vida: la austeridad o la pobreza, las mil y una formas de ganarse el pan, las sucesivas patrias de adopción (México, con su familia, luego España tras los pasos de su madre), la actitud fundamentalista de quien defiende la poesía a capa y espada y está contra todo y contra todos. Porque eso era, para Roberto Bolaño, vivir en la literatura: un campo de batalla. Una guerra sin tregua, que se libra en los textos pero también afuera, cada vez que se abre la boca. Y Bolaño la abría. En el final de su vida se había peleado con casi todo el mundo, aunque algunos no se tomaran sus diatribas tan en serio.
En una entrevista reciente, su amigo Javier Cercas contaba que Bolaño siempre lo estaba poniendo en guardia, alertándolo sobre quiénes podían ser sus enemigos. Cercas, que todavía era poco más que un ilustre desconocido (es decir: antes de la explosión de Soldados de Salamina, novela en la que reconoce su deuda con el chileno), se lo tomaba a risa. “Ojalá los tuviese”, le contestaba. Hasta que salió una amplia antología de la nueva narrativa española en la que se incluía a todo el mundo, menos a él. Al día siguiente recibió el llamado de Bolaño: “¿Has visto? -le dijo-, ahí tienes un enemigo”.
El mito lo construyen también los enemigos, entonces. Y aunque muchas veces se trate de algo accesorio, no lo es en este caso: también lo construyen los libros. El mito literario de Bolaño se funda en libros cuya historia es, en esencia, la persecución de una figura mítica: el narrador va tras los pasos de Carlos Wieder en Estrella distante, los poetas buscan a Cesárea Tinajero -la poetisa desaparecida- en Los detectives salvajes, los críticos de 2666 encuentran en el alemán Benno von Archimboldi la razón de sus vidas.
Y por último, la desmesura: 2666 supera las mil cien páginas, más del doble que Los detectives salvajes, una forma de probarse a sí mismo que podía escribir una novela a la que nada le fuera ajeno, una novela que fuera igual a un mundo. Como si lo anterior no le bastara, Bolaño se puso a escribir febrilmente -más aún que de costumbre-, y cuando murió tenía casi terminado un libro monumental, el que para muchos es su mejor libro, o al menos el más ambicioso. Un libro al que le falta media cocción, pero que sale a la luz y arrasa con todo. Un escritor que muere y deja, como corresponde a un mito, su mejor obra.
Lo cierto es que el “fenómeno Bolaño” se disparó inmediatamente después de su muerte. Antes de eso, sus lectores habían ido creciendo de manera nada estruendosa y sólo la visibilidad que le llegó a partir de 1998 con Los detectives salvajes, a caballo de los premios Herralde y Rómulo Gallegos (y de esa novela extraordinaria), le permitió, como le había sucedido a Raymond Carver, disfrutar de unos pocos años de holgura económica y de reconocimiento casi unánime. La novela, cuya estructura ha sido comparada en más de una ocasión, y de manera en extremo superficial, con Rayuela, es entre otras cosas una historia de iniciación: la de Juan García Madero, que al final de su adolescencia conoce a los poetas Arturo Belano y Ulises Lima -escuderos de un movimiento que se ha dado en llamar “realismo visceral”-, manda todo al diablo y se va tras ellos en la búsqueda de la legendaria Cesárea Tinajero. Pese a que por momentos se torna algo monótona o excesiva, leerla resulta una experiencia reveladora, es uno de esos libros que generan la ilusión de estar leyendo algo nuevo, que alguien ha tenido la astucia de barajar las cartas y dar de otro modo; en particular, las primeras ciento cincuenta páginas en las que García Madero narra en primera persona, con esa combinación irresistible de inocencia, pedantería y humor que ha hecho y sigue haciendo escuela a raudales, para bien y para mal, en todo el mundo hispano.
Pero Los detectives salvajes, en verdad, era el clímax de una literatura que se las traía desde hacía tiempo, y cuyo verdadero punto de inflexión acaso haya que anclar en el año 1996, con la publicación de dos libros esenciales. El primero de ellos es La literatura nazi en América, una suerte de manual ficticio y demencial, a mitad de camino entre los experimentos de H. Bustos Domecq y Vacío perfecto, de Stanislaw Lem, en el que Bolaño consolidaba las bases de lo que sería buena parte de su obra posterior: el enciclopedismo apócrifo, el registro levemente paródico, la inclinación por acumular anécdotas, referencias y microhistorias hasta dar forma a un mapa muchas veces en apariencia caótico, sin norte. El otro libro es Estrella distante, menos deslumbrante pero de un preciosismo matemático, infalible. El estilo es esa suerte de mirada semidocumental, esa frialdad mentirosa que aparecerá en algunos de sus mejores relatos, como “Últimos atardeceres en la tierra” o “Días de 1978” (ambos de Putas asesinas, editado en 2001), y los temas de gran parte de su obra: los talleres literarios, el universo de los poetas, los enigmas del pasado, la impostura, las resonancias múltiples de lo real (que nunca termina de establecerse). Estrella distante es una de sus novelas más políticas, de indudable eco en nuestra propia historia reciente, y una suerte de manifiesto contra la poetización de la violencia; y es por otra parte una novela en la que Bolaño hace, sin olvidar nunca su centro, un arte de lo digresivo, un modo de perderse y encontrarse entre los límites de un texto que hace que éstos parezcan difusos, incluso innecesarios.
Luego de Los detectives salvajes llegarían, entre otras, las novelas Amuleto, Nocturno de Chile (en la que se burla de los críticos, otro de sus temas favoritos) y la bellísima Amberes, que había empezado a escribir muchos años atrás. Y desde luego, la catarata de póstumos. El primero de ellos fue El gaucho insufrible, un desparejo libro de relatos donde también hay algún ajuste de cuentas. El cuento que da nombre al libro es una condensación perfecta no sólo de sus procedimientos formales sino de su relación con la Argentina. Allí recoge los efectos del entonces recientísimo corralito y los transfigura en una historia entre onírica y absurda, que dialoga con las tradiciones esenciales de nuestra literatura (Borges, lo fantástico, lo gauchesco). Se dice que Bolaño se lo entregó a su editor Jorge Herralde poco antes de morir (de una cirrosis hepática; se hallaba a la espera de un trasplante), y que fue en esa conversación cuando acordaron que los cinco volúmenes que componen 2666 se publicarían de a uno, de manera individual. Para cualquiera que lo haya leído, resulta indudable que no era ésa la decisión que mejor le hacía a la obra, pero a Bolaño le pareció que de ese modo -quizá con razón- el rédito económico sería mayor, y con ello beneficiaría a su familia (aunque ya no vivía con ella e incluso tenía otra pareja, Bolaño cedió la totalidad de sus derechos a su mujer, Carolina López, y a los dos hijos que habían tenido juntos). Después de todo, ésa había sido siempre una de sus mayores preocupaciones, un factor determinante para que, aunque nunca abandonara del todo el género y siempre se considerara a sí mismo un poeta, se convirtiera -o terminara de hacerlo- en novelista.
Como se sabe, 2666 se publicó finalmente en un solo volumen (y no en cinco), un año después de su muerte. Ni el propio Bolaño podía imaginar lo que ocurriría: decenas de traducciones, reediciones permanentes del resto de su obra y un éxito en la meca del mundo literario: Estados Unidos, o más precisamente Nueva York, cuyo crecimiento no se detiene.
LA MULTIPLICACIÓN DE LOS LIBROS
Cuando hace dos años murió el estadounidense J.D. Salinger, se decía que durante el medio siglo en que vivió apartado del mundo había escrito unos cuantos libros que, tarde o temprano, estarían entre nosotros. O se trataba de una especulación gratuita, o bien simplemente de una mentira, o todavía queda un resto de pudor como para que hasta el momento hayan respetado la voluntad del escritor.
Pero el caso de Bolaño es distinto: con o sin su aquiescencia, el negocio Bolaño se multiplicó luego de 2666 y las ediciones póstumas -junto a las reediciones- no han dado descanso. La lista es larga: los cuentos de El secreto del mal, los poemas de La Universidad Desconocida, las novelas El Tercer Reich y Los sinsabores del verdadero policía, los ensayos y críticas de Entre paréntesis. Se dice que hay alrededor de quince libros más esperando su momento: cuatro novelas, una veintena de cuentos, poemas, crónicas, cartas. Parte de esos originales pudo verse hasta hace unos días en la exposición que le dedicó el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, una muestra que llegará a Santiago de Chile y, tal vez, a Buenos Aires. Pero la pregunta esencial, ahora que el poderoso Andrew Wylie -el número uno entre los agentes literarios del planeta- se ha hecho del botín, es qué sensación nos quedará dentro de unos años luego de la saturación, el hartazgo de la copia, la hipocresía de los que no pudieron dormir a causa de sus libros -admiración, envidia o todo junto- y mañana lo negarán cien veces, si es que no han comenzado ya a hacerlo. Al margen: ¿cuántas de esas casi 15 mil páginas inéditas estarán, en definitiva, a la altura? Sobran los ejemplos de escritores que, luego de que se publicaran hasta sus listas de compras, nos dejan con la sensación de que han producido sólo algunas páginas notables; al fin y al cabo, una pequeña parte de su obra.
Sin embargo, hasta el momento la obra de Bolaño posee una vitalidad que no será fácil de superar ni de olvidar. Como Borges, a quien admiraba profundamente, Bolaño probó -como lo habían hecho ya Anthony Burgess, Vladimir Nabokov o Robert Walser- que un relato podía abrirse en innumerables capas y, sin renunciar a su espesura, partirnos de la risa. También, por si hacía falta, que la poesía no es un género sino una cualidad irrenunciable de la literatura, una bandera que debe ser plantada. Ésa era otra de sus batallas, si no la esencial, y de allí que eligiera verse a sí mismo de ese modo. “Yo como poeta soy más bien de los malos”, solía decir no obstante a sus amigos. Pero Los detectives salvajes o Estrella distante están ahí para probar lo contrario. Lo dicho: la poesía está en todas partes.
LA NACION