El retorno de los pecadores

El retorno de los pecadores

Por Mario Diament
El 10 de marzo de 2008, la vida del poderoso gobernador del estado de Nueva York, Eliot Spitzer, sufrió un inesperado trastorno cuando el New York Times reveló que su nombre aparecía con el número 9 en la lista de clientes de una red de prostitución llamada Emperors Club VIP. Dos días más tarde, Spitzer anunció su renuncia.
El 14 de junio de 2009, el gobernador de Carolina del Sur, Mark Sanford desapareció repentinamente sin revelar su paradero. Cuando finalmente reemergió, se supo que había estado en la Argentina, en brazos de su amante, María Belén Chapur, una divorciada de 43 años, madre de dos hijos. El escándalo casi le cuesta la gobernación.
En mayo de 2011, el representante Anthony Weiner, quien llevaba menos de un año de casado con una asistente de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, tuvo la mala idea de enviar por twitter el enlace a una fotografía que mostraba la parte inferior de su cuerpo, con una erección visible bajo el calzoncillo, a una mujer con la que se encontraba manteniendo un tórrido intercambio. La fotografía estalló en los medios sociales y con ella, la posición de Weiner, quien renunció un par de semanas después.
Todos ellos se fueron con la reputación mancillada, convertidos en parias políticos y en el blanco predilecto del ácido humor de los comediantes de la televisión.
Pero, por lo visto, o bien el espanto moral de la sociedad norteamericana tiene patas cortas o bien no hay como un buen escándalo para cimentar la popularidad de un candidato.
Porque no solo Spitzer, Sanford y Weiner están de regreso en la arena política. El pasado 4 de mayo, Sanford fue elegido representante al Congreso norteamericana con el 54.04% de los votos, en tanto Spitzer encabeza las encuestas en su campaña por convertirse en el próximo contralor del estado de Nueva York, y lo mismo sucede con Weiner, quien lidera en las primarias por la nominación demócrata al cargo de representante por el estado de Nueva York.
Al momento de juzgar la naturaleza de las faltas o las debilidades de estos tres políticos, Weiner es quien sale menos comprometido. Porque si bien su exhibicionismo ronda el ridículo (la foto, en verdad, no estaba para ganar ningún concurso) y su imprudencia, la estupidez, el hecho en sí constituye un acto privado entre dos personas adultas, cuya única agraviada resulta la esposa.
Sanford puede ser visto como un hombre en crisis, que se embarcó en una aventura romántica empujado por la pasión, pero desde el punto de vista de su responsabilidad como gobernador cometió dos faltas graves: mintió, asegurando que se marchaba a los Apalaches, cuando en realidad se embarcó hacia Buenos Aires y desapareció de la vista pública durante seis días, sin informar a nadie, lo que constituye una falta grave a su responsabilidad como el principal ejecutivo del estado.
Spitzer, cuyas escapadas con costosas prostitutas sucedieron, no cuando era gobernador, sino cuando era fiscal general de estado de Nueva York, cometió el delito de citar a sus acompañantes eróticas en hoteles de Washington, violando de esta manera una ley federal llamada ‘Acta de tráfico de blancas’, sancionada en 1910, que prohíbe el transporte de mujeres entre estados ‘con propósitos inmorales’.
Pero más que la exitosa reemergencia de Sanford, Spitzer y Weiner, lo más interesante es el procedimiento que la posibilita, en una sociedad que, en buena medida, sigue aferrada a valores puritanos y retiene una curiosidad truculenta por la vida privada de la gente famosa.
El primer paso insoslayable es la disculpa, el mea culpa, hecho frente a las cámaras de televisión y, en lo posible, en compañía de la esposa victimizada. Acto seguido, una búsqueda de confort en la religión, que debe incluir la admisión del extravío y el posterior reencuentro con los verdaderos valores espirituales. Finalmente, pasado un cierto período prudencial durante el cual los desgraciados conceden una entrevista a un visible programa de televisión donde aseguran haber descubierto la humildad y haber aprendido de sus errores (algo de lo que los demás candidatos, quienes aún no han sido sorprendidos cometiendo un pecadillo, no pueden ufanarse) el retorno a la campaña política.
Nadie ha estudiado aún cabalmente cuál es el mecanismo que hace que el público no solo termine aceptando estas exculpaciones manifiestamente hipócritas, sino que aún se sienta inclinado a apoyarlos electoralmente.
Tal vez lo que prevalece es la soterrada convicción de que perdonándolos, perdonan también sus propios pecadillos. O quizás sea el sustrato religioso de la sociedad norteamericana que eleva el perdón a una categoría mitológica.
O, en una de esas, es algo tan simple como la noción de que la celebridad es un fin en sí mismo, no importa por qué medios se obtiene.
EL CRONISTA