23 Jun Una carta de Bancroft
Por Milton Hatoum
El primer norteamericano con quien conversé en la Waverly Place en San Francisco no se considera sólo un norteamericano. Mi nombre es Tse Ling Roots, soy sinoamericano, ¿sabes lo que eso significa? Él mismo contestó: Significa que para mis antepasados la realidad no tenía la menor obligación de ser interesante.
Ling Roots acababa de salir del templo Tin How cuando le pregunté dónde quedaba el templo. Señaló hacia lo alto de un edificio en la Waverly Place:
Allá vive la diosa protectora de los navegantes, dijo Ling Roots con un aire de quien conoce todos los rincones de Chinatown.
Muchos jóvenes de este barrio no saben dónde queda Hoy-Pi, no saben que Cantón y Shanghai forman parte de la historia de San Francisco, prosiguió.
En un tono conmovedor, Ling Roots contó que su bisabuelo había sido uno de los millares de chinos que penaron en las minas y en los ferrocarriles de California. Abrió los brazos con un gesto medio teatral y enumeró varios nombres de familias del barrio y a cada nombre le agregó un lugar de la China. Después dijo que Chinatown es una forma de preservar la identidad oriental de millares de familias chinas en esa región de California: Mis antepasados no vinieron a hacer la América, fueron forzados a trabajar aquí; por eso, imaginaron y ayudaron a construir Chinatown, el único espacio que para ellos es realmente interesante.
Tal vez sea verdad para los antepasados de Ling Roots, confinados en esa pequeña China de San Francisco y todavía asombrados por un pasado nada edificante. Ling Roots, que es policía, también encuentra poco interesante la realidad. Las pandillas proliferan en San Francisco y en Oakland, y durante los últimos días de ese invierno un violador y asesino aterroriza a los habitante de la Bay Area.
Durante las horas libres frecuento el templo, para no enloquecer, se desahogó Ling Roots.
Sin embargo, para un visitante como yo, no sólo Chinatown sino casi toda San Francisco ofrece sitios interesantes.
Incluso desde aquí, desde una de las colinas de Berkeley, contemplar el paisaje nocturno de la bahía, con sus puentes iluminados y el perfil de sus edificios con rasgos futuristas, ya contradice la afirmación de Ling Roots. También son interesantes esas alamedas tranquilas de North Berkeley, las casas de madera, coloridas, sin cerca, con jardines orientales por donde los gatos se pasean durante los días soleados: el gris recostado en un balcón, la mirada en el cielo muy azul de California; el amarillo que desde una ventana acompaña la mirada del paseante y parece decirnos que esa casa blanca sólo es accesible para él.
Al pasar por el sector este de la ciudad, me atraen los gestos irreverentes y rebeldes, dos adjetivos que no le faltan a la multitud de estudiantes de Berkeley. Parece que estoy de vuelta a otro tiempo. Cerca del portón de hierro, al sur del campus, jóvenes y viejos tratan de desafiar al establishment , como si fuesen uno de los ruidos de este planeta que tiende a la robotización, a la automatización y a la banalización de todo.
No lejos de esos gestos y voces de protesta, hay un edificio austero que me hace recordar las palabras de Ling Roots. Sí, porque aquí, en la Biblioteca Bancroft, la realidad no tiene ninguna razón de ser interesante. Lo que interesa en Bancroft son los millares de manuscritos de todas las épocas, consultados por investigadores de todo el mundo. Hay aquí papiros egipcios y manuscritos medievales, pero en muchos ficheros constan también referencias a nuestro siglo.
Charles Faulhaber, el director de la Biblioteca, me indicó en uno de los ficheros un tema que me interesa: “Brasil: límites & fronteras”. Le pedí que me permitiera consultar una sección del archivo con “cartas y otros documentos manuscritos”. Ahora estoy cerca y al mismo tiempo tan lejos del murmullo de los jóvenes, de los grupos que distribuyen panfletos, de los punks que arrastran gatos por el collar y de los gritos: Por una prensa libre: por una prensa alternativa.
En el ambiente silencioso de Bancroft parece que estoy lejos incluso de Berkeley; pero el campanario, al emitir golpes graves, me trae de regreso al presente. Es una tarde soleada, pero ese clima no tiene nada que ver con el calor sofocante descrito por Euclides da Cunha en Manaos. Es así, rezongando contra el clima del ecuador, como comienza la carta de Euclides a su amigo Alberto Rangel. Rangel, que estaba en Río de Janeiro, le había ofrecido a Euclides su espaciosa casa en la plaza Chile, donde el escritor vivió más de dos meses antes de viajar al Alto Purus.
Encontrar esa carta inédita en Bancroft, con la caligrafía nerviosa de Euclides, es casi un milagro. Pero, a dónde voy, Manaos me persigue, como si la realidad de la otra América, incluso cuando no se la solicita, se entrometiese en una espiral de devaneo para decir que solo vine a Bancroft para leer una carta amazónica del autor de Los sertones . Pero hay algo más en esa misiva, más allá de los reclamos contra el calor de Manaos. El lenguaje de Euclides -barroco, sinuoso, exuberante- está presente de comienzo a fin. Ese algo más es el sueño que le cuenta a Rangel: el sueño y una escena que presenció la tarde del 14 de febrero de 1905.
Llovió torrencialmente durante la mañana de ese día. A las once horas, solo, Euclides almorzó. Después, sentado en el sillón de Viena, releyó un trecho de un libro de viajes de un naturalista británico, tal vez Henry Bates, pues en la carta Euclides se refiere a la obra del “gran Bates”. El sopor hizo que se adormeciera con el libro abierto entre las manos. Euclides soñó que la Amazonia, esa “casi infinita planicie desértica”, ya no era una Tierra Ignota. Europeos de buena estirpe la habían poblado: áreas inmensas de la selva estaban siendo devastadas y urbanizadas; la Amazonia, en suma, sería una extensión de Manaos y de Belén, ciudades cosmopolitas. Esas visiones se borraron y surgió en el sueño la voz de un hombre: un francés de nombre Gobineau. El francés intenta convencer a Euclides de que las tierras incultas de América son viables solamente con la colonización europea. Euclides intenta decir algo, vacila, se seca el sudor que le corre por la frente; después se estremece ante la posibilidad de no viajar más a las cabeceras del Purus, de no poder escribir sobre el desierto, el Paraíso Diabólico, el Paraíso Perdido. Se irrita con la idea extravagante de Gobineau y, hablando en francés con un acento afectado, expulsa al intruso de la habitación con gestos autoritarios, como un militar se dirige a un subalterno.
Gobineau suelta una carcajada, sale del sueño, y entonces, Euclides escucha un canto, una oración cada vez más fuerte, más cercana a la casa y a la habitación donde sueña. En ese momento se despierta: se palpa el rostro pegajoso de sudor y abre grandes los ojos, como si buscase al intruso o como si temiese una amenaza. Son casi las tres de la tarde y se irrita por haber prolongado la siesta. El canto parece continuar allá afuera, y entonces Euclides decide caminar hasta la plaza Chile. A la entrada del cementerio São João Bautista se acerca a militares que acompañan un féretro. No sabe por qué el cajón está abierto; al mirar al muerto, Euclides reconoció al suboficial con quien había conversado en una visita al cuartel de la Policía Militar en el centro de Manaos. El difunto con rasgos indígenas era inolvidable porque era el rostro de un héroe: un cabo que había combatido bravamente en la Guerra de Canudos. Algunos días antes (la carta no específica la fecha) le habían presentado el soldado a Euclides como un prócer de la Policía Militar del Amazonas. Euclides le pregunta a un hombre cómo había muerto el joven militar, pero es una mujer quien le informa: la víctima había recibido cuatro balazos del amante de su esposa. Euclides frunce el ceño y vuelve a la casa de Alberto Rangel.
La misma tarde le escribió una carta al amigo contándole el sueño y la escena del entierro. No se sabe si Alberto Rangel recibió esa carta: nunca sabremos si Euclides se acordó de esa carta en el momento en que fue alcanzado mortalmente por el amante de su mujer en 1909. Tal vez el sueño haya sido sólo una pesadilla sobre la Amazonia, que aún encierra muchas expresiones acuñadas por Euclides. En algunas, resuena una mezcla deliberada de exotismo con referencias bíblicas: “Infierno verde”, “Última página del Génesis”. En páginas memorables, Euclides parece describir la realidad como la imaginó, o como un viajero aún puede verla actualmente: una tierra en que los hombres trabajan para esclavizarse.
Sabemos, por fin, que no hay una mención a esa carta en la vasta correspondencia de Euclides da Cunha. En 1946 un tal Charles P. Dutton se la compró a un librero anticuario de Belén, y tres décadas después fue donada a la Biblioteca de Bancroft, en Berkeley.
LA NACION