23 Sep La vigencia de Simón Bolívar
Por Enrique Krauze
La aparición de una nueva biografía de Simón Bolívar escrita en inglés por la autora peruana Marie Arana, Bolívar: American Liberator, me llevó a realizar una tarea largamente pospuesta: leer diversas biografías del libertador y sumergirme en los dos gruesos volúmenes que atesoro y que reúnen sus casi tres mil cartas. Al cabo de unos meses, me he formado una idea del personaje -con sus naturales claroscuros- y escribí un ensayo, que puede consultarse gratuitamente en la revista Letras Libres (www.letraslibres.com), con el título de “Simón Bolívar: el demonio de la gloria”.
Como ha explicado el eminente historiador venezolano Elías Pino Iturrieta, cada época y cada corriente política han inventado a su propio Simón Bolívar. Los dictadores venezolanos lo reivindicaron como suyo, igual que los fascistas italianos y los franquistas. Todos ellos preferían enfocarse en la vertiente “cesarista” del héroe, sobre todo la que se refleja en la Constitución de Bolivia. Otra distorsión la introdujeron los creadores del nacionalismo iberoamericano (Rodó, Vasconcelos), que lo convirtieron en un adalid de la guerra cultural (racial y aun religiosa) entre las dos Américas, la ibérica y la sajona. La izquierda latinoamericana, siempre incómoda por el feroz retrato de Bolívar escrito por Marx en 1852, terminó por reclutar al héroe en las batallas de la Guerra Fría. Pero se trata de un evidente anacronismo: Bolívar admiró a Estados Unidos e incluso soñó con un protectorado de Inglaterra sobre las nuevas repúblicas.
Para acercarse a la persona que realmente fue Bolívar es bueno definir todo lo que no fue. Además de no ser nacionalista, fascista, franquista, antiimperialista, no fue, ni pudo ser, socialista ni comunista. Hay amplísimas evidencias de su rechazo (y su horror) a las revoluciones populares que en aquella época (sobre todo a raíz de las guerras de independencia en Haití y en la propia Venezuela, de 1812 a 1814) eran guerras raciales, guerras por motivos de estratificación social, guerras de exterminio. Una de las principales razones por las cuales Bolívar se aferró al mando de la Gran Colombia (su efímera creación) fue la angustia permanente que le producía el riesgo de la irrupción popular y el amenazante fantasma de lo que llamó “pardocracia”. Hoy su actitud puede parecer racista. Y lo era -a mi juicio-, pero bajo los parámetros de un criollo del siglo XVIII, no de un darwinista social del XIX o un racista alemán del XX.
Bolívar temía la revolución de abajo, pero también la tiranía de arriba. Su rechazo a la monarquía (aun la propia, que era posible) y a las formas desnudas del despotismo se explica por sus valores republicanos. Si uno quiere entender las ideas políticas de Bolívar, debe leer a los autores clásicos que él leía: Montesquieu, sobre todo, pero también a Rousseau y Maquiavelo. Y si uno quiere comprender la vida de Bolívar, debe verlo en la galería de los hombres con los que quiso equipararse: los personajes griegos y romanos de su libro de cabecera, las Vidas paralelas , de Plutarco. Quiso ser y fue, como varios de ellos, libertador, legislador y constructor de repúblicas libres.
Tan lejos de la revolución como de la tiranía, Bolívar quiso tutelar a los países liberados no sólo para evitar su desintegración, sino para hacer germinar en ellos las costumbres de la libertad. La invención de un “poder moral” que premiara y sancionara la conducta cívica de los habitantes (parte de su proyecto presentado en su discurso en Angostura) fue rechazado finalmente por el Congreso de Cúcuta. Vista a la distancia, me parece una utopía, pero una entrañable utopía. A diferencia de los Estados Unidos, que por cultura nacieron casi predestinados a la democracia, Bolívar (genial observador de las costumbres políticas) sabía que el ciudadano era el protagonista que faltaba en nuestra vida, y que sin el ciudadano -sujeto y objeto de la polis- no podía erigirse una república. Su mayor deseo era contribuir a la aparición de ese personaje histórico en la América española.
Lo que Bolívar no advirtió fue la contradicción insalvable entre su proyecto “tutelar” (su “hábil despotismo”) y el desarrollo de ciudadanos autónomos. Santander, su compañero y rival, lo entendió mejor. Al ciudadano se lo forma en la ruda práctica de la política, en la polis, en el respeto a las leyes. Pero, matices aparte, ahí reside la verdadera vigencia del pensamiento bolivariano: consolidar las costumbres republicanas en nuestros países, afianzar -a 200 años de distancia- los valores de libertad cívica que nos separan de la tiranía monocrática y de la tiranía revolucionaria que Bolívar repudió a lo largo de su alucinante y trágica vida.
LA NACION