29 Aug Messi, un campeón serio y sin festejo
Por Martín Rodríguez Yebra
Mirada clavada en el césped, solo, con una botellita de agua en la mano. Serio. Lionel Messi transmitía de todo menos la imagen de un campeón en la húmeda madrugada catalana.
Tampoco había euforia a su alrededor. Alivio, tal vez sí. El Barça acababa de ganar la Supercopa de España, el primer título con Gerardo Martino como técnico, y terminaba un suplicio que duró una semana; 180 minutos de agonía futbolística en la cárcel que le construyó Diego Simeone con Atlético de Madrid.
Nadie como Messi sufrió este ida y vuelta recio, fibroso: se lesionó en Madrid la semana pasada y ayer se buscó durante todo el partido sin encontrarse. Completó la noche agridulce con un penal estrellado en el travesaño, a dos minutos del final.
Su cara inexpresiva mirando la copa confirmaba lo evidente: las estadísticas no son su consuelo. Los coleccionistas de hitos dirán que es su título número 22 (a uno del argentino con más campeonatos, Esteban Cambiasso; en 2005 ni estuvo convocado para ninguna de las finales que le dieron a Barcelona la Supercopa española ante Betis), que jugó 90 minutos completos por primera vez desde mayo, que estrenó su sociedad con Neymar. Poca cosa.
Un Barça que celebró tímidamente una Liga en la que sumó 100 puntos mal podría derrochar abrazos por un campeonato burocrático, obtenido gracias a la regla del gol de visitante. Dos empates, y el de ayer con un resultado que en el Camp Nou no se da casi nunca: 0 a 0.
Simeone lo había dicho antes de empezar: “Ellos tendrán más dominio, más posesión, más ocasiones de gol. Buscaremos nuestro momento para lastimarlos”.
Cumplió casi en todo. Casi, porque hasta el penal errado, el Atlético incluso tuvo las opciones más claras. Valdés -un arquero de extremos- vivió una de esas noches en que se revela infranqueable. Y Mascherano terminó premiado con una ovación por un público más acostumbrado a elogiar gambetas que una barrida en el fondo.
Los objetivos estaban claros antes de empezar. Literal. En el calentamiento previo, los del Barça se entonan lanzando pases largos de precisión. Los del Atlético, con una suerte de “loco”, en el que cinco jugadores corren como galgos detrás de la pelota que hacen circular los otros cinco.
El juego siguió con leves modificaciones cuando el árbitro pitó el inicio. El Barça se instaló a 20 metros del arco rival, entre una línea de cuatro y una de seis que intentaba impedir más de dos pases seguidos. El Barça podrá jugar como nadie con la pelota en los pies, pero el Atlético da lecciones de cómo jugar sin ella.
Martino había prometido una versión veloz, asociativa, tal vez mágica con el ansiado debut de la sociedad Messi-Neymar. Pero otra vez su equipo terminó enredado en la trampa rival. Fastidioso, impreciso.
Messi y Neymar se dividieron el campo como si fueran dos órbitas. Uno por la derecha, el otro por la izquierda. Al rato, uno por la izquierda; el otro por la derecha. No intercambiaron un pase en 60 minutos. La primera “pared” entre ellos empezó con un lateral que sacó el argentino en el segundo tiempo.
A Messi le costó soltarse. Simeone dispuso para él una marca escalonada, con un libreto simple. El primero -en general el habilidoso Arda- intentaba el quite, el segundo -Filipe Luis o Koke- lo mandaba al suelo. Había un tercero atrás, que nunca llegó a actuar.
Un Xavi lento, Alexis Sánchez en su versión embarullada y un Neymar más insinuante que efectivo poco ayudaron a que Messi despegara. Cesc Fàbregas, tan en forma que mandó al banco a Iniesta, volvió a ser el más claro, pero no lo suficiente para que el nuevo Barça se pareciera al de los días dorados.
Y el Atlético se animó. Cada vez que el turco Arda conseguía una pelota en el pie, el Camp Nou temblaba. Este equipo práctico, de aspecto obrero, transmite peligro cuando deja de defender. Sus jugadores se empeñan en cada ataque como si supieran que será el único. Trabajan de eso: de encontrar errores del rival.
El primer tiempo casi termina con el Atlético arriba. Valdés paró un remate de Arda, después de un contraataque que Simeone fue marcando con los gestos desde el banco.
Tampoco el descanso hizo magia: el Barça no salió del enredo. El césped del Camp Nou estaba bien mojado, como a él le gusta, pero Messi seguía incómodo, como si la fuerza de gravedad actuara sobre él con más tenacidad que de costumbre. O tal vez sólo sean esos músculos que no consigue sentir en forma desde hace cinco meses.
El murmullo que crece en el estadio cada vez que la pelota se le acerca anoche era cortito, como resignado. El hincha acá no es tan efusivo como el del Vicente Calderón; además el ímpetu se diluye entre los miles de turistas que pagan la entrada para sacar fotos. Pero había algo más. Una sensación de añoranza entre los abonados de toda la vida.
El partido se iba. Valdés salvó otra vez el derrumbe. Y el Atlético empezó a pagar el costo de tanto correr. Encima entraron Iniesta y Pedro, con el ímpetu de dos estrellas que descubren que deben pelear un puesto.
Y de repente: ¡penal! La ocasión de quebrar la resistencia. De ver a Messi apuntar con los dos índices al cielo. La normalidad, a dos minutos del cierre. Pero no. La pelota dio en el travesaño. Messi la corrió, en un intento desesperado por enmendar el error. Era tarde.
Le tocaba otro rato de incordio para un atleta competitivo hasta la obsesión: celebrar una copa que supo a nada, mientras los únicos abrazos que se veían eran los de los perdedores. Como si por una vez valiera algo el concepto de campeón moral.
LA NACION