01 Apr La prehistoria científica de los cuentos de hadas: el teorema del patito feo
Por Luis Javier Plata Rosas
Allí donde hay una alegoría fantástica narrada a los niños hubo alguna vez un saber amparado por la ciencia. De eso trata el ensayo que Siglo XXI publicará este mes y que explica, por ejemplo, por qué las ranas pueden verse como príncipes.
Yo besaría una rana aun si no existiera la promesa de que un príncipe encantado saliera de ahí. Amo las ranas.
Cameron Diaz (actriz)
Para decepción de Cameron Diaz, el encantador -o más bien desencantador, dado que con él se termina el hechizo- beso de la hija del rey, que transforma a la rana en un apuesto príncipe, no aparece en la versión original de los hermanos Grimm, quienes prefirieron -o, en todo caso, respetaron- lo que la tradición oral alemana de 1800 contaba: que la metamorfosis se había realizado de manera algo menos romántica al quedar desparramada la rana contra la pared, tras ser arrojada por la angelical princesa (hay que reconocerle al príncipe que no era nada rencoroso, o tal vez sólo tenía muy mala memoria).
En la versión original, la rana exige pasar la noche en la habitación de la princesa y dormir en su cama. Al parecer, durante la época victoriana, conocida por un código moral poco flexible (no por nada existe la expresión “sexualidad victoriana”), el beso sustituyó esta escena. Como los moralistas de la época no vieron con buenos ojos que un macho, de la especie que fuera y sin importar que en el caso de las ranas la fecundación sea externa y en el agua, compartiera las sábanas de la princesa, la transformación fue cambiada por un beso virginal dado en una situación “libre de riesgo”: al lado del camino, en el jardín del palacio, cerca de un pozo, en cualquier lugar menos en los aposentos de la princesa. Y así es como nos llegó la narración a la mayoría de nosotros desde entonces. Pero ¿por qué tenía que romperse el hechizo con un beso? ¿No era mejor, y suficiente, hacer puré a la pobre rana para desencadenar la transformación como en la versión original?
Zoólogos y médicos interesados en ranas y princesas -más en las primeras que en las segundas- han llamado la atención sobre una característica que podría explicar la presencia y popularidad que tienen en diferentes partes del mundo las historias que asocian a los batracios con milagrosas metamorfosis interespecíficas y otros mágicos atributos: varias especies de ranas y sapos producen compuestos que son altamente alucinógenos. Besa a una minúscula ranita de encendidos colores, escondida como si fuera una hada entre los pétalos de una bromelia, o a un corpulento sapo, y es posible no sólo que veas que se convierte en príncipe, sino también que le encuentres un increíble parecido a Robert Pattinson, la estrella de la saga fílmica Crepúsculo (quien podría ser algo así como el “príncipe de los vampiros”). Sin embargo, y por muy atractiva que parezca, por varias razones, más que atendibles, que presentaremos en los párrafos siguientes, no recomendamos esta práctica a nuestras lectoras.
La piel de las especies venenosas de batracios contiene péptidos, unas moléculas que les sirven para defenderse de sus depredadores, que, en el caso de especies tan curiosas y, a veces, tan perniciosas como la humana, interfieren en la interacción de las neuronas del cerebro y el neurotransmisor (es decir, el compuesto químico que permite la comunicación entre neuronas) llamado serotonina. La serotonina se relaciona con el estado de ánimo, la percepción sensorial, el control muscular y el comportamiento sexual; cuando su nivel se eleva, nos produce una sensación de bienestar y relajación.
Imaginemos ahora que introducimos en nuestro organismo una dosis alta de un compuesto cuya estructura química es muy similar a la serotonina, tan semejante que nuestro cuerpo se confunde y empieza a usarlo en su lugar. Tendremos como resultado alteraciones bastante notables en la larga lista de funciones que acabamos de presentar y en las que interviene la serotonina. Dicho en pocas palabras, vamos a “tener un viaje” en el que las cosas se van a poner bastante psicodélicas.
Sapos gigantes y viajes psicodélicos
Tomemos como ejemplo a la familia Bufonidae, que incluye anfibios, como la especie de sapo gigante Bufo marinus, responsable año tras año de la muerte de un buen número de perros y gatos mordelones -la curiosidad sí los mató en este caso-, mascotas con las que comparte su hábitat en comunidades rurales de países tropicales como Costa Rica. Este sapo secreta en su piel un grupo de alcaloides, entre los que se encuentran la bufotenidina, la bufoviridina y la bufotenina. De estos tres compuestos, el que nos interesa es la bufotenina o bufotoxina (5-hidroxi-N,Ndimetiltriptamina) porque en composición y estructura es casi idéntica a la serotonina, salvo porque tiene en un extremo de su molécula dos radicales (moléculas que tienen en su orbital más externo un electrón sin pareja) metilo (CH3-) en lugar de dos radicales hidrógeno (H-) (por esta razón, a la bufotenina también se la conoce como N,N-dimetilserotonina).
Es sorprendente cómo un cambio tan minúsculo desde el punto de vista químico convierte a la bufotenina en un alucinógeno tan potente como la psilocibina de los hongos de la especie Psilocybe mexicana -el teonanácatl u “hongo de dios” que los sacerdotes nahuas usaban en sus rituales religiosos- o la sesentista dietilamida de ácido lisérgico (mejor conocida como “Lucy in the Sky with Diamonds”: LSD) y, al igual que estas dos drogas, da lugar a vívidas alucinaciones visuales y auditivas, además de incrementar la intensidad con que percibimos el medio que nos rodea. Según reportes clínicos, existen casos de pacientes esquizofrénicos en cuyas muestras de orina se ha detectado bufotenina, posiblemente producida por un error metabólico en el que la enzima conocida como metiltransferasa, presente en el cerebro del enfermo, transforma la serotonina en bufotenina al cambiar los dos radicales de hidrógeno por dos de metilo. Esto ha llevado a los científicos a plantearse la posibilidad de que la esquizofrenia y otros padecimientos mentales se deban a que el propio organismo, mediante diferentes vías metabólicas, genera por equivocación sustancias muy parecidas a drogas como el LSD.
Las ranas no se quedan atrás cuando de sustancias tóxicas se trata: diversas especies de los géneros Phyllobates y Dendrobates, que habitan en la selva amazónica, son usadas por los aborígenes en la punta de sus dardos -a semejanza del curare, d-tubocurarina proveniente de la enredadera Chondodendron tormentosum- como veneno. Dado que las ranas del género Phyllobates que crecen en cautiverio no producen estos compuestos, conocidos como batracotoxinas, se cree que su generación se asocia al consumo de ciertas plantas que no forman parte de su dieta “en prisión”. Por su parte, las ranas del género Dendrobates producen compuestos más sencillos, llamados histrionicotoxinas. Puesto que tanto las batracotoxinas como las histrionicotoxinas ocasionan arritmia y paro cardíaco, estamos seguros de que el corazón de la princesa del cuento no fue flechado por ninguna rana de esos géneros.
En 1990, en Australia, un niño de 10 años, no sabemos si inspirado por el cuento de los hermanos Grimm o no, probó el sabor amargo de la piel de un sapo -junto con un grupo de amigos suyos- con la esperanza de experimentar alucinaciones dignas de uno de los “viajes” narrados por Carlos Castaneda en sus libros de aprendizaje místico con el maestro nahual don Juan. Lo que sí sabemos es que el sapo no se transformó en princesa, y el niño tuvo un ataque cardíaco, por lo que tuvo que ser hospitalizado.
Al parecer, en ese entonces era común entre algunos adolescentes australianos, como pasaporte gratuito a la tierra de la psicodelia, fumar cigarros tamaño Cohiba Espléndido (más de 17 cm, para que lo sepan nuestros sanos lectores, quienes posiblemente no tengan un hábito tan pernicioso), armados con la piel seca de los sapos atropellados en las carreteras.
LA NACION