The New Yorker: una revista clásica contra la corriente

The New Yorker: una revista clásica contra la corriente

Por Teodelina Basavilbaso
Es imposible no sorprenderse con el aumento de ventas de la clásica revista The New Yorker , ya que tiene todas las características para encontrarse en retroceso: textos larguísimos -de cuatro a seis páginas-, casi ninguna foto, con la mitad de los textos que versan sobre novedades y crítica literarias, y arte en general. Además, exceptuando algunos cambios, la revista se mantiene idéntica desde hace décadas. Continúa con sus tradicionales tapas de ilustraciones, tipografía y diseño.
Hay ciertas cosas que pasan de moda, pero otras que no. La revista The New Yorker , al parecer, forma parte del segundo grupo, ya que desde febrero de 1925, cuando salió su primera edición, es una de las revistas estadounidenses más prestigiosas del mercado. Más de un millón de suscriptores reciben semanalmente en su buzón de correo esta revista ilustre con buena dosis de ficción literaria y periodismo de calidad, en tiempos en que el papel tiene un gustito a viejo y los diarios de edición impresa son considerados anacrónicos por los nativos digitales.
Paradójicamente, The New Yorker ha logrado aumentar su circulación, pasando de 606.000 ejemplares, en 1989, a 1.041.419, en 2011, según datos difundidos por el Centro de Investigación Pew de Excelencia en Periodismo, en un país como Estados Unidos donde crece la tendencia a utilizar tabletas de pantallas táctiles y laptops para el consumo de artículos periodísticos. Estos números dicen algo en momentos en que la prensa escrita atraviesa una crisis, y revistas míticas como Newsweek han dado de baja su edición impresa (luego de reducir a la mitad la circulación de su revista en el mismo período citado anteriormente).
La pregunta que surge es: ¿cuál es el secreto que esconde esta revista para seducir al conjunto de intelectuales, universitarios y curiosos que conforman su audiencia?
Quizá la respuesta haya que buscarla en que The New Yorker acaparó nada menos que las plumas de brillantes escritores como John Cheever, J. D. Salinger, Hannah Arendt, Truman Capote, John Updike, Raymond Carver, Leonard Cohen o Haruki Murakami, entre muchos otros.
Kenneth Krushel, profesor de la Universidad de New School, explica que esta atracción de los grandes escritores por la revista se debe en gran medida a la calidad y a los atributos profesionales de sus editores. “Y eso pasa porque los editores entienden las manualidades de la lectura y la escritura y trabajan muy de cerca con los autores que participan en cada edición”, dice. En la actualidad, el editor jefe de la revista es David Remnick, que reemplazó a Tina Brown en 1998.
Krushel enumera también otras razones: la certeza de que el trabajo va a estar rodeado de otros textos de calidad, que los lectores de The New Yorker leen con interés sus artículos y que no hay límites de extensión para sus textos, para desarrollar un tema en profundidad.
Lejos de este romanticismo, Victor Navasky, profesor y encargado del Departamento de Revistas de la Universidad de Columbia, sostiene que la publicación es una de las revistas del mercado que más plata está dispuesta a pagar por un texto de calidad a sus colaboradores free-lance.
Otra razón posible es que, además de aprovechar el magnetismo que sienten por ella los escritores consagrados, toma riesgos e invita a voces nuevas, frescas y talentosas. La revista conserva un espacio de cuentos cortos de ficción, donde escritores jóvenes aún poco conocidos pueden exponer sus atributos literarios. Todo esto la convierte en una de las revistas literarias más sofisticadas del mundo.
Aunque en 1936, The New Yorker se dio el lujo de rechazar un texto inédito de Francis Scott Fitzgerald titulado “Thanks for the Light” (“Gracias por la luz”), los editores actuales de la revista tuvieron la astucia de reflotar el texto y publicarlo hace poco, setenta y seis años más tarde.
Otra explicación puede relacionarse con su periodismo de altísima calidad. La elección de temas, que van desde problemas sociales hasta disputas políticas son siempre relevantes, inusuales e impredecibles. Esto sumado a una impecable oficina de chequeo de datos para corroborar toda la información.
No sólo cubre noticias que suceden dentro de los Estados Unidos, sino también en otras partes del mundo. Por medio de la narrativa del periodista Jon Lee Anderson, sus lectores pudieron informarse sobre la guerra de Irak, en el año 2003, y asomarse de una manera profunda y sincera a la realidad más cruda.
Entre las grandes y más reconocidas investigaciones periodísticas publicadas, Navasky enumera: un texto sobre la polución del medio ambiente por Rachel Carson (publicado en varias entregas); el artículo “Hiroshima” de John Hersey, ganador en su momento de un premio Pulitzer, por la cobertura de la bomba atómica en la ciudad de Hiroshima; la crítica de libro más larga publicada por la revista, titulada “Nuestra pobreza invisible”, escrita por Dwight Macdonald, sobre un libro que retrata la pobreza en Estados Unidos y una nota periodística de Jane Mayer sobre la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Los dos primeros artículos citados se publicaron posteriormente en formato libro por su relevancia.
Es habitual que a una mujer cualquiera se le dibuje una sonrisa cuando lee la revista mientras viaja en uno de los vagones del subte camino a su trabajo en Manhattan. Es que The New Yorker cuenta con la particularidad de tener desparramadas entre sus hojas caricaturas de un solo cuadro que inyectan humor e inteligencia a su contenido.
Cuando Harold Ross, y su mujer, Jane Grant, una reportera de The New York Times, fundaron la revista hace casi ochenta años, tenían en claro que querían hacer algo diferente del clásico humor cursi de otras publicaciones de la época como Judge y Life . Y de hecho, en las décadas del 30 y el 40 había personas que no sabían leer, pero compraban la revista de todas formas, ya que miraban las caricaturas, según Navasky.
Actualmente, sus caricaturas son parte de la identidad de la revista. Sus chistes tienen un conocimiento profundo de lo que están parodiando, y son simples, sofisticados, graciosos y agudos.
Krushel, al referirse a sus caricaturas, dice que se trata de una inteligencia refinada, producto de una combinación de humor y seriedad. El sentido del humor es un condimento fundamental para su éxito. De hecho, tienen un concurso de caricaturas donde los lectores pueden enviar una frase para un dibujo determinado. Y en el número siguiente gana el autor de la frase más original. Sus lectores, entre los que se encuentran varias celebridades, como Michael Bloomberg, alcalde de la ciudad de Nueva York, se pelean por ser los ganadores del certamen a través de frases afiladas e ingeniosas.
Quizás haya que buscar la razón en que, además de las caricaturas, hay poesía (de poetas como John Ashbery, por ejemplo) desparramada entre sus hojas, que dan una grata sorpresa al lector. O todo se deba a que suele escribir Woody Allen. O a que, al tratarse de una revista de publicación semanal, sus editores tienen más tiempo para realizar un análisis minucioso de la realidad sin tener que correr detrás de las noticias inmediatas. A través de su sección “Talk of the Town” (“La charla de la ciudad”), pueden tocar temas diarios que incumben a los habitantes de Nueva York, en breves misceláneas de tono íntimo, caprichoso y gracioso.
Además de tener una agenda con todos los programas culturales de Nueva York (en clara competencia con las revistas New York y Time Out ), la publicación tiene excelentes reseñas sobre obras de teatro, cine, libros y televisión. “Los lectores confían en las críticas de The New Yorker “, sostiene Navasky.
Es posible que todas las razones enumeradas anteriormente sean las que hagan de The New Yorker una gran revista. Tal vez sea la rara conjunción entre narraciones brillantes y caricaturas únicas, o el producto del duro trabajo de sus editores que, según Navasky, “puede verse claramente, aunque sea muy difícil de definir en qué consiste”. O su larga, prestigiosa historia. O, simplemente, que se disfruta al leerla.
LA NACION