Los nuevos dueños de la gran novela americana

Los nuevos dueños de la gran novela americana

Por Pedro B. Rey
Moby Dick . Es posible que todo haya comenzado, en 1851, con la novela de Herman Melville. Los escritores estadounidenses de la última centuria no dejaron de perseguir denodadamente la concreción de un fantasma, la escritura de la prometida “gran novela americana”, que estaba ahí desde un principio, inadvertida, en ese monumento que, como la definió Alfred Kazin, “es una epopeya de motivos mezclados, de contradicciones inflexibles, siempre histriónica”. Moby Dick transcurre en alta mar, a bordo del Pequod . Difícil encontrar a primera vista en la historia del capitán Ahab y el inefable Ishmael el gran fresco de la experiencia social que obsesionaría, a partir de John Dos Passos, a tantos escritores. Pero lo que importa en ella no es tanto esa ambición inexistente sino su canibalismo enciclopédico, ese desborde “que corre a hacer justicia a todo lo que caza, devora, mastica, mata” (Kazin, otra vez) y asimismo el poder de la metáfora inaugural que lleva incrustada como un símbolo: acaso la blancura de la ballena represente el mal o la destrucción, pero también el vacío de una tradición que los escritores seguirán tratando de completar, en una inevitable y productiva carrera entre Aquiles y la tortuga que continúa hasta hoy.
La gran novela americana, si se la entiende como vocación omnívora, extiende sus tentáculos, con sigilo, a todos los géneros. Walt Whitman (y Carl Sandburg, y Hart Crane, incluso el intimista Robert Frost) es su encarnación poética y las narraciones minimalistas de Raymond Carver, con sus tintes chejovianos, la clave engañosamente menor de aquel imperativo.
La literatura estadounidense extendió, con vitalidad despreocupada, su influjo a autores de todas las latitudes. En narrativa, fue capital para que Cesare Pavese diera forma a su muy italiana obra, para que germinara el boom latinoamericano o, entre nosotros, para que Borges, que supo apropiarse como nadie de Las palmeras salvajes al traducirla, se entregara al impensado ascendiente de “Los asesinos” en su cuento “La espera”. Hemingway, Faulkner y Scott Fitzgerald forman la trinidad -en gran medida reconstruida a posteriori – del siglo XX. Con los años, otras figuras fueron declinando ese interés: John Cheever, Truman Capote, Carson McCullers, Jack Kerouac, Norman Mailer, John Updike. Las divisas actuales de esa constante son, entre otros, Philip Roth, John Irving, Don DeLillo, Cormac McCarthy o Cynthia Ozick. Escritores ya maduros y asentados, su dominio de la escena parece dejar en la sombra, sin embargo, las formas en perpetuo movimiento que componen el mosaico complejo, incluso controvertido, de los que, cronológicamente, les siguen los pasos. Esa posición incontrovertida hace olvidar que el perfil de todo autor decanta con el tiempo: Roth fue considerado en su momento una suerte de pornógrafo (desde la publicación de El lamento de Portnoy hasta el inicio de su serie de novelas dedicadas a Nathan Zuckerman), al dickensiano Irving lo vilipendió el feminismo (por el hoy clásico El mundo según Garp ) y a DeLillo, autor de la que quizá sea la última “gran novela americana” deliberada ( Submundo , 1997), se lo consideró por años ríspido e incomprensible.
Quizá la variedad de estilos, la proliferación actual de obras dificultan la detección de lo que es en verdad valioso y desalienta el interés por la literatura estadounidense más reciente. Su energía parece estar sospechada por el profesionalismo derivado de la industria de los cursos de creative writing y su sinceridad estética, por la interminable carrera de la competencia editorial, aunque también cumpla su parte la demandante sofisticación de algunas de sus propuestas. Con la notoria excepción de Jonathan Franzen, los nombres de hoy (Dave Eggers, William T. Vollmann, Jonathan Lethem, por citar algunos) circulan sólo parcialmente en la Argentina, una escasez que excede las recientes dificultades que encuentran para llegar a las librerías los libros traducidos en el exterior.
Como ocurre en todo recambio generacional, la primera medida de los nuevos escritores consistió en tomar distancia. En 1998, uno de los más talentosos, David Foster Wallace, en oportunidad de la reseña sobre Hacia el final del tiempo , atacó a John Updike, y, de paso, a Roth y Norman Mailer. Con delicioso gesto parricida -aseguraba ser el único miembro de su coetáneos al que sinceramente le interesaba Updike-, los bautizó como los Grandes Narcisistas Masculinos, mascarones de proa “de la generación más ensimismada desde la de Luis XIV”. El rechazo apuntaba a la importancia que estos escritores le daban a su propio “yo libidinoso”, algo que, según Foster Wallace, había funcionado en su momento como respuesta al conformismo de tiempos pasados, pero que se había vuelto un flagrante anacronismo.
Las nuevas camadas cuentan entre sus filas a escritores de humorismo perspicaz, como la irónica Lorrie Moore (1957), provocadores contumaces como Chuck Palahniuk, y otros embarcados en indagaciones de una lírica y arriesgada profundidad, como Jeffrey Eugenides (1960), un poeta que, como en su momento Harold Brodkey, publica al espaciado ritmo que le dicta su pulso o su conciencia. A Las vírgenes suicidas y la desconcertante Middlesex , le sumó el año pasado The Marriage Plot , que narra un triángulo amoroso en el marco universitario a principios de los años ochenta. Otros autores de edad intermedia brillan a su propia manera, personal y solitaria, como T. C. Boyle (1948), un desaforado satirista, o el desolador Denis Johnson (1949), al igual que un novísimo como Jonathan Safran-Foer (1977).
En lo más encendido de la nueva narrativa, sin embargo, resuenan ecos del grupo de escritores posmodernos de los años sesenta y setenta, firmas que, tal vez por la aparición arrasadora de Carver y sus coetáneos minimalistas, fueron relegados durante largo tiempo a los anaqueles de la indiferencia. Los notables artefactos literarios de John Barth, influidos por Vladimir Nabokov, Borges y Las mil y una noches , las novelas-sistema de William Gaddis, los experimentos de Robert Coover, las elegantes miniaturas de Donald Barthelme sobrevuelan gran parte de la ficción más reciente. También -quizá sobre todo- la sombra acuciante de Thomas Pynchon que, como una maravillosa nube tóxica, parece haber oficiado de horizonte para muchos nuevos creadores, y el imaginario de un escritor fuera de norma: Philip K. Dick, que desde un género como la ciencia ficción, durante largo tiempo desdeñado por la alta literatura, viralizó un componente fundamental del entramado narrativo vigente: la paranoia.
Hace una decena de años, poco después del 11 de septiembre, el crítico James Wood arremetió en un artículo contra las novelas imbuidas de una gran conciencia de sí que no tenían ninguna conciencia individual, “libros brillantes que saben miles de cosas pero no conocen un solo ser humano”. Wood encontraba que esas ficciones, entre las que citaba las de Richard Powers, Foster Wallace y Dave Eggers, podían quedar desbancadas, a pesar de todos los conocimientos de que esos libros hacían gala, por un acontecimiento que las superaba con creces.
Es singular que, fuera de Estados Unidos, el norteamericano más leído de las nuevas generaciones sea, justamente, una suerte de réprobo de esa tendencia. Jonathan Franzen (1959) publicó en sus inicios un par de novelas que no difieren esencialmente de la sensibilidad de sus compañeros de ruta, pero con Las correcciones (2001), a principios del nuevo siglo, rompió de manera estentórea con esa vertiente ultraliteraria. Esa novela, y la reciente Libertad , parecen hacer caso del reclamo que lanzó Tom Wolfe al publicar, en los años ochenta, La hoguera de las vanidades : la necesidad de abandonar las pretensiones modernistas para abrazar la literatura como tardío sucedáneo balzaciano. Las dos extensas novelas de Franzen se centran en familias dislocadas (los Lambert y los Berglund), y aspiran a representar, no sin un despiadado halo tragicómico, la agonía de una época.
Wood, que en aquel artículo alcanzó a considerar Las correcciones , la definió como un intento de “gran novela americana” que hace todo lo posible por no serlo: una variante soft de DeLillo. Pero en su petición de obras empáticas (al fin y al cabo de eso se trata su objeción), parece pasar por alto que en cualquier obra, incluso las de aliento menos realista y directo, puede anidar algo socialmente decisivo. Como señaló alguna vez Theodor Adorno, las novelas de Kafka descubrieron “la situación de los hombres bajo la maldición de la sociedad con más fidelidad y fuerza que las novelas sobre la corrupción de los trusts industriales” que, vale la pena anotar, plagaron la literatura nortamericana de las primeras décadas del siglo XX.
Es una triste paradoja que David Foster Wallace, una pluma decisiva que refrenda esa idea, ya no siga activo. Afectado por una fuerte depresión, se quitó la vida en 2008. Wallace fue un ensayista y cronista brillante (que escribió con idéntico talento sobre el inglés dialectal de su país, Roger Federer o las langostas marinas) pero, particularmente, un narrador incontinente. No es casualidad que fuera también un enamorado de Kafka, al que consideraba un gran autor cómico. Resulta sensato aventurar que El rey pálido , su novela póstuma, parcialmente reconstruida a partir de la enorme cantidad de manuscritos desordenados que dejó al momento de su muerte, hubiera sido su versión kafkiana del gran sueño americano. El centro de examen de la agencia tributaria en que transcurre la acción es la exégesis de un mundo definitivamente burocratizado y el réquiem del trabajo como utopía.
Más allá de sus primeros relatos sarcásticos, su obra cumbre es La broma infinita (1996), una narración de más de un millar de páginas en que parece haber inventado un nuevo arte de la digresión, poblado de rumores joyceanos. Atestada de crecientes notas al pie (son centenares), la novela transcurre en un futuro delirante en que Estados Unidos forma una única entidad política con México y Canadá. El hilo conductor de la trama es una película perdida que les hace perder a aquellos que la ven el interés en cualquier asunto mundano. Los temas que circulan por la novela (entre otros el tenis, una de las obsesiones del autor) son incalculables, pero toda ella aparece impregnada de una crónica depresión que, más allá de los avatares personales y megalómanos de quien la creó, dice más sobre el estado de una comunidad de lo que podría hacerlo cualquier trama ordinaria y reconocible. Por medio de la familia Incadenza (cuya genialidad recuerda a los Glass de Salinger), Wallace retrata toda una sociedad sobre el espejo deformante de la literatura. No resulta desconcertante, teniendo en cuenta el pathos que alimenta su libro, su rechazo a ser considerado un simple escritor pirotécnico ni que La broma infinita pueda ser definida como “gran novela americana” en el más canibal y desesperado de los sentidos.
También profuso y logorreico, William T. Vollman (1959) dio a conocer, desde fines de los años ochenta, una veintena de libros de largo aliento. Pocos autores son más refractarios a la voluntad de brevedad de los tiempos que corren (si se considera la popularidad de los 140 caracteres de la red Twitter) y ninguno puede jactarse de que se la haya dedicado, antes de haber llegado a los cincuenta años, un reader , esas antologías, frecuentes en el mundo anglosajón, que funcionan como llave de acceso a una obra. Vollmann escribió un ensayo de siete tomos y más de 3000 páginas, Rising Up and Raising Down , sobre uno de los temas que saturan, como enigma, su obra: la violencia. Deslindar qué es crónica y qué es ficción, en muchos casos, implica una tarea ardua. Publicó una serie de novelas que exploran el mundo de la prostitución, compuesta en parte por entrevistas verídicas, y se encuentra embarcado en un proyecto novelístico que narra a su idiosincrásica manera los orígenes de Estados Unidos (la serie Seven Dreams , de los cuales han visto la luz cinco de los siete volumenes previstos). En Imperial , se centra en las relaciones fronterizas entre Estados Unidos y México, y signa el libro con sus propias fotografías. Ian Buruma sugirió que lo que distingue a Vollmann es lo que ya nadie espera en un escritor: su romanticismo. Para investigar la artificialidad de la belleza (cuenta Buruma, al comentar su libro dedicado al No japonés), leyó todo lo que pudo encontrar sobre esa forma de arte tradicional, pero no se limitó a los cómodos limbos librescos: se trasladó a Tokio, contrató a geishas para que actuaran para él, incluso se hizo vestir de mujer por una especialista para no dejar escapar ningún detalle del tema que lo ocupaba. Que no llegue a ninguna conclusión estricta es la marca más visible de aquel romanticismo: una vocacional búsqueda sin esperanzas.
El libro más accesible de Vollmann es Europa central (uno de los pocos suyos que fueron traducidos al español), que ganó en 2005 el National Book Award. La obsesión por los orígenes de la violencia se desperdiga en una cuarentena de historias que unen caleidoscópicamente la novela y que, mayormente, transcurren en el corazón de Europa, antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. El atractivo adicional reside en que Vollmann centra su trama en personajes históricos, desde el general ruso Vlasov al mariscal de campo Friedrich Paulus, pasando por Hitler y Stalin, y, sobre todo, en algunos artistas, especialmente el compositor ruso Dimitri Shostakovich, modelo del artista perseguido por el estalinismo que le permite cruzar, en su estilo, realidad y fantasía sentimental.
Vollmann es una suerte de Pynchon obsesionado por lo real. A ningún crítico, por desconcertado que salga de la experiencia, se le ocurriría asociar su desmesura a la frivolidad. Distinto es el caso de otros escritores clave de su generación a los que se los identifica como practicantes de una literatura lúdica y estilísticamente virtuosa. De las ocho novelas publicadas por el neoyorquino Jonathan Lethem (1964), sólo la última, Chronic City , se distribuyó oficialmente en la Argentina. Es quizás el autor que con mayor militancia asume el credo posmodernista. Sus novelas, desde Gun, with Occasional Music , y sus colecciones de cuentos se han valido de géneros como el policial y la ciencia ficción para dar forma a narraciones que toman direcciones imprevisibles. Su última colección de artículos y ensayos lleva un título sintomático, The Ecstasy of Influence (“El éxtasis de las influencias”), y se propone como una refutación práctica de la celebrada teoría de Harold Bloom sobre la angustia que los predecesores producen sobre los artistas en busca de su propia personalidad. Lethem no sólo asegura carecer de ningún conflicto, sino que reivindica la absorción de todas las fuentes que lo inspiran, de Borges a Philip K. Dick (del que recientemente ha editado sus enrevesados diarios), sin dejar de lado la cultura popular. Las sombras y figuras ajenas que circulan por Chronic City son múltiples, y por momentos invitan al escándalo, pero la prosa plástica de Lethem logra la rara proeza de no parecerse estrictamente a nadie. La Nueva York distorsionada en que transcurre la acción (en la que nieva en verano, se publica un diario “sin guerra” y por la que circula un misterioso tigre) es el territorio inevitable para las desconcertadas peripecias del protagonista (un ex actor infantil cuya novia quedó varada en una nave espacial) y las migrañas en racimo de su compañero de andanzas, compulsivo consumidor de objetos culturales que parece resumir en su persona el mal de archivo de la época.
Cófrade y amigo de Lethem, Michael Chabon (evítese el lunfardo: pronunciése “shibon”) comparte su modo de entender la literatura, pero administra de manera mucho más prolija su interés por los géneros y, en particular, los cómics. Tras un par de novelas más atadas a su educación sentimental como escritor, dio un giro sustancial con Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay , donde, por medio de dos primos judíos, construye una épica artística sobre la era de oro de los cómics. En la posterior El sindicato de policía Yiddish abordaría el policial y el relato contrafáctico, al imaginar a Israel, en vez de Medio Oriente, situada en la gélida Alaska (el proyecto suena inverosímil y, sin embargo, tuvo en su momento visos de realidad). A pesar de su aparente ligereza, las dos novelas permiten una curiosa inflexión sobre una de las más fuertes tradiciones de la literatura estadounidense, la judía, que tiene antecedentes tan ineludibles como Bernard Malamud o Saul Bellow.
Es difícil responder qué une a todos estos autores. Dave Eggers (1970) es, a su modo, una suerte de aglutinante moral. A fines de los años noventa, creó una revista, McSweeney’s , de ambiciones contraculturales, que tenía como intención primera publicar textos que otras revistas rechazaban. Muchos de los narradores nombrados encontraron cabida en sus páginas: el tratado de Vollmann sobre la violencia, por ejemplo, fue finalmente publicado en forma de libro con su sello. Años atrás circuló en la Argentina una antología de textos de McSweeney’s donde figuraban, entre otros, nombres como los de Rick Moody y George Saunders. Eggers se explayaba allí sobre sus razones para producir una revista literaria en un país donde, en su opinión, existe un centenar de publicaciones literarias de gran calidad. “Me pareció que podría tratarse de un proyecto interesante, de una nueva vía de investigación, de algo que nos impediría a mí y algunos míos caer en una vida entregada al vandalismo mezquino y la crítica vengativa del arte a través de periódicos menores.” Además de sus contenidos, la revista, que todavía perdura con sede en San Francisco, innovó con un diseño exquisito, que mutaba de número en número, lo que la convirtió en objeto de colección. En un país que busca desesperadamente la profecía autocumplida del fin de los libros y las publicaciones impresas, el gesto de Eggers -que agregó otras revistas a su haber y es defensor de causas varias- supuso una declaración de principios.
Algunos lo consideran, quizás exageradamente, el narrador clave de su generación. Su primer libro fue autobiográfico y la egolatría de su título, Una historia asombrosa, conmovedora y genial , esconde -de ahí tal vez su eficacia- la historia personal de cómo tuvo que hacerse cargo de la manutención y educación de su hermano de ocho años tras la muerte por cáncer de sus padres. Eggers combinó luego con la soltura de un wunderkind textos perfectamente tradicionales con otros que apelan a la metaficción. Su novela más reciente, A Hologram for the King , tiene como protagonista a un empresario estadounidense que espera y espera, no a Godot, sino a un jeque árabe. La acción de sus relatos transcurre en distintos puntos del orbe, de Costa Rica a la isla de Skye. En su cuento más conocido, “Montaña arriba, en lento descenso”, una mujer participa de un ascenso al Kilimanjaro. El deliberado guiño a Hemingway es, más que un homenaje, una ironía. Los personajes de Eggers transitan por el mundo con el confiado desconcierto del mochilero norteamericano promedio. Sus libros más originales, en cierto modo, son los que se basan en hechos reales, precisamente documentados. Zeitoun retrata las desventuras de un inmigrante sirio de Nueva Orleans que, subido a una canoa, sale a rescatar vecinos y animales a la deriva tras el desastre del huracán Katrina y termina en la cárcel.
Estados Unidos ha sido comparativamente escaso en “extraterritoriales”, los escritores que, según la definición de George Steiner, adoptan un idioma diferente al de su lengua materna. En esta última década, sin embargo, comenzaron a surgir algunos que merecen mencionarse. El bosnio Aleksandar Hemon (1964), que llegó a Chicago en los años noventa con precarios conocimientos de inglés, construyó a partir de los cuentos de La cuestión de Bruno (2000) una picaresca tragicómica que entrecruza el disparate balcánico con sus experiencias de desterrado y que le valió reiterativas comparaciones con Conrad y Nabokov. El ruso Gary Shteyngart (1972) se consagró con obras satíricas como Abzurdistán , donde narra las adversidades de un obeso neoyorquino en un país petrolero inspirado en las muchas ex repúblicas soviéticas creadas en su momento por Stalin. El dominicano Junot Díaz (1968) ganó el Pulitzer con La maravillosa vida breve de Óscar Wao , novela en la que realiza una potente mixtura de lenguas. La más convencional Jhumpa Lahiri, de origen indio, explora la tensión entre diferentes culturas, mientras que el coreano Chang-Rae Lee (1965) aporta en novelas como Desde las alturas una mirada distante, de una gélida melancolía, que le valió predecibles asociaciones con Kazuo Ishiguro.
En las últimas décadas, desde V. S. Naipaul hasta Hanif Kureishi o Ben Okri, Inglaterra renovó su literatura alimentándose de imaginarios venidos de sus antiguas colonias. Quizá del magma migratorio más reciente termine por surgir en Estados Unidos una gran novela americana distinta, imposible de profetizar.
LA NACION