Steve Jobs con los ojos de Roland Barthes

Steve Jobs con los ojos de Roland Barthes

Por Hernán Iglesias Illa
En 1955, Citroën lanzó en Francia el DS, un modelo de formas redondeadas y funciones minimalistas que se convertiría en un clásico de la industria. Hace unos años, una encuesta lo eligió como el tercer auto más influyente del siglo XX, después del Ford T y el Mini Cooper. Para Francia, donde tuvo un éxito instantáneo, el DS -al que le decían Déesse, o Diosa- era una muestra de su creciente optimismo y prosperidad después de los duros (y culposos) años de posguerra.
Dos años después, Roland Barthes, que había empezado a escribir unos ensayos cortitos sobre cuestiones de la vida cotidiana, dedicó uno de ellos al fenómeno del DS. El texto, recogido en Mitologías, empieza así: “Creo que los autos hoy en día son casi el equivalente exacto de las grandes catedrales góticas: quiero decir, la creación suprema de una era, concebida con pasión por artistas anónimos y consumida en imagen y en uso por la totalidad de la población, que se la apropia como un objeto puramente mágico”.
Cuando leí este párrafo me pregunté cuál sería el equivalente actual de los autos en los 50 y los 60: un objeto mágico, concebido por artistas anónimos, que la gente compra por imagen y por uso. La única respuesta que se me ocurrió fue: los teléfonos celulares. Y entre los celulares, el equivalente del DS, que para Barthes era un auto distinto a los demás, más puro y “superlativo”, es el iPhone y su hermana mayor, el iPad.
Como la túnica de Jesucristo, hecha de una pieza, y las naves espaciales, construidas por una sola hoja de metal, el DS intentaba borrar los rastros del ensamblaje. Las piezas del Citroën, decía Barthes (y, agrego yo, las del iPhone), “se mantienen juntas por la sola virtud de su forma, que por supuesto intenta prepararnos para la idea de una Naturaleza más benigna”. Ni el Citroën ni el iPhone son futuristas, pero sí son optimistas sobre la relación entre el diseño, la tecnología y la vida cotidiana.
Aquel nuevo Citroën tenía formas inofensivas y usaba materiales livianos. Para Barthes, el DS, todo ventanas y parabrisas, era “una exaltación del vidrio; el metal es sólo un soporte”. Steve Jobs quiso desde el principio que el iPhone fuera todo pantalla, con un sólo botón, como una gran ventana a la vida digital. En los concesionarios parisinos, como en las Apple Stores de medio mundo, los clientes estudian los productos con dedicación “intensa y amorosa”. El tablero del DS, dice Barthes, se parece más a la mesada de una cocina moderna que a la sala de máquinas de fábrica: el confort por delante del rendimiento. La “experiencia”, como dirían los gurúes de hoy, antes que los fierros.
Hasta 1957, la última tecnología automotriz pertenecía al “bestiario del poder”, según Barthes. “Con el nuevo Citroën se transforma en algo más espiritual (…) y más acogedor.”
Todas estas cosas se pueden decir también del iPhone, en cuyo marketing están ausentes el poder (cedió ese espacio a BlackBerry) y las estadísticas de rendimiento. Hasta el Déesse y el iPhone, los autos y la tecnología eran terrenos de hombres: en su búsqueda de pureza, estos productos de Citroën y Apple son tan masculinos como femeninos. Separados del pasado, sólo parecidos a sí mismos, el DS y el iPhone llegaron de la nada, “como caídos del cielo”, según Barthes. Como objetos mágicos..
LA NACION