03 May El argentino que conquistó con sus pies el Polo Norte
Por Daniel Gallo
Juan Benegas le gustan los desafíos. Las pruebas extremas que ponen en duda la fortaleza física y mental. Mendocino, de 45 años, abandona cuando puede la rutina de la oficina del centro porteño y se impone alguna experiencia especial. En el Aconcagua o en el Everest. En la Antártida o en el otro extremo del mundo. Y en el Polo Norte fue precisamente donde el miércoles pasado se convirtió en el primer argentino en pisar ese lugar, cuya sola mención remite a otros tiempos de aventuras. Benegas caminó por la superficie congelada rumbo a la latitud 90° norte. Con esquíes de marcha y a fuerza sólo de tracción humana para empujar trineos con equipos, el mendocino completó 170 kilómetros que separaron su meta del punto de partida, la base rusa Barneo. El 2 de abril había llegado al archipiélago noruego de Svalbard, donde realizó la tarea de aclimatación final antes de lanzarse en compañía de cinco expedicionarios rusos, un belga y un italiano en busca del Polo Norte geográfico. Viento polar, temperaturas de 50° bajo cero y grietas fueron algunos de los obstáculos por vencer, incluso con la tensión constante por la presencia de osos en la zona. Benegas es un deportista acostumbrado a los riesgos, aunque considera que, a veces, es más peligroso moverse en la ciudad que en los lugares en donde realiza sus travesías. “Si sos feliz, hacelo”, dice. “Fue una experiencia maravillosa”, relató durante una conversación telefónica con LA NACION apenas unas horas después de concretar su hazaña. Maravillado con el lugar -“es de otro planeta”, comentó-, Benegas recordó las dificultades planteadas por la travesía: “Al frío te lo bancás, pero cuando te detenés, se congela la hidratación de la piel y terminás con la ropa totalmente mojada. Pasábamos más de dos horas cada día dándoles con cepillo a las camperas para evitar la congelación”. Dos rusos que integraban la expedición sufrieron mucho la temperatura extremadamente baja y fueron evacuados por un helicóptero al segundo día de marcha. Otro peligro por sortear fueron las brechas en el hielo flotante, por el que caminaron en forma permanente. “Subestimé el problema que representaron los cruces de esos ríos internos -contó Benegas-. En algunos casos, eran trechos de agua de 90 metros en los que usábamos los trineos y los esquíes en forma de botes. Incluso había que abrir espacios con la mano a medida que se avanzaba porque el hielo se cerraba detrás de cada uno. No era un lugar para fallar, ya que el agua bien oscura mostraba que allí había unos 3000 metros hacia abajo…” La marcha se detenía en esos obstáculos, pero, en promedio, el grupo hizo marchas de nueve horas en las que recorrió unos 20 km diarios. La deriva del hielo los acercaba cinco kilómetros durante el descanso que allí no puede llamarse nocturno. El sol siempre estuvo en el horizonte en las noches blancas a las que también tuvo que habituarse Benegas. El mendocino está acostumbrado a la búsqueda de alcanzar lugares donde ningún otro argentino pisó antes. En 2005 se convirtió en el primero en hacer cumbre en el Monte Vinson, en la Antártida, bajo condiciones de resistencia física similares a las que enfrentó ahora del otro lado del mundo. Llegar al Polo Norte geográfico puede lograrse sin sacrificio, como turista que abona su derecho a usar el helicóptero de la base Barneo. Pero el mendocino cree en las pruebas de superación personal, de explorar el camino difícil. Enamorado de la montaña y de los desafíos, subió por primera vez al Aconcagua en 1987. Catorce veces haría cumbre en el pico más alto de América. Su escalada inicial fue junto con su hermano Adolfo, quien lo introdujo en los secretos del andinismo y con él consiguió en 1988 una de las primeras conquistas del Aconcagua en invierno. También allí tuvo su gran prueba de espíritu para volver a la montaña tras la avalancha que sepultó a Adolfo en la pared sur en 1990. Muchas veces buscó el cuerpo de su hermano y aún no se da por vencido. Benegas conoce los riesgos, pero está convencido de que pueden compensarse las oportunidades de explorar los límites con dosis de precaución. “Algo peligroso no debe ser convertido en una situación temeraria”, explicó. Una decisión así tomó en la escalada al Everest, donde después de 54 días de estar en la altura y a 8700 metros decidió regresar al evaluar las condiciones del clima antes del ataque final a la cumbre. “Era más importante volver con la familia”, dice. Para él, estas aventuras son una forma de diseñar sus propios sueños, dado que no es un profesional de la montaña, sino que usa sus vacaciones en la oficina de una compañía pesquera para concretar sus travesías extremas. Ahora buscará otro desafió acompañado por una bandera celeste y blanca y la fotografía de su hermano Adolfo como mejor compañía. LA NACION